martes, 18 de enero de 2011

IDEOLOGÍAS DEL MOVIMIENTO OBRERO



Las nuevas circunstancias económicas y sociales del capitalismo propiciaron el nacimiento de ideologías y movimientos protagonizados por la clase obrera.

A lo largo del siglo XIX se fueron gestando reflexiones intelectuales que ponían en evidencia y criticaban las contradicciones del proceso de industrialización y las injusticias inherentes al capitalismo. Surgieron iniciativas reivindicando el igualitarismo y la solidaridad, ideas que se englobaron bajo el amplio epígrafe de "Socialismo", en cuyo seno pueden distinguirse tres amplias corrientes:

Socialismo utópico

El término socialismo utópico fue acuñado en 1839 por Louis Blanqui, aunque alcanzó notoriedad tras el empleo que de él hicieron Marx y Engels en su "Manifiesto Comunista". Éstos consideraban que los pensadores utópicos, aunque bienintencionados, pecaban de idealismo e ingenuidad. Para impedir ser confundidos con ellos, etiquetaron su propia teoría con el calificativo de "científico".

La expresión "utopía" significa plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable ya desde el mismo momento de su formulación. Proviene de "Utopía", obra escrita por Tomás Moro, intelectual, político y humanista inglés (S. XV-XVI). En ella teorizaba acerca de una isla de ese nombre que era ideal y perfecta.
Cronológicamente las ideas del socialismo utópico alcanzaron su madurez en el período comprendido entre 1815 y 1848 (fecha de publicación del Manifiesto Comunista).

Los socialistas utópicos formaron un grupo de pensadores heterogéno. Sin embargo tuvieron en común una serie rasgos, en gran medida influidos por las ideas de Rousseau.

La importancia de la naturaleza estaba muy presente en sus ideales, aunque ello no fue obstáculo para que fuesen favorables a la industrialización y el maquinismo.
Dedicaron sus esfuerzos a la creación de una sociedad ideal y perfecta, en la que el ser humano se relacionase en paz, armonía e igualdad.
Sus metas habrían de alcanzarse mediante la simple voluntad de los hombres, es decir, pacíficamente, de ahí que sus seguidores se opusieran a las revoluciones y a acciones como la huelga.
Pusieron al descubierto y denunciaron los perniciosos efectos del capitalismo, pero no investigaron sobre sus causas profundas.
Con el fin de paliar las injusticias y desigualdades emprendieron diversos planes, en los que primaron la solidaridad, la filantropía y el amor fraternal.

Pensadores utópicos

Destacaron los siguientes:

Robert Owen

Fue un empresario, fabricante de hilaturas de algodón. En su fábrica escocesa de New Lanark puso en práctica una serie de medidas que mejoraron significativamente las condiciones de vida de sus obreros, tales como la reducción de la jornada de trabajo, salarios más dígnos, educación infantil, etc.

El éxito lo animó a crear en USA una comunidad ideal, New Harmony, que sin embargo constituyó un fracaso. Su pensamiento y praxis influyeron de forma relevante en el cooperativismo.

El conde de Saint-Simon

De origen aristocrático, pensaba que el progreso humano se obtiene mediante el desarrollo económico. La industria habría de recibir un nuevo impulso para evitar enfrentamientos entre los hombres.
Según Saint-Simon la sociedad debería ser regida por una élite de intelectuales, científicos y sabios, era partidario de una "tecnocracia" que garantizase el desarrollo de las clases más humildes. Para ello sería necesaria una trasferencia de poder desde los sectores "ociosos" de la sociedad (Ejército, Iglesia y Nobleza) a los "productores" (industriales y campesinos).
Charles Fourier

Le preocupaba la explotación, la miseria y la monotonía laboral que aquejaba a la clase obrera. Trató de paliarlas a través de la creación de colectividades voluntarias denominadas "falansterios".

Estas comunidades se constituyeron en centro de actividades agrícolas, industriales y contaron con administración, distribución y consumo propios. Sus discípulos fundaron falansterios en México, Estados Unidos y otros países. Fue defensor de la igualdad entre hombres y mujeres.
Otras figuras destacadas del socialismo utópico fueron el ya mencionado Blanqui, que formuló una teoría sobre la dictadura del proletarido, y Louis Blanc, partidario de la acción del Estado como forma de mitigar las desigualdades sociales. Tras la Revolución de 1848 en Francia, siendo ministro de Trabajo de la IIª República, auspició la creación de los Talleres Nacionales, con el objetivo de mitigar el desorbitado paro obrero generado por la crisis económica.

Socialismo científico o marxismo

Partiendo del estudio histórico sobre la transición de unas sociedades a otras, Carlos Marx y su colaborador y amigo Federico Engels realizaron un análisis de la sociedad capitalista, indagando en sus contradicciones y planteando los medios para su destrucción.
El marxismo se alejaba de los postulados teóricos, reformistas, idealistas y supuestamente irrealizables del socialismo utópico.
La Revolución de 1848 constituyó un momento clave en el desarrollo de esta nueva corriente socialista pues, una vez frustrada, el marxismo reemplazó al socialismo utópico como corriente ideológica obrerista dominante, erigiéndose en motor y referente de buena parte de los movimientos revolucionarios de la segunda mitad del siglo XIX y XX. Fue precisamente en 1848 cuando se publicó el "Manifiesto comunista”, la obra más conocida del marxismo.

Las ideas marxistas no conforman un bloque unitario, pues los escritos de Marx han ido completándose con el tiempo y han sido objeto de notables revisiones.

El socialismo científico o marxismo presenta influencias de corrientes anteriores, destacando las que proceden de la filosofía alemana hegeliana (materialismo dialéctico), la del ideario de revolucionarios como Babeuf y la de activistas obreros como Blanqui.

En sus escritos "Tesis sobre Feuerbach" (1845), "Miseria de la Filosofía" (1847), el ya aludido "Manifiesto Comunista" y sobre todo "El Capital", Marx y Engels desarrollaron una teoría en la que destacan los siguientes aspectos:

El materialismo histórico

Para el marxismo, son las circunstancias materiales y no las ideas o la voluntad de los hombres las que determinan los hechos históricos. En tal sentido, diferencia entre infraestructura (la economía) y superestructura (la organización del Estado, los aspectos políticos, jurídicos, ideológicos, el pensamiento filosófico, las creencias religiosas, la producción artística, las costumbres, etc).

Entre ambas instancias existe una estrecha relación dialéctica. La infraestructura económica constituye la base de la historia y genera unas determinadas relaciones de producción. Las variaciones en la infraestructura provocan a su vez cambios en la superestructura, pero no de forma mecánica automática, sino que cada instancia ejerce una peculiar influencia sobre la otra. A largo plazo, sin embargo, el papel determinante corresponderá a la infraestructura.

Esta dinámica hay que situarla en el influjo que ejerce sobre el marxismo la teoría del proceso dialéctico de Hegel. Según este filósofio cada hecho o circunstancia (tesis) lleva en su seno su propia contradicción (antítesis). De la pugna entre ambas surge una nueva realidad (síntesis) que implica la superación de las anteriores y que a su vez se transforma en una nueva tesis.

La humanidad ha pasado por varios estadios con diferentes estructuras y sus propias contradicciones: sociedad comunitario-tribal, esclavista, feudal y capitalista. En ésta última la burguesía ha creado unas condiciones (económicas, legales, unos modos de vida y hasta la religión) que le permiten prosperar material y socialmente, pero a costa del proletariado. Del mayor o menor desarrollo del movimiento obrero depende que la clase trabajadora reconozca cuáles son realmente sus intereses y luche por ellos a través de la acción revolucionaria.

La acumulación del capital

La intensificación de la explotación de los obreros (aumento del ritmo de trabajo, empleo de mano de obra infantil, jornada laboral abusiva, etc.), permiten al capitalista incrementar sus beneficios. Sin embargo, las ganancias se concentran en cada vez menor número de empresarios debido a que una parte de éstos -los menos competitivos- van desapareciendo y engrosando las filas de los desposeídos, el proletariado.

La plusvalía

Podría definirse como la diferencia entre la riqueza producida por el trabajo del obrero y el salario que éste recibe del patrono. Esa remuneración sirve para hacer frente a los gastos de alimentación, vestido y el alojamiento que necesita para subsistir y seguir trabajando pero no satisface el total del valor del trabajo desarrollado. Este hecho conlleva el enriquecimiento del capitalista, producto de la apropiación de parte la actividad realizada. La plusvalía sería por tanto, la parte del trabajo que el empresario deja de satisfacer al trabajador.

La lucha de clases

Las clases sociales para el marxismo están definidas por las relaciones de producción, es decir, por la forma en que los hombres producen mercancías. En el seno de las relaciones de producción, el papel que ocupa cada individuo está determinado por la división del trabajo, es decir, aquellos que desarrollan una misma actividad -y por tanto están sometidos a unas idénticas condiciones- conforman una clase social. Las clases sociales vienen determinadas por el lugar que ocupan en el proceso de producción de la riqueza. Unos la producen y otros se apropian de una porción de la misma. De esa relación no cabe esperar sino el antagonismo y la hostilidad entre explotados y explotadores.

A lo largo de la historia siempre ha habido clases enfrentadas. En las sociedades esclavistas (Grecia y Roma en la Antigüedad) fueron antagónicos los propietarios libres y los esclavos; en el seno de la sociedad feudal el enfrentamiento se estableció entre nobles y eclesiásticos por un lado y siervos por otro.

En el seno de la sociedad capitalista ocurre igual: la lucha de clases es protagonizada por la burguesía, propietaria de los medios de producción (capital, fábricas, máquinas, transportes, etc.) y por el proletariado que, al disponer únicamente de su fuerza de trabajo, se ve obligado a venderla a cambio de un salario que escasamente sirve para satisfacer la supervivencia.

Los intereses de ambas clases son antagónicos e incompatibles y conducirán indefectiblemente al enfrentamiento. A medida que el capitalismo vaya desarrollándose el número de obreros se incrementará, lo que unido al deterioro de sus condiciones de vida, conducirá a la revolución.

La revolución tendrá como objetivo conseguir una sociedad perfecta donde no existan ni explotadores ni explotados. Para ello será imprescindible la abolición de la propiedad privada, es decir, la socialización los medios de producción, evitando la mera sustitución de los antiguos propietarios por otros nuevos.

La dictadura del proletariado

Una vez que la clase obrera haya tomado conciencia de la explotación y opresión sufre, se organizará en torno a partidos de carácter revolucionario, siendo dirigida por una vanguardia especialmente capacitada y activa, empeñada en planificar la destrucción del sistema capitalista.

Esa acción que no debería circunscribirse a un solo país ya que, siendo las condiciones y los intereses de la clase trabajadora idénticos en todo el mundo capitalista, habría de concertarse con un caracter internacional.

A través de la acción revolucionaria los obreros deben derribar el gobierno de la burguesía y sustituirlo por uno de carácter obrero. Eso puede requerir el uso de la violencia, pues los trabajadores se encontrarán con la oposición de la clase dominante.

Una vez conseguido el control del Estado será necesario salvaguardar las conquistas realizadas mediante el ejercicio de una dictadura de los trabajadores, constituyendo éste el primer paso hacia la consecución de una sociedad comunista sin clases.

El nuevo Estado que surge de la revolución habrá de suprimir la propiedad privada de los medios de producción (elemento primordial en la explotación de la clase obrera) y sustituirla por la propiedad colectiva.

La tesis de la dictadura del proletariado ha sido una de las más controvertidas del marxismo, ya que implica la conquista de una de las claves de la superestructura social: el Estado. El modo de conseguirlo ha sido criticado por algunos autores posteriores a Marx, tildados por los marxistas clásicos de revisionistas.

La sociedad sin clases

Una vez consolidado el nuevo Estado, el peso de éste tenderá a disminuir hasta desaparecer, pues al haber desaparecido las amenazas que pesaban sobre él, el aparato coercitivo dejará de tener sentido y cada individuo trabajará voluntariamente en beneficio de la comunidad.

Las relaciones de producción se habrán transformado y los medios de producción no estarán concentrados en manos de una minoría, sino que serán colectivos. Por lo tanto, ya no habrá ni opresores ni oprimidos, tan sólo una clase social, la trabajadora. En su seno regirá la solidaridad y la armonía entre hombre y trabajo, éste ya no será fuente de sufrimiento y alienación. Se disiparán asimismo las diferencias entre agro y ciudad, entre trabajo manual e intelectual. En suma, se habrá alcanzado una suerte de paraíso en la tierra, el de la sociedad comunista.

El revisionismo marxista

El revisionismo se puede definir como la acción de someter a revisión doctrinas, apreciaciones o prácticas ya establecidas con el objetivo de actualizarlas o modernizarlas.

El marxismo ortodoxo advertía a los obreros sobre el riesgo que constituía el pacto con otras clases sociales ajenas a sus intereses. Prevenía sobre el reformismo político en el seno del Estado capitalista. La razón es que el Estado es el principal instrumento del que se sirve la burguesía para ejercer su dominio social. El único objetivo que el proletariado debe perseguir es la toma del poder mediante la revolución.

Sin embargo, a fines del siglo XIX (a partir de la II Internacional), Eduard Bernstein, miembro del SPD (Partído Socialdemócrata Alemán), desde una postura menos radical y más conciliadora, sostuvo que los partidos revolucionarios podían y debían, según las circunstancias, intervenir en el sistema político democrático y liberal, utilizando como principal arma para conseguir sus aspiraciones, el sufragio universal.

Afirmaba que las predicciones realizadas por el marxismo respecto a la progresiva pauperización de los trabajadores eran erróneas y que los obreros habían mejorado objetivamente su situación respecto a tiempos pretéritos. Se habría de este modo una vía no revolucionaria que perseguía cambios no radicales, sino graduales y pacíficos.

El revisionismo despertó airadas críticas en el seno de los sectores más izquierdistas del marxismo (Rosa Luxemburgo, Lenin, etc.), Sin embargo, jugó un importante papel en la política del siglo XX, muestra de ello es la labor ejercida por partidos hoy plenamente consolidados y activos en Europa, tales como el Partido Laborista Británico, el mencionado Socialdemócrata Alemán (SPD) o el Partido Socialista Obrero Español, entre otros.

Anarquismo

El término anarquismo es de origen griego y significa “sin autoridad ni poder”. Esta ideología, junto con el marxismo, constituye una de las corrientes del “socialismo”. Ambas, anarquismo y marxismo, coinciden en la crítica al capitalismo y en la necesidad de su eliminación, pero difieren radicalmente en cuanto a los métodos para conseguirlo. De hecho, a lo largo del siglo XIX ambos pensamientos se fueron alejando progresivamente, hasta convertirse en irreconciliables antagonistas.

El anarquismo estuvo muy influido por la idea roussoniana de que el individuo es bueno por naturaleza y es la sociedad (o el Estado y sus instituciones) quien destruye su felicidad.

Alcanzó su máxima influencia en el seno de sociedades escasamente industrializadas -España, Italia y Rusia-, en tanto que en países más avanzados tuvo mayor peso el marxismo. En España el anarcosindicalismo se materializó en la creación de organizaciones como la CNT (Confederación General del Trabajo) que jugaron un importante papel en el primer tercio del siglo XX.

Algunos sectores del anarquismo preconizaron la acción radical y violenta. Ello se concretó en atentados terroristas que reputaron esta corriente de agresiva y salvaje.

La teoría anarquista

El pensamiento anarquista no es uniforme, sin embargo, sus defensores comparten algunas ideas afines:

El rechazo de cualquier tipo de autoridad -en especial la del Estado- y el repudio a cualquier forma de organización, sea de carácter partidista, administrativa o religiosa. Junto al rechazo a la autoridad preconiza la libertad individual.
Para los anarquistas el Estado capitalista constituye una estructura que posibilita la explotación de la clase obrera y por ello debe ser destruido. Rechaza tanto el juego político como la organización de partidos. El medio fundamental para eliminar al Estado es la huelga general, que permite arruinar a la burguesía.
La organización social ha de estructurarse de abajo arriba, partiendo de pequeñas comunidades autosuficientes y por libre decisión de sus miembros, expresada a través del sufragio universal, nunca por imposición.

La abolición de la propiedad, ya que ésta es considerada como un robo cuando se consigue sin trabajo. El derecho a la herencia (origen del status social) ha de eliminarse y sustituirse por la colectivización de los bienes.

La importancia de la educación. El hombre solo será libre cuando sea capaz de pensar por sí mismo y el mejor medio para conseguirlo es una esmerada instrucción.

Pensadores anarquistas

Tres figuras destacan en el pensamiento anarquista:

Pierre Joseph Proudhon (1809-1865)

Su influencia se dejó sentir hasta la década de los años 60 del siglo XIX, a partir de la cual alcanzaron más relevancia las ideas de Bakunin y Kropotkin. Aunque muy relacionado con el grupo de los socialistas utópicos, de quien fue contemporáneo, se le considera el fundador del anarquismo; sus escritos son posteriores a 1848.
Criticó el juego parlamentario, sosteniendo que el sufragio universal es fácilmente manejable por la propaganda de los partidos burgueses.
Frente al Estado y la Ley preconizó la asociación de pequeños productores autónomos reunidos políticamente en una federación de comunas socialmente articuladas en torno al mutualismo y el cooperativismo.

Confió en la vía pacífica y en la ayuda mutua como formas de conseguir la liberación del hombre, siendo ajeno a los anarquistas que alentaron el uso de la violencia.
Bakunin (1814-1876)

Fue el primer teórico anarquista en presentar su pensamiento de una manera sistemática.

Propuso la colectivización (“anarco-colectivismo”) de los medios de producción (capital, tierra, industrias, etc), pero no así de los frutos que se obtienen de ellos. En esto difería de la postura más radical de Kropotkin quien sostenía que dichos frutos también debían ser de propiedad colectiva.
Según Bakunin, el Estado y otras instituciones como la Iglesia y el Ejército han de ser reemplazados por una federación de comunas creadas de forma espontánea. Minimizó el papel de los partidos políticos revolucionarios como instrumento de transformación social e igualmente rechazó el juego político parlamentario.
Kropotkin (1842-1921)

Aristócrata ruso antizarista, estuvo muy influido por las ideas de Bakunin a quien apoyó en la Primera Internacional frente a Marx. Abogó por una sociedad sin Estado, donde el trabajo intelectual y manual no estuviesen separados y los hombres practicaran el apoyo mutuo, la libertad, la solidaridad y la justicia.

Kropotkin alentó la acción de los obreros por la vía sindical, no política, siendo representante del denominado “anarcosindicalismo”.
Como instrumento indispensable para cambiar la sociedad propuso la educación, aunque también ponderó la violencia para conseguirlo.
Además de estos conocidos pensadores se distinguó:

G. Sorel (1847-1922)

Sindicalista francés. En su obra “Reflexiones sobre la violencia, 1908, defendió la huelga general y la acción violenta como medios para destruir el estado capitalista. Sus principios inspiraron en buena medida al movimiento fascista de Mussolini y tuvieron cierta influencia sobre Lenin.

La doctrina social de la Iglesia

Tanto el liberalismo como el socialismo abogaban por la secularización de la sociedad, eliminando con ello el protagonismo que la Iglesia había mantenido hasta entonces. La Iglesia condenó estas ideologías, prueba de ello fue la política reaccionaria desarrollada durante el pontificado de Pío IX, radicalmente opuesto a los cambios que estaban aconteciendo.

Ante el imparable proceso de industrialización, el constante crecimiento de las masas obreras y de la conflictividad social, hubo católicos que criticaron la explotación a la que estaba siendo sometido el proletariado. Surgió de ese modo la denominada “doctrina social de la Iglesia”, condensada en una serie de documentos, entre los que cabe destacar la encíclica "Rerum novarum" (“De las cosas nuevas”), promulgada en 1891 por el Papa León XIII.
En ella se preconizaba un orden social basado en la justicia y la caridad, exhortando al Estado a socorrer a las clases más desfavorecidas y alentando el asociacionismo de los trabajadores y fórmulas de asistencia social.
La doctrina social de la Iglesia, sin embargo, no constituyó un corpus teórico en sí misma, sino que se expresó mediante una serie de consejos encaminados a ilustrar a los fieles sobre cómo afrontar los retos sociales y económicos del mundo moderno, desde los presupuestos de la fe cristiana.

Negó la existencia de la lucha de clases, tal y como preconizaba el marxismo, y propuso en su lugar la armonía, la convivencia y el diálogo entre patronos y obreros, exhortando a los primeros a mitigar la miseria de los segundos. De igual modo protegió la propiedad privada combatida por marxistas y anarquistas, considerándola como un instrumento al servicio del bien común.

EL MOVIMIENTO OBRERO

La economía capitalista e industrializada del siglo XIX, organizada en torno a los principios del liberalismo, consagraba la existencia de dos clases sociales: la trabajadora, desprovista de los medios de producción y forzada a vender su fuerza de trabajo, y la burguesa, dueña de esos medios e inclinada a incrementar sus beneficios a costa de las condiciones salariales y laborales de la primera. Cada vez más se extendió la percepción de que el capitalismo consagraba unas injustas desigualdades que había que eliminar.

El movimiento obrero surgió de esas condiciones, pero alcanzó mayor o menor fuerza en función del grado de desarrollo industrial de los países. Los primeros movimientos de masas de carácter moderno se originaron en Inglaterra. Cristalizaron en episodios como la destrucción de máquinas (Ludismo) y la creación de las Trade Unions, primeras asociaciones de carácter sindical. El que el fenómono se produjese en Inglaterra y no en otro país se debió a su carácter de pionera de la industrialización. Más tarde, estructurados en torno a la ideología marxista, surgieron partidos de extracción obrera que jugaron un importante papel en la acción política y social.

El ludismo

El ludismo fue un movimiento social que se caracterizó por la oposición a la introducción de maquinaria moderna en el proceso productivo. Se desarrolló durante las primeras etapas del proceso de industrialización y dió lugar a violentas acciones de destrucción de máquinas. Su origen se remonta a la acción de "Ned Ludd", su mítico líder, un tejedor que en 1779 fue supuestamente pionero en este tipo de prácticas tras destruir el telar mecánico que manipulaba. Se desarrolló entre 1800 y 1830, fundamentalmente en Inglaterra y su intervención estuvo jalonada por una oleada de amenazas, tumultos y desórdenes que amedrentó a los patronos y provocó la intervención del gobierno.

La causa principal que desencadenó los disturbios fue la precaria situación laboral y social creada tras la introducción de moderna maquinaria en la producción de textiles, arrastrando a la ruina a los telares tradicionales, impotentes a la hora de competir con las fábricas de reciente creación. Los viejos artesanos perdieron sus negocios y cayeron en el desempleo.

La agitación que afectó inicialmente a la industria textil se extendió también al campo, donde el supuesto cabecilla "Capitan Swing" y sus seguidores dirigieron su ira contra las trilladoras incorporadas a las labores agrícolas.

Las acciones contra las máquinas constituyeron el precedente de otras venideras, esta vez mejor organizadas, dirigidas, no contra las máquinas, sino contra sus propietarios. El ludismo reunía algunos rasgos característicos de los motines del Antiguo Régimen, frecuentes en períodos de crisis de subsistencias. Coincidió con ellos en la espontaneidad y en la ausencia de una ideología política definida que los vertebrase. Pero al tiempo, presentaba modernas peculiaridades propias de los movimientos obreros de la segunda mitad del siglo XIX.

El movimiento alcanzó su cénit coincidiendo con los altercados que se desarrollaron en Inglaterra durante los años 1811 y 1812, reprimidos con suma dureza por el gobierno, a raíz de los cuales fueron detenidos y juzgados numerosos revoltosos, de los que unos treinta fueron condenados a la horca.

Otros países padecieron similares desórdenes: fue el caso de Francia (entre 1817 y 1823), Bélgica, Alemania o España (Alcoy en 1821 y Barcelona en 1835).

El cartismo

Al igual que el ludismo el cartismo fue un movimiento propio de la primera etapa del movimiento obrero. Pero, a diferencia de aquel, tuvo una índole esencialmente política. El término procede de la “Carta del Pueblo”, documento enviado al Parlamento Británico en 1838, en el que se reivindicaba el sufragio universal masculino y la participación de los obreros en dicha institución. Los defensores del cartismo pensaban que cuando los trabajadores alcanzasen el poder político, podrían adecuar las leyes a sus intereses de clase. La duración de este movimiento abarcó una década, entre 1838 y 1848.

El cartismo supuso la toma de contacto de las masas obreras con la acción política. Hasta entonces habían concentrado su empeño en la conquista de mejoras de carácter laboral.
En la “Carta” demandaban el sufragio universal, la supresión del certificado de propiedad como requisito para formar parte del Parlamento, inmunidad parlamentaria, un sueldo para los diputados, etc; estas peticiones poseían un marcado carácter político y eran necesarias -según sus defensores- para conseguir una profunda transformación social.

El movimiento fracasó, entre otras causas, por las disensiones internas entre sus diversas tendencias, la moderada y la radical. La tendencia moderada la representaban Lovett y Owen, inclinados a demandas de tipo económico y laboral; la más radical la lideraron el irlandés O’Connor y O’Brien, ambos partidarios de acciones contundentes que incluían el empleo de la huelga general.
La represión del gobierno británico, que militarizó las zonas en donde la agitación se hizo más activa, abortó el movimiento. Éste quedó escindido de forma irreversible hasta su desaparición.

El fracaso de la revolución de 1848 asestó el golpe definitivo a las aspiraciones cartistas. En adelante la lucha de carácter político sería abandonada por los obreros ingleses quienes moderaron en gran medida sus reivindicaciones para concentrarse en la lucha de carácter sindical. La acción política se circunscribió al continente, de manera más significativa a Francia.

Aunque el cartismo se malogró, constituyó una importante experiencia para la clase obrera en su intento de mejora de las condiciones de vida; su acción forzó al gobierno británico a articular una legislación que en ocasiones contó con un elevado contenido social, siendo un ejemplo de ello la “Ley de las diez horas”.

La revolución de 1848

La oleada revolucionaria que se extendió durante 1848 por gran parte de Europa, además de su significado político tuvo un marcado carácter social. Francia, Austria, Alemania, Suiza, al igual que otros estados, constituyeron escenarios en los que la clase trabajadora intervino en forma de protestas y motines junto a la pequeña burguesía liberal, frente a los intereses de la alta burguesía que acaparaba los resortes del poder.

Sus demandas se centraron en una ampliación de los derechos y libertades conquistados durante la Convención Nacional francesa de 1793: sufragio universal masculino, democracia, asistencia social a los desfavorecidos, derecho al trabajo, libre sindicación, etc.

La experiencia de 1848 fue especialmente relevante en Francia, donde la presión social forzó la caída de la monarquía de Luis Felipe, el llamado “rey burgués” y forzó la proclamación de la Segunda República.

El socialista Louis Blanc, ministro de Trabajo durante el gobierno provisional republicano, creó los “Talleres Nacionales” y fijó la jornada máxima de trabajo en 10 horas, intentando absorber el enorme paro que asolaba el país. El cierre de los Talleres Nacionales acaecido tan solo unos meses más tarde de su apertura significó el fracaso de quienes pretendían dar contenido social a unas reivindicaciones que habían ido más allá de lo meramente político.
La proclamación de Luis Napoleón como presidente de la República y la posterior abolición de ésta mediante un autogolpe de estado tres años más tarde, expresó el fallido el empeño de los trabajadores en poner fin a las desigualdades económicas y mejorar sus pésimas condiciones laborales y sociales.

La enseñanza que el movimiento obrero extrajo de la frustrada experiencia revolucionaria fue que en lo sucesivo sólo debía confiar en sus propias fuerzas, rechazando posibles alianzas con cualquier sector de la burguesía. Se organizó en sindicatos y emprendió la acción política de la mano del marxismo y el anarquismo.

Sufragismo y feminismo

La sociedad industrial y el liberalismo no aportaron cambios significativos a la situación política, legal y económica de las mujeres. Éstas siguieron estando discriminadas respecto a los varones. Tan solo abrió el camino hacia el trabajo femenino en las fábricas y las minas, pero en condiciones de una extrema explotación y discriminadas salarialmente frente a sus compañeros de trabajo.

Por otro lado, la mujer tuvo vetadas las áreas profesionales de más responsabilidad así como la educación superior, siendo relegada en el caso de la burgesía al ámbito doméstico.
El liberalismo afectó en mayor medida al status de los hombres, que logaron primero el sufragio censitario y más tarde el universal. Las mujeres quedaron excluidas de ambos sistemas durante largo tiempo.

Fueron estas circunstancias las que propiciaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX el nacimiento del movimiento sufragista, que reivindicaba el derecho al voto de las mujeres como paso previo al feminismo, es decir, a conseguir la plena igualdad de derechos respecto a los hombres. El movimiento sufragista no se constituyó en grandes masas y arraigó con más fuerza en las mujeres urbanas de clase media que poseían un cierto grado de educación. Las obreras antepusieron sus reivindicaciones de clase a sus propios intereses como mujeres. Las campesinas por su baja formación, su dedicación íntegra al trabajo, la carencia de tiempo libre y su aislamiento, fueron las últimas y más reacias a incorporarse a los movimientos emancipadores.

Por lo demás, las principales abanderadas del sufragismo y posteriormente del feminismo fueron británicas y estadounidenses, seguidas de escandinavas y holandesas.

Conocidas figura del movimiento por la emancipación femenina fue la británica Emmeline Pankhurst (1858-1928), fundadora de la Unión Social y Política de Mujeres (WSPU) e inspiradora de diversos tipos de protesta (manifestaciones, huelgas de hambre, etc).

Otra conocida activista fue Emily Davison, que murió en 1913 en una de sus acciones de protesta al arrojarse a los pies de un caballo de la cuadra real en el transcurso de una carrera celebrada en Derby.
En españa destacó Concepción Arenal (1829-1893), que asistió a la Universidad Complutense disfrazada de hombre para salvar la prohibición que impedía la enseñanza universitaria a la mujer. En Alemania sobresalió Rosa Luxemburgo (1870-1919) brillante intelectual y militante del comunismo alemán, muerta durante la sublevación espartaquista de 1918.

El punto de inflexión decisivo en la concienciación social de la mujer se alcanzó en la Primera Gran Guerra. Durante este conflicto la mujer suplió al hombre en sus habituales tareas mientras éste luchaba en el frente, poniendo de relieve que si era competente para realizar trabajos propios del varón también lo era para gozar de sus derechos.
En 1920 fue autorizado el voto a todas las mujeres británicas que habían cumplido 20 años, en tanto que en España tal permiso se retrasó hasta el año 1931 a raíz de la proclamación de la Segunda República.

LAS ORGANIZACIONES OBRERAS

En los albores del capitalismo liberal la clase obrera, desprovista de los medios de producción y obligada a vender su fuerza de trabajo, se encontraba inerme ante los abusos de los patronos. La necesidad de defender sus intereses originó el movimiento obrero.

Éste gozó de mayor o menor fuerza en función del grado de industrialización de los países, pero en cualquier caso, en todos ellos, los trabajadores fueron agrupándose en organizaciones de clase, con el objetivo de mejorar sus condiciones laborales, salariales y sociales.
Tres fueron los principales formas de expresión asociativa en los que se organizó el movimiento obrero:

Los sindicatos

Con anterioridad a la industrialización moderna, existieron organizaciones, los gremios, que defendían en el seno de la actividad artesanal a los trabajadores de un determinado oficio. Regulaban la producción y controlaban hasta el más mínimo detalle. Los operarios tenían la oportunidad de ascender en la escala laboral según su pericia y méritos.

Frente a esas organizaciones de carácter preindustrial, los sindicatos nacieron como respuesta a los problemas planteados por la mecanización. Representaban a obreros desposeídos de la iniciativa y creatividad en el proceso productivo.

La total desprotección de éstos frente a los abusos de los capitalistas (prolongadas jornadas de trabajo, empleo infantil, mujeres mal remuneradas, fábricas insalubres, hacinamiento, despidos sin indemnización, miseria, etc), los empujó a organizarse en asociaciones para protegerse en caso de enfermedad, paro o inactividad huelguística.
Gremios y sindicatos respondían, por tanto, a circunstancias económicas y sociales distintas.

A finales del siglo XVIII, en Inglaterra, cuna de la industrialización, nacieron las primeras asociaciones de trabajadores, las llamadas sociedades de ayuda mutua (o "socorro mutuo"). Las integraban esencialmente artesanos que trabajaban bajo el Domestic System. Su objetivo era la unión de los obreros para conseguir mejoras laborales y salariales, operando como cajas de resistencia frente a adversidades como la enfermedad o el desempleo.
A finales de ese siglo, por medio de una legislación represiva, las “Combination Laws” (1799 y 1800), se prohibió todo tipo de asociacionismo obrero, con lo que las organizaciones de trabajadores pasaron a ser ilegales y hubieron de ejercer su actividad clandestinamente.

En Francia, durante la década de los treinta del siglo XIX también florecieron las sociedades de ayuda mutua. En la sigiente década el ambiente reivindicativo (libertad de asociación y reducción de la jornada laboral a diez horas) alcanzó su máxima expresión en la revolución de 1848.

Su fracaso y el advenimiento de Napoleón III al poder interrumpieron las perspectivas de mejora social.

En Inglaterra, tras la abolición de las Combination Laws (1824), el asociacionismo obrero progresó rápidamente, organizándose según dos modelos: sindicatos de oficio (Trade Unions) y cooperativas.
Ambos sistemas carecían de reivindicaciones políticas, éstas surgirían por primera vez con el cartismo.
En su origen, los Trade Unions británicos estuvieron constituidos por obreros de una localidad integrados en un mismo oficio y su propósito era prestar ayuda en caso de grave necesidad a sus miembros. Su financiación era atendida mediante aportaciones económicas que luego eran utilizadas en la asignación de pensiones y subvenciones varias.
Durante la década de los años treinta los Trade Unions fueron ampliándose y dejaron de estar limitados por oficio y localidad, abriéndose paso un sindicalismo de ámbito estatal.

En 1829, el dirigente obrero de origen irlandés Doherty, creaba el primer sindicato del algodón de implantación nacional. En 1834 Robert Owen reunió varios sindicatos de oficio en la Great Trade Union, alcanzando tal éxito que fue ilegalizado por el gobierno.

El fracaso de esta inciativa unificadora llevó a los líderes del movimiento obrero a plantearse la necesidad de intentar otras experiencias, en este caso políticas, hecho que se concretó en el cartismo. El principal instrumento de presión de que se valieron los sindicatos en sus reivindicaciones fue la huelga.

Los Trade Unions, aunque tolerados, no se constituyeron legalmente hasta 1871. Durante las siguientes décadas no dejó de aumentar su número y el de sus afiliados, a finales de siglo sumaban más de 2 millones. En el resto de Europa los sindicatos adquirieron importancia a lo largo del último tercio del siglo XIX.
Contaban con una cuidada organización, dependencias, financiación y funcionarios propios, constituyéndose en elementos indispensables en las relaciones laborales.
Así surgieron, entre otros: en Alemania la Asociación General de Trabajadores Alemanes (1863), en España la Unión General de Trabajadores (UGT, 1888), en Francia la Confédération Générale du Travail (CGT, 1895), en Estados Unidos el American Federation of Labor (AFL, 1886).

Las cooperativas

El cooperativismo tenía como objetivo cambiar el modo de producir y distribuir inherentes al capitalismo, basándose en la colaboración de productores autónomos agrupados en empresas de propiedad conjunta, regidas democráticamente.

Estuvo muy ligado al socialismo utópico premarxista.
Las cooperativas se organizaban normalmente bajo la fórmula de la factoría cooperativa de producción en un intento de sustituir a la empresa individual. Robert Owen fue la figura esencial en la creación del primer cooperativismo de producción, si bien fracasó en sus experiencias prácticas, como la de la comunidad de New Harmony (Estados Unidos). Igualmente se malograron otros intentos, como los falansterios de Fourier y los Talleres Nacionales creados en Francia tras la Revolución de 1848.

Sin embargo, las cooperativas de consumo tuvieron más éxito. Su objetivo era la venta de productos a bajo precio, para lo cual prescindieron de los intermediarios.
Ejemplo de este tipo de cooperativa fue el creado en la ciudad inglesa de Rochdale (Los Equitativos Pioneros de Rochdale, 1844).

Los partidos obreros

A pesar de los éxitos parciales obtenidos por las organizaciones sindicales, un amplio sector de la clase obrera llegó al convencimiento de que la única forma de destruir el capitalismo era mediante la lucha política. Se organizó para ello en partidos que recogieron en su seno variadas tendencias: desde las más radicales (marxistas ortodoxos) a las más moderadas de corte reformista (revisionistas, socialdemócratas).

El SPD alemán

El más claro exponente de partido político obrero fue el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), nacido en 1875 de la unión de diversas fuerzas entre la que destacaba la Asociación General de los Trabajadores Alemanes fundada por Ferdinand Lasalle en 1863.

Se trataba de un partido de inspiración marxista, aunque su práctica política fuese de corte reformista, alcanzó un elevado nivel de militancia y ejerció un gran peso en la vida política germana. Contribuyó a conseguir una avanzada legislación social en el período que precedió al estallido de la Primera Guerra Mundial, constituyendose en la principal fuerza política del país.
Frente a la guerra, el SPD propició la intervención de Alemania, viéndose sumido en una profunda crisis provocada por la división entre los que apoyaban dicha actuación y los que la rechazaban.

Uno de esos sectores se separó del partido constituyéndose en la Liga Espartaquista, que dio origen al KPD (Partido Comunista Alemán), adherido al Komintern (III Internacional comunista). Los espartaquistas protagonizaron en 1919 un levantamiento revolucionario en Alemania, similar al llevado a cabo por los bolcheviques rusos en 1917.

La rebelión fue aplastada por tropas de la República de Weimar, auxiliadas por grupos de la ultraderecha (Freikorps) y el mismo SPD.

La labor del SPD no fue exclusivamente política, hizo igualmente hincapié en aspectos culturales y educativos auspiciando la fundación de casas del pueblo, escuelas, publicaciones (diarios y semanarios), así como sociaciones de carácter lúdico.

Otros partidos obreros

Influidos en gran medida por el SPD fueron naciendo partidos obreros en otros países. En 1879 Pablo Iglesias fundó el PSOE (Partido Socialista Obrero Español), muy ligado al sindicato UGT (Unión General de Trabajadores), fundado en 1888.
En 1905 se constituyó la SFIO, (Sección Francesa de la Internacional Obrera), que daría lugar en 1969 al Partido Socialista Francés. Un año más tarde, en 1906, se funda Labour Party (Partido Laborista Británico), enlazado a los Trade Unions. En 1910 se organizan partidos equivalentes en Australia y Nueva Zelanda.


En Estados Unidos la fuerza de los partidos fue escasa, por contra, alcanzó más relieve la lucha sindical, destacando en ese sentido la AFL (American Federation of Labor), fundado en 1886, muy integrado en el capitalismo y ajeno al carácter revolucionario de las organizaciones europeas.
Todas estas formaciones ejercieron un destacado papel en la vida política de sus respectivos países, participando en las elecciones y ocupando escaños en los parlamentos.

Muchos de sus militantes lo fueron también de sindicatos afines (UGT en España, CGT en Francia, Trade Unions en Gran Bretaña). Estuvieron profundamente imbricados en el movimiento internacionalista y sufrieron sus avatares.

En nuestros días los partidos más relevantes de tradición obrera desempeñan una enorme importancia en la vida política. Se han desprendido de sus postulados revolucionarios marxistas y transformado en partidos de carácter reformista.

Las Internacionales obreras

Uno de los rasgos distintivos del socialismo de todo signo fue su carácter internacionalista. Carlos Marx y otros pensadores sostenían que, al margen de la nacionalidad a la que perteneciesen, los trabajadores de todo el mundo sufrían los mismos problemas.

Era por tanto necesario, aunar esfuerzos, intereses y objetivos para derrotar a la burguesía. El "Manifiesto comunista" lanzaba, al respecto, una consigna clara: “Proletarios de todos los países, uníos”.

Fruto de esa idea, surgieron organizaciones que intentaron servir de enlace entre grupos de trabajadores de diferentes países en pos de la consecución de la revolución universal. De entre estas iniciativas destacaron dos:

La Primera Internacional Obrera (1864-1876)

La Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o I Internacional Obrera, adoptó como sede la ciudad de Londres y estuvo integrada por partidos, sindicalistas, socialistas, anarquistas y asociaciones obreras de variado signo. El encargado de redactar sus estatutos fue Carlos Marx.

Las diversas tendencias y sensibilidades que recogió, obstaculizaron en gran medida su funcionamiento.

En 1868, a raíz de la incorporación de Bakunin, la AIT sufrió una polarización que condujo a enfrentamientos entre dos tendencias irreconciliables: por un lado, la anarquista (con Bakunin a la cabeza), por otro, la marxista, cuyo liderazgo intelectual ostentó Marx.
Episodio decisivo en la división del movimiento internacionalista lo constituyó el fracaso de la Comuna de París (1871), experiencia de carácter revolucionario que surgió tras la derrota de Sedán (1870) sufrida por las tropas francesas de Napoleón III frente a Prusia.
Como consecuencia, el Segundo Imperio Francés dejó de existir (el emperador abdicó), abriendose paso la III República. Durante los primeros meses de ésta, la agitación política y social hicieron estallar en París una revolución que condujo a la instauración de una Comuna obrera.


Tras poco más de dos meses de autogestión, las autoridades republicanas, encabezadas por Thiers, reprimieron sangrientamente la primera tentativa de poner en práctica por vez primera una sociedad liderada por la clase trabajadora.

El fiasco de la Comuna de París agravó los enfrentamientos en el seno de la Internacional. En el Congreso de La Haya (1872), los anarquistas fueron expulsados de la organización, que pasó a ser controlada por los marxistas hasta su disolución en 1876.
Las razones que llevaron a ese enfrentamiento pueden resumirse en las siguientes:

Marx deseaba una organización estructurada en torno a una autoridad como forma de reforzar la eficacia de las decisiones adoptadas. Bakunin se oponía a cualquier control o jerarquía. Los anarquistas se definían a sí mismos como "socialistas antiautoritarios".
Marx depositaba las esperanzas de revolución en una acción organizada y preparada de la clase trabajadora, especialmente de los obreros industriales. Bakunin apelaba al individualismo y la espontaneidad, al tiempo que otorgaba al campesinado un importante protagonismo revolucionario. De hecho, el anarquismo fue más fuerte en países de economía agraria, como Rusia o España, que en los industrializados.
La dictadura del proletariado como vía transitoria a la sociedad comunista, una de las piezas fundamentales de la teoría marxista, era rechazada por Bakunin, al considerar que todo tipo de Estado, inclusive uno de trabajadores, constituía un peligro para las libertades individuales.
La intervención de la clase trabajadora en el juego político por medio de la creación de partidos obreros, e incluso su colaboración con partidos de carácter burgués si éstos apoyasen los intereses del proletariado, fue rebatida por Bakunin, quien sostenía que los obreros sólo debían organizarse en torno a sindicatos y no intervenir jamás en política (parlamento, elecciones, etc), ya que ello acabaría por desvirtuar su fuerza revolucionaria.

La Segunda Internacional Obrera (1889-1916)

Fue fundada en 1889. Su sede se estableció en Bruselas. Si la Primera Internacional había albergado en su seno -al menos en sus comienzos- una amplia gama de tendencias, la Segunda, una vez expulsados los anarquistas en 1893, adoptó una clara orientación socialista marxista.

La integraron una serie de partidos socialistas de distintas nacionalidades organizados en una federación.

Entre los objetivos fundamentales de la asociación destacó la búsqueda de una legislación que mejorara las condiciones de vida de los trabajadores (subsidios de desempleo, protección social, etc) y, de forma especial, el empeño en la instauración de la jornada de ocho horas.

Signos distintivos de la II Internacional fueron la institución de la jornada del Primero de Mayo como fiesta reivindicativa (Día Internacional del Trabajo), la del 4 de marzo (Día Internacional de la Mujer Trabajadora) y el famoso himno conocido como de la Internacional.

Entre los principales problemas a los que hubo de enfrentarse, destacó el de la controversia ideológica de dos grupos:

El radical, compuesto por los marxistas ortodoxos, partidarios de una revolución como fórumula para destruir el capitalismo y cambiar la sociedad. Una de sus principales figuras fue Rosa Luxemburgo.

El más moderado, de carácter reformista, denominado “revisionista”, pues discutía algunos puntos de la teoría marxista, como el de la lucha de clases o el materialismo histórico. Entre sus representantes destacó Eduard Bernstein, que preconizaba llegar al socialismo mediante una vía pacífica con la participación de los trabajadores en el juego parlamentario.
La Segunda Internacional recibió el golpe de gracia tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, conflicto que fue incapaz de evitar.
La clase trabajadora, dividida entre los sentimientos patrióticos y el ideal de solidaridad internacional, optó por los primeros, se enroló en los ejércitos contendientes y abandonó la causa que inspiraba la organización.

No pudiendo resolver esa contradicción, en 1916 se disolvía la Internacional.

En 1917, a raíz del triunfo de la Revolución Rusa, se impusieron las tesis de aquellos que, como Lenin, el líder de los bolcheviques, abogaban por las tesis marxistas más radicales.

En 1919 se fundó, una Tercera Internacional, la llamada “Komintern”, de carácter comunista, alejada, por tanto, de las tesis reformistas revisionistas y muy condicionada por los intereses de la URSS.

EL ESTADO DE BIENESTAR. LIBERTAD Y ALIENACIÓN EN LAS SOCIEDADES TECNIFICADAS



1. El Estado de bienestar


1.1 Concepto


El concepto de Estado de bienestar se alza como el anhelo de proyecto social en la mayor parte de las sociedades tecnificadas actuales. Pero no se trata de un asunto novedoso; surge, siquiera como reconocible en sus puntos fundamentales de desarrollo, en el curso de la modernidad. La conceptualización de Estado de bienestar atañe a lo que, genéricamente, denominaríamos provisión y satisfacción de ciertas necesidades consideradas básicas de carácter económico, educativo, sanitario, etc., sancionadas por las sociedades modernas desde instancias diversas, así privadas como públicas, al amparo del Estado como garante y regulador. El máximo desarrollo de este concepto y de su aplicación se alcanza en el seno de los países democráticos de economía capitalista. Dadas las supuestas características pluralistas de estas sociedades, la aspiración del Estado de bienestar plantea mayor complejidad de índole política, económica y ética. Así el cúmulo de problemas se extiende para el interés de las diversas disciplinas, debiéndose ceñir nuestro análisis a los ámbitos de la ética y de la sociología donde atender, específicamente, a los asuntos de la libertad y de la alienación posibles en estas sociedades.


Los creadores del Estado del bienestar reconocieron, en coincidencia con el diagnóstico de los marxistas, que en el capitalismo la acumulación de riqueza por los propietarios implica el empobrecimiento de los no
propietarios. Pero el Estado de bienestar, en confrontación con el diagnóstico de los marxistas, no se proponía eliminar las causas de este fenómeno tan negativo –que hacía impopular al capitalismo–, sino sólo los efectos: únicamente aspiraba a atenuar los conflictos que se derivan de tales diferencias. El gran
instrumento de esta auto-reforma del sistema capitalista es el sistema fiscal, que atiende a la subvención de las actividades del Estado y, sobre todo, a una redistribución menos discriminatoria de la riqueza producida.
De acuerdo con Keynes, a quien corresponde la paternidad del Estado social, éste se propone la combinación y conjunción de un crecimiento económico ilimitado, por un lado, y por el otro, una mejor redistribución de la riqueza, una mayor justicia social, lo que queda resumido en la llamada fórmula
keynesiana: Desarrollo económico más bienestar social.


Aquí el Estado aparece no sólo como garante del orden público, de la defensa exterior y del imperio de la ley, sino como distribuidor más justo de la riqueza, como protector de los sectores más débiles y, sobre todo, como previsor de futuro para los más pobres; gracias al Estado, el individuo se encuentra amparado literalmente desde la cuna a la tumba, porque el Estado está presente de modo eficaz en todos los momentos de la vida de la persona. El capitalismo, que se había mostrado profundamente celoso de las intromisiones del Estado en la sociedad, utiliza ahora a aquél para irrumpir en ésta.


El llamado compromiso socialdemócrata expresa muy bien la gran operación del Estado de bienestar keynesiano. Aquí el movimiento obrero renuncia a poner en cuestión las relaciones de producción –a poner en cuestión la propiedad privada–, a cambio de la garantía de la intervención estatal en el proceso de redistribución a fin de asegurar condiciones de vida más igualitarias, seguridad y bienestar a través de los servicios, asistencia y defensa del empleo. Existe un compromiso o acuerdo entre clases instituido políticamente, mediante el cual los trabajadores aceptan prácticamente todo, a cambio de la seguridad de un nivel mínimo de vida y de los derechos liberal-democráticos. Como consecuencia, las organizaciones de la clase obrera (sindicatos y partidos políticos) reducen sus reivindicaciones. Crecimiento económico y seguridad social son indispensables, pues cada clase debe prestar atención a los intereses de la otra clase.


Las clases poseedoras aceptan las políticas de redistribución de las rentas, a cargo del Estado, pero exigen la intangibilidad de los fundamentos de la producción capitalista: la propiedad privada de los medios de producción, sin limitación. Las clases subalternas aceptan esa intangibilidad de los fundamentos de la producción a cambio de la política de rentas y del reconocimiento, por las clases propietarias, de sus propias instituciones (partidos y sindicatos).


Es lo que se denomina la “reconciliación de capitalismo y democracia”. El fundamento ideológico del Estado de bienestar se encuentra en la tesis keynesiana de que la economía no es capaz por sus propios resortes de lograr el equilibrio con pleno empleo de los recursos. Al contrario, Keynes llegó a demostrar que se puede alcanzar la situación de equilibrio (una situación de la que la economía no esta en condiciones de salir de sí misma), pero manteniendo un alto grado de desempleo. Tal situación no era, por supuesto, deseable. Y, sin embargo, ante ella no cabía más alternativa que forzar las cosas desde fuera para reactivar la economía y salir del desempleo.


Esta tarea era responsabilidad del Estado. Ahora bien, puesto que para Keynes la causa última de este estancamiento era la resistencia a invertir (él estaba convencido –en contra de sus predecesores– de que el ahorro no se transformaba automáticamente en inversión), dos posibles caminos se ofrecían al Estado para contrarrestar esta tendencia: gastar él más de lo que podía, endeudándose a través del déficit público (política fiscal), o abaratar el dinero mediante tipos de interés bajo que animaran a la inversión retraída (política monetaria). La solución fue un Estado intervensionista cuya política estaba a mitad de
camino entre la política fiscal y la política monetaria.


1.2 Tipos de estado del bienestar


Cabe delimitar dos formas, situadas en los dos extremos de una gradación ideal, del concepto de Estado de bienestar según la clasificación de Lebeaux y Wilensky. Estos distinguen bienestar social de carácter: Residual. La concepción residual considera que las instancias proveedoras de bienestar deben actuar tan sólo en el caso de insuficiencia de las “estructuras normales” con ese fin. Reclama del Estado una mínima intromisión en los asuntos del bienestar social, sosteniendo que son la familia y el mercado las “estructuras normales” referidas. Sólo en el caso de insuficiencia de estos mecanismos debe el Estado erigirse en garante del cumplimiento mínimo de estas asistencias. Los méritos del ciudadano resultan el principal criterio de conformación de su bienestar y no la necesidad. Institucional. Observa los servicios como constituyentes básicos y constantes de las sociedades desde el Estado. Alienta una mayor cobertura de los servicios por parte del Estado.


Titmus distingue tres formas de Estado de bienestar: a) residual; b) logro personal-cumplimiento laborar y c) institucional redistributivo. La segunda forma, novedosa respecto a la anterior clasificación, se perfila como la atención a las necesidades sociales desde el punto de vista de la productividad y del rendimiento. Titmus añade que es necesario apreciar, adecuadamente, tres categorías de bienestar de cuya distinción cabría reconocer las variedades y matices que, en sus políticas, abordarían los diversos Estados. Así señala: a) bienestar social; b) fiscal; y c) ocupacional. La primera de estas categorías de bienestar atañe a los servicios sociales, la segunda a los subsidios y desgravaciones y la tercera, por último, a las retribuciones y derechos derivados de la actividad laboral. Cabe deducir, pues, que Titmus incorpora un nuevo criterio en su segunda clasificación. Si en la primera que hemos revisado, era el del papel del Estado en la provisión del bienestar ahora es el aspecto particular de bienestar que debe garantizarse.


1.3 Avatar histórico del Estado de bienestar


La expresión “Estado de bienestar” se acuña por vez primera en el Reino Unido durante los años de la Segunda Guerra Mundial como manera de aludir a las transformaciones en política social que acontecían en esta sociedad por aquel tiempo. Norman Johnson resume en tres grupos estos cambios:


La introducción y ampliación de una serie de servicios sociales en los que se incluía la seguridad social, el Servicio Nacional de Salud, los servicios de educación, vivienda y empleo, y los de asistencia a los ancianos y minusválidos así como a los más necesitados. El mantenimiento del pleno empleo como el objetivo político primordial. Un programa de nacionalización.


Decisivos en esta concepción resultaron tanto el pensamiento de Keynes como algunos aspectos del socialismo fabiano. Pareciera ser que estas transformaciones se produjesen como un logro exclusivo y propio de la sociedad británica. Sólo hoy se admite la procedencia del Estado de bienestar desde el ámbito de todas las sociedades de economía capitalista. Esta procedencia, además, conoce una evolución que culmina en el llamado Estado de bienestar. Los recientes estudios históricos que analizan el fenómeno advierten sus signos ya en la política sueca social de fines del XIX, en los proyectos de garantías sociales de Bismarck del mismo período. Así pues, la gran parte de los países adscritos a la forma de economía capitalista se encaminan en el mismo proceso de constitución del bienestar social aunque a distintas velocidades y como respuesta a dos desarrollos fundamentales: la formación de Estados nacionales, su transformación en democracias de masas después de la Revolución Francesa, y el desarrollo del capitalismo, que se convierte en el modo de producción dominante después de la Revolución Industrial. Ciertamente, el requerimiento de la sociedad democrática insiste en la necesidad de mayor igualdad y en la de garantizar la seguridad económica y de servicios. Del mismo modo la economía capitalista emergente y asentada procura, en la concesión del bienestar, una suerte de salvación de sus propias contradicciones. La constatación de la existencia de las diferentes vías de formación del Estado de bienestar de los distintos países capitalistas ha supuesto la apertura de una discusión teórica que se establece entre quienes pretenden atribuir tales diferencias desde, fundamentalmente, factores socioeconómicos y quienes lo hacen desde otros de tipo político. Los primeros sostienen la existencia de un vínculo causal inmediato entre el desarrollo económico y las garantías de bienestar. Aún así tal consecuencia no resulta tan evidente. Estos analistas insisten, además, en que el desarrollo económico debilita el papel de la familia y transfiere al Estado la cobertura de las necesidades y apoyos tradicionalmente gestionados por aquella. Por otra parte la nueva constitución social que proviene de este desarrollo requiere mayor especialización profesional, someterse a los avatares de los mecanismos de una economía que entraña mayores riesgos en la seguridad de la propia solvencia que deben ser previstos. En el otro caso, el de la explicación de índole política, se atiende a factores tales como el papel de los partidos políticos y del aparato burocrático. La importancia de los primeros en la consecución del bienestar se nutre de la competencia entre estos grupos en la búsqueda del voto, por un lado, y del mayor peso de las exigencias de los partidos situados a la izquierda. En lo que atañe a la participación del corpus burocrático, ésta resultaría fundamental en el logro de la provisión del bienestar en tanto que resultaría imposible realizar semejante tarea sin una administración eficaz. Mas no solamente por esto. A la postre el sistema racional burocrático refina el propio método de gestión ajustándose al ámbito de posibilidades que puede ofrecer el proyecto político.


Si bien esta disputa entre los partidarios de una explicación predominantemente política o económica ha alimentado buena parte de la literatura en torno a la sociedad del bienestar, en la actualidad se ha llegado a una complementariedad de ambos esquemas como lo demuestran los trabajos recientes de Heidenheimer, Castles y Heclo. Hechas estas consideraciones, proseguimos con la descripción del desarrollo histórico del estado de bienestar. Nos encontramos, así, en la declaración universal de los derechos humanos de las naciones unidas, de 1948, al fin de la Segunda Guerra Mundial, con la homologación del conjunto de los derechos sociales y económicos con aquellos otros políticos y civiles en un afán de universalidad. En el documento se lleva a tal proclamación: “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado para la salud y bienestar propios y de su familia, incluyendo alimentación, el vestido, la vivienda, asistencia técnica y los servicios sociales necesarios, y derecho a la seguridad en el caso de desempleo, enfermedad, incapacidad, viudedad, vejez o en otros casos de falta de sustento en circunstancias que escapan a su control”. La adhesión a este principio entre los países capitalistas fue general en mayor o menor medida. Desde ahí se aprecia con mas nitidez La tendencia global en Europa y en Estados Unidos hacia la absorción de un alto porcentaje de los recursos económicos a través de la presión fiscal con miras al gasto público. Este planteamiento actual ha nacido desde tres etapas de bienestarismo, según el estudio de Heclo. La primera de estas etapas, desde los años 1870 hasta el segundo decenio del siglo XX, es llamada “periodo de experimentación”. En este periodo se producen los debates sobre los principios fundamentales como es el papel del estado. Coincide esta fase con la expansión del régimen democrático y con el surgimiento de nuevos medios de organización laboral. Tras este primer estadio se define un segundo, entre los años treinta y cuarenta, de mayor planificación y de asentamiento de la política social creciente, sobre todo en Europa, la convicción de que la actuación del Estado, a través del gobierno, puede ser determinante en la moderación de la desigualdad y en el aumento de las seguridades sociales. Por último se asistiría a un tercer estadio, previo inmediatamente al actual, en el curso de los años cincuenta y sesenta, de máxima asistencia social desde el esplendoroso desarrollo de la economía. De este modo, desde el final de la gran guerra, vemos cuatro factores clave para comprender el talante de este tercer estadio: a) el impacto de la guerra y el consecuente deseo de estabilidad en Europa occidental como defensa tanto contra el comunismo como contra el fascismo; b) el recuerdo del desempleo de entreguerras y el deseo de los electorados, al menos en Europa occidental, de no volver a tener gobiernos que no estuvieran comprometidos en políticas de pleno empleo y reforma social; c) crecimiento económico sostenido; d) aceptación de las teorías económicas keynesianas. Es en este estadio donde hallamos el apogeo del Estado de bienestar. En la actualidad, sin embargo, las opiniones de los analistas se ciernen sobre la crisis profunda, a diferencia de hace unos años, que atenaza al Estado de bienestar de nuestros días.


1.4 Caracteres básicos del Estado de bienestar


El Estado de bienestar se caracteriza por: Intervensionismo en la política económica. En el Estado de bienestar, y bajo la inspiración keynesiana, se han abandonado en la práctica algunos de los elementos de la teoría liberal del Estado, y así ha dejado de ser no intervensionista, estimándose que llega a controlar entre el 40-50% del PIB.


Intervención en el mercado de trabajo en orden a la promoción del pleno empleo. Para ello el Estado de bienestar hubo de regular un tanto paternalista y coactivamente las condiciones de seguridad y de higiene en el trabajo, así como el salario mínimo interprofesional, que es progresiva y frecuentemente actualizado.


Presidir las “negociaciones colectivas”. El Estado de bienestar actúa de árbitro en negociaciones a tres bandas, con la presencia de los sindicatos y la patronal


Procurar la seguridad social para toda la población.


Generalizar un alto nivel de consumo. Tal pretensión estaba fundada en la idea de que el consumo estimula la creación de puestos de trabajo y, por ende, la promoción del empleo, de suerte que la mejor inversión estaría en la obtención de un universo de consumidores; por otro lado, los consumidores se convierten, por serlo, en elementos integrados en el sistema.


Garantizar un nivel de vida mínimo incluso para los marginados. En el Estado de bienestar se da una explosión del “gasto social” que tiene como contrapartida la obtención de un “voto cautivo”, un voto fiel de aquellos ancianos, parados, etc., cuya supervivencia depende de la citada subvención estatal.


Subsidiar políticas educativas y culturales. De este modo se obtiene el control de las ideologías y de los intelectuales, gracias al sistema de subvenciones y asignaciones controladas, favorables a los fieles y sumisos al sistema, y contrarias a sus críticos.


Intervenir con políticas monetarias y presupuestarias.


Con ello se trata de evitar la caída de la economía así como aquellos procesos sociales que puedan terminar en revoluciones o revueltas.


En definitiva, los criterios más importantes del estado de bienestar son:


Globalización: el Estado de bienestar se dirige a toda la población, tanto activa como pasiva, y se extiende a todas las necesidades básicas sociales de la persona.


Política activa contra la marginación: las personas y los grupos marginados o marginales podrán encontrar las condiciones que les posibiliten ejercer sus derechos reconocidos legalmente para todos los ciudadanos.


Prevención: esta actuación intenta conocer los problemas, dándoles una solución previa.


Generalización: sin tener en cuenta las diferencias basadas en el estatus social, en sus recursos culturales, económicos, sanitarios, etc., deben reconocerse los derechos del hombre fundamentales: vivienda, trabajo, alimentación, etc.


Autonomía: los entes autonómicos o los Estados federales disfrutan de su propia capacidad de planificación en sus territorios.


Participación: el usuario de los servicios también debe participar en la resolución de sus propios problemas.


Coordinación: las políticas de solidaridad deben actuar coordinadamente, sin que los diferentes ámbitos políticos se interfieran negativamente en su repercusión en la donación de servicios.


2. Fundamentos filosóficos del Estado de bienestar


El Estado de bienestar ha tenido sus fundamentos ideológicos en una teoría económica (el capitalismo) y en una doctrina filosófica (el utilitarismo) y, en función de los cambios en estas doctrinas, podemos distinguir dos grandes etapas en el Estado de bienestar; la primera de ellas, que abarcaría hasta los años treinta tiene su fundamento en la primera economía del bienestar y en el utilitarismo cardinalista clásico; la segunda de ellas, desde los años treinta hasta hoy, tiene su fundamento en la nueva economía del bienestar y en el utilitarismo ordinalista. En este apartado nos centraremos básicamente en el estudio de los aspectos filosóficos del estado de bienestar, estudiando por ello principalmente las doctrinas utilitaristas.


Las teorías de la justicia pueden ser de dos tipos: 1) teorías que se limitan a establecer un conjunto de procedimientos, la estricta observancia de los cuales haría a una sociedad justa independientemente del resultado. A esas teorías se las llama deontológicas, y su esquema general es el siguiente: definen un conjunto de derechos y llaman justa a cualquier sociedad que respete esos derechos, sean cuales fueren las consecuencias que el respeto de los mismos traiga consigo. Y 2) teorías que, en cambio, determinan sustantivamente un resultado al que debe llegar cualquier sociedad que quiera merecer la calificación de justa. A esas teorías se las llama consecuencialistas, y su esquema general es el siguiente: primero definen el distribuendum, aquello que hay que distribuir, y luego determinan el criterio, o el conjunto de criterios, con que hay que proceder a la distribución. Justa es, según una teoría consecuencialista, toda sociedad que llegue al resultado de un reparto del distribuendum por ella definido acorde con los criterios por ella determinados.
2.1 El utilitarismo cardinalista clásico y la primera economía de bienestar


Las teorías consecuencialistas pueden clasificarse según el modo en que definen lo que hay que distribuir y según los criterios que proponen para distribuirlo. La primera economía de bienestar –hasta los años 30 del presente siglo– puede entenderse como una versión precisa y formalizada de la ética social utilitarista decimonónica clásica.


En el utilitarismo clásico, el distribuendum, aquello que hay que distribuir entre los componentes de la sociedad, es la utilidad cardinal. Por utilidad pueden entenderse dos cosas distintas: a) el grado de satisfacción de los deseos o preferencias de los individuos; o b) la cantidad de placer de los individuos. En la economía normativa se impuso la primera interpretación; es decir, el grado de utilidad se interpretó como que el grado de satisfacción de los deseos de los individuos es equivalente a afirmar que el bienestar, la felicidad de los individuos, se reduce a colmar preferencias, de modo que lo que hay que distribuir entre los individuos de la sociedad es el bienestar o la felicidad así entendidos.


Para el utilitarismo clásico la utilidad tiene dos propiedades métricas definidas por la economía de bienestar. En primer lugar, la utilidad es cardinalmente medible, es decir, podemos asignar un número –no meramente ordinal– a los deseos de los individuos. (Eso implica que podemos hacer operaciones aritméticas tales como sumar, restar, multiplicar y dividir las diversas utilidades que diversos objetos o actividades pueden generar en un individuo). En segundo lugar, la utilidad es una medida interpersonalmente conmensurable, lo que implica que también podemos operar aritméticamente con las diversas utilidades de los diversos individuos). Además de esas dos propiedades métricas, se supone que la utilidad tiene un conjunto de propiedades topolóticas (convexidad, conectividad, continuidad, etc.) que hacen que una función matemática de utilidad caiga bajo el teorema de Weierstrass y se pueda afirmar la existencia en ella de un único máximo.


Como criterio de distribución, el utilitarismo clásico decimonónico había propuesto la fórmula de “la mayor utilidad para el mayor número posible de individuos” de Bentham. El utilitarismo de la primera economía de bienestar sustituye esa fórmula por el siguiente criterio: es justa la sociedad que consigue maximizar la suma de las utilidades de todos los individuos, es decir, maximizar la felicidad del conjunto de la sociedad. La viabilidad técnica de ese criterio depende crucialmente de que se cumplan las propiedades métricas y topológicas atribuidas a la utilidad. Pues si la utilidad no fuera cardinalizable, no podría sumarse las diversas utilidades y desutilidades de un mismo individuo; si no fuera interpersonalmente comparable, no podrían sumarse utilidades de individuos diversos; y si la función de utilidad no cayera bajo el teorema de Weierstrass, no podría maximizarse.


Ahora bien, aunque el distribuendum sea la utilidad, no se puede ir distribuyendo y redistribuyendo directamente utilidades; hay que hacerlo indirectamente mediante recursos generadores de utilidad. Por eso es inevitable referirse a la relación utilidad-recursos. Si el bienestar subjetivo o la utilidad tuvieran una relación lineal con los bienes económicos, el problema sería muy sencillo: la distribución de bienes objetivos equivaldría exactamente a la distribución de bienestar subjetivo. El supuesto más importante del utilitarismo cardinalista en su concepción de la relación utilidad subjetiva-recursos objetivos es la ley psicológica de Fechner-Weber, que describe a esa relación como logarítmica. En general, cuantos más recursos se tengan, menos utilidad generará una unidad adicional de ellos, y cuantos menos recursos haya, mayor utilidad se obtendrá de una unidad adicional.


Un gobierno utilitarista convencido de todo lo que se acaba de decir no tendría, en principio, más que una política económica justa a su disposición, a saber: empezar una redistribución a gran escala de recursos, expropiando a los ricos a favor de los pobres, un proceso que sólo habría de detenerse en el momento en que el último céntimo arrebatado a un rico generara en éste una desutilidad igual a la utilidad que el destinatario pobre del mismo fuera capaz de conseguir. Porque ese momento coincidiría exactamente con el máximo de la función de utilidad social agregada, es decir, en ese momento se conseguiría maximizar el monto total de la felicidad (entendida utilitaristamente) de la sociedad.


Esta teoría afronta, sin embargo, dos grandes tipos de problemas:


2.1.1 Problemas el consecuencialismo


Los principales problemas que un formato consecuencialista acarrea a una teoría normativa tienen que ver con las dificultades de esta teoría para respetar los derechos incondicionales de los individuos (en el plano de la ética social) y para acomodar los compromisos (en el plano de la ética individual).


Supongamos que, dado el perfil de las utilidades individuales en una sociedad, lo que maximizara la función agregada de utilidad social fuera la esclavización del 2% de sus miembros menos capaces de generar utilidad. El utilitarismo cardinalista estaría obligado entonces a considerar como justo ese cupo de esclavitud. Para ser antiesclavista, el utilitarismo necesitaría demostrar antes que, por alta que sea la utilidad social global de mantener un cupo de esclavos, siempre hay una institucionalización alternativa, no esclavista, de la vida económica que arroja una utilidad social agregada superior –algo que depende de las circunstancias históricas y de los hechos, no de la perspectiva normativa adecuada–. Con lo que nos encontramos con que esta teoría parece violar intuiciones ético-personales y ético-sociales que parecen básicas.


La respuesta a esta dificultad fue la reformulación del utilitarismo como utilitarismo de las reglas, en la esperanza de sacar a la teoría del atolladero en el que la había sumido su interpretación tradicional como utilitarismo de los actos. Según esa reinterpretación, habría que admitir que la promoción de la máxima utilidad social puede venir más de la observancia de determinadas reglas (como las que recomiendan respetar derechos), que de la realización de determinados actos. Así, por ejemplo, un utilitarista reformado en esa dirección no tendría dificultad en recomendar el respeto incondicional de la norma que obliga a respetar la libertad de las personas o, al menos, que prohibe esclavizarlas si un cálculo de utilidad demostrara que obedecer esa norma lleva –al menos a la larga– a cotas de utilidad social superiores.


2.1.2 Problemas de la utilidad cardinal


La pretensión de que la única información relevante a la hora de hacer juicios normativos es la información procedente de la cardinalización de la utilidad conlleva tres problemas éticos:
1) El problema de que la información sobre el origen de las funciones de utilidad de los individuos (es decir, sobre la formación de sus deseos y preferncias) queda fuera del alcance valorativo de la teoría. Supongamos que llevaran razón los cronistas patriarcalistas del esclavismo y que, efectivamente, muchos esclavos estuvieran satisfechos con su condición de tales. Hay un montón de mecanismos psicológicos adaptativos que pueden explicar eso: reducción de disonancias cognitivas, pensamiento desiderativo, etc. Parecería natural que una teoría normativa se interesara por esos mecanismos y los cribara: llegara desear algo simplemente para reducir la disonancia cognitiva que genera una realidad muy amarga, por ejemplo, no puede ser tan “legítimo” como llegarlo a desear en un contexto relativamente libre de coerciones. Pues bien: excluir la información sobre el origen de las preferencias implica la imposibilidad conceptual de distinguir entre mecanismos “legítimos” e “ilegítimos” de adquirir deseos.


2) En segundo lugar está el problema de la responsabilidad de los individuos respecto de sus propias preferencias. Si se toma como distribuendum la utilidad cardinal, la utilidad que le genera a Pedro el consumo compulsivo de caviar iraní contará tanto, a la hora de distribuir recursos, como la utilidad que le genera al paralítico Juan una silla de ruedas. Sin embargo, parece que hay un sentido en el cual puede decirse que Pedro es éticamente responsable de tener gustos caros, mientras que no puede responsabilizarse a Juan de su parálisis: quizá la sociedad debe contribuir a financiar la necesidad de Juan, pero no se ve por qué habría de subvencionar los caprichos de Pedro. Es mas: si resultara que Pedro fuera persona de buen temperamento y un excelente generador de bienestar subjetivo (de utilidad), mientras que Juan fuera un ser permanentemente amargado, mal generador de utilidad por muchos recursos que se le transfirieran, el utilitarista cardinalista podría incluso llegar a recomendar que no se financiara la silla de ruedas de Juan y se invirtieran todos los recursos disponibles en la subvención del caviar de Pedro. Pues, al excluir la información que permite hacerlas, la métrica de la utilidad cardinal es ciega ante esas distinciones cotidianas sutiles, y así, embota la sensibilidad ética de ellas dimanante. Aunque frecuentemente se presenta al utilitarismo como el producto de una civilización individualista, lo cierto es que en la cultura pública de una sociedad utilitarista los individuos nunca se harían responsables de sus preferencias y de sus gustos.


3) Problema de las “preferencias inmorales”.


Las funciones de utilidad se consideran dadas en la sociedad, y no se califican moralmente. La tarea ético-social de las autoridades públicas es agregar de algún modo esas utilidades y procurar que satisfagan el o los criterios de justicia distributiva considerados correctos. Eso quiere decir que, a la hora de distribuir los recursos públicos para satisfacer de un modo justo los deseos de los miembros de la sociedad, los deseos altruistas, generosos, solidarios, tolerantes y modestos cuentan, en principio, lo mismo que los deseos egoístas, envidiosos, sádicos, intolerantes y onerosos. Es más: si los individuos depositarios de “preferencias inmorales” sienten esas preferencias con más intensidad y fanatismo que los depositarios de “preferencias morales” (y son, por lo tanto, mayores generadores de utilidad subjetiva), serán acreedores a transferencias de recursos mucho mayores, lo que, una vez más, va contra la intuición.


2.2 El utilitarismo ordinalista de la “nueva economía de bienestar”


Las dificultades del utilitarismo cardinalista llevaron a sustituirlo por una versión ordinal del mismo. Medir ordinalmente la utilidad significa conformarse con la información acerca del orden de preferencias de los individuos, renunciando a la información sobre la intensidad de esas preferencias.
La primera implicación de ese cambio de métrica es que con números ordinales no se pueden realizar operaciones aritméticas, razón por la cual no puede ya hablarse de funciones de utilidad social agregadas mediante la suma (o la multiplicación) de las funciones de utilidad individuales. De aquí se sigue que cualquier criterio de justicia que presuponga ese modo de agregar las utilidades individuales (maximización de la suma, maximización del producto, etc.) es inviable partiendo de una métrica ordinal de la utilidad. El cambio de métrica dejaba al nuevo utilitarismo huérfano de criterios de justicia redistributiva más o menos remotamente emparentados con el utilitarismo filosófico decimonónico.


La nueva economía de bienestar recurrió inmediatamente al criterio de eficiencia económica usado por la teoría económica y lo hizo suyo como criterio normativo de justicia. Este criterio es el criterio de optimalidad de Pareto: una situación es un óptimo de Pareto si y sólo si nadie puede mejorar su utilidad sin empeorar la de otro. El criterio puede entenderse también como una condición de unanimidad: no estamos en un óptimo de Pareto si nadie veta un posible cambio, o, lo que viene a ser lo mismo, si nadie sale perjudicado con el cambio y al menos uno sale ganando; al revés, estamos en un óptimo de Pareto si al menos uno veta el cambio.


Que una sociedad justa satisfaga la optimalidad paretiana parece una condición necesaria indiscutible (sobre un marco utilitarista), pues equivale a decir que, siempre que sea posible mejorar el bienestar de alguien sin perjudicar al de otros, hay que hacerlo. Mas pretender que ese criterio sea también suficiente como criterio de justicia distributiva plantea dos problemas, uno metodológico, y otro ético-social.
El problema metodológico es que una teoría normativa que se conformara con la optimalidad paretiana como criterio de justicia sería una teoría muy poco informativa. Pues el óptimo de Pareto es compatible con las estructuras socio-económicas más dispares desde el punto de vista redistributivo. Una teoría normativa que se limitara a afirmar que una sociedad justa debe ser una sociedad económicamente eficiente, Pareto-óptima, sería una teoría evaluativamente impotente ante la muchedumbre de situaciones sociales que pueden llegar a satisfacer esa condición.


El problema ético consiste en que la optimalidad paretiana es compatible con situaciones de extrema desigualdad. Supongamos una sociedad de libre mercado en la que, debido a unas dotaciones iniciales extremadamente desiguales, se llegara a un óptimo de Pareto en el que el 1% de la población recibiera el 99% de los recursos. Cualquier intento de cambiar esto, procediendo a grandes redistribuciones de recursos de los ricos hacia los pobres, en busca de otro óptimo de Pareto más equitativo, quedaría fuera del alcance de la teoría, y tendría que ir, por así decirlo, normativamente a tientas.


Para solucionar el problema de elegir entre óptimos de Pareto distintos se pensó lo siguiente: dada la frontera de óptimos paretianos accesibles a una sociedad, encarguemos a la sociedad misma que elija el que ella quiera mediante algún mecanismo de elección social. Por mayoría simple, democráticamente, la democracia sería un mecanismo de elección que se compadecería bien con el utilitarismo ordinalista, pues ella misma se limita a proporcionar información ordinal sobre las preferencias de los electores. Optimalidad paretiana más elección democrática podría resultar un buen candidato para un criterio de justicia destinado a devolver al utilitarismo la capacidad selectiva e informativa perdida en la metamorfosis ordinalista.


Sin embargo, estas esperanzas se vieron frustradas en 1951, cuando John Kenneth Arrow demostró que la combinación de optimalidad paretiana y democracia no es viable. El teorema de Arrow demuestra que ningún mecanismo de elección social (incluida la democracia) puede respetar simultáneamente un conjunto de condiciones todas ellas aparentemente muy razonables. Esas condiciones son básicamente seis:


COa. Dominio no restringido de la función de elección social (que garantiza que todas las ordenaciones individuales de preferencias serán tenidas en cuenta por la función de elección social).


COb. Exogeneidad y estabilidad de las preferencias (las preferencias son exógenas al proceso de elección social, y no varían a lo largo de ese proceso).


C1. Racionalidad colectiva (que garantiza fundamentalmente que la función de elección social respetará alguna condición débil de transitividad).


C2. Independencia de alternativas irrelevantes 8que asegura que si, por ejemplo, en el menú de un restaurante se puede optar entre cocido y gazpacho, y Pedro elige cocido, luego, por el simple hecho de que se le ofrezca una tercera posibilidad, arroz, Pedro no nos avergonzará diciendo: “Estupendo, ¿así que también hay arroz? Pues ... en tal caso, en vez de cocido, comeré gazpacho”.


C3. Optimalidad paretiana


C4.No Dictadura (que excluye la dictadura de uno de los miembros como mecanismo de elección social.
Arrow demostró que, dadas COa y COb, {C1, C2, C3, C4}.


Los resultados de Arrow han sido fuertemente criticados. Entre todas las críticas, las más interesante parece ser aquella según la cual la condición C2 no es razonable. La condición C2 puede parecer muy razonable en el ejemplo puesto anteriormente. Pero no lo es en el siguiente: entre votar a la izquierda o al centro, Pedro prefiere la izquierda; sin embargo, al observársele que en las próximas elecciones podría ganar una tercera opción, la derecha, Pedro decide cambiar de voto, votar “útil”, y dar su papeleta al centro.


3. Problemas actuales: ¿crisis del Estado de bienestar?


En el ámbito de estos nuevos análisis a los que aludimos se señalan cuatro elementos básicos que contribuyen a cuestionar la solvencia del Estado de bienestar: 1) problemas de tipo económico; 2) problemas de gobierno; 3) problemas de tipo fiscal; 4) crisis de legitimidad. Estos tres tipos de problemas se combinan para crear una crisis de legitimidad.


3.1 Problemas de tipo económico


Se inician con la grave crisis del petróleo acaecida en 1973 que produjo la importante recesión en todo el mundo. Esta recesión se manifestó en tasas más bajas de crecimiento económico, en niveles más altos de desempleo y en tasas inferiores de inversión, en notable contraste con lo ocurrido en los decenios inmediatamente anteriores. La caída de las inversiones ha sido determinante en la crisis. Surge, entre algunos analistas, la sospecha que esta caída venga propiciada, también, por un crecimiento del gasto público. Defensores de esta tesis se muestran Bacon y Eltis. Otro interesante problema desde el punto de vista económico es el que observa O’Connor donde, a largo plazo, el Estado de bienestar puede reducir las oportunidades de acumulación de capital en pro de un mayor asentamiento del individualismo que busca tan sólo mejores salarios y servicios: «La política social tiene el efecto de hacer más autónomos a los individuos no en relación con el control de los medios de producción capitalista sino en relación con el acceso y control de los medios de subsistencia». La política social tendría, por tanto, efectos similares a la acumulación de viviendas, bienes de consumo duraderos y otros.


3.1.1 Buchanam: el contrato postconstitucional y el Estado productivo


Según Buchanam la función protectiva del Estado no es propiamente electiva. El Estado no es responsable de la ley y de los derechos que garantiza, sino de que se cumpla esa ley y de que esos derechos, previamente instituidos, se respeten.


Este Estado legal o protectivo, la institución de la ley, interpretada ampliamente, no es una instancia decisoria. No tiene una función legislativa, y no está propiamente representado por las instituciones legislativas. Este Estado no incorpora el proceso a través del cual las personas en la comunidad eligen colectivamente, más que privada o independientemente. Este último proceso caracteriza el funcionamiento del conceptualmente separado Estado productivo, esa agencia a través de la cual los individuos se proveen a sí mismos de “bienes públicos” en el contrato postconstitucional. En este último contexto la acción colectiva se extiende como un complejo proceso de intercambio en el que participan todos los miembros de la comunidad. Este proceso está adecuada representado por las instancias legislativas, y el proceso decisorio, de elección, es denominado con propiedad “legislatura”. En vivo contraste con esto, el Estado protectivo que lleva a cabo la tarea coercitiva que se le asigna en el contrato constitucional, no hace “elección” alguna en el sentido estricto de este término. Ideal o conceptualmente, la exigencia coercitiva de cumplimiento podría ser mecánicamente programada con anterioridad a la violación de la ley. Un contrato o derecho se viola o no se viola; ésta es la determinación que ha de hacer “la ley”. Y esta determinación no es una “lección” en el sentido clásico según el cual los beneficios de una alternativa se miden contra sus costes de oportunidad (los beneficios a los que se renuncia). “La ley”, impuesta por el Estado, no es necesariamente el conjunto de resultado que mejor representa algún tipo de balance de intereses opuestos. Propiamente interpretada, “la ley” que se impone es la que se especifica que debe ser impuesta en el contrato inicial, cualquiera que éste sea (The limits of Liberty)


A partir de la “distribución natural” de bienes el contrato constitucional establece los derechos de cada individuo y determina así lo que a cada uno pertenece. Esto supone una evidente mejora para todos. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que se haya alcanzado la máxima utilidad posible para todos los miembros del grupo; significa tan sólo que cualquier avance en utilidad habrá de hacerse, bien mediante un esfuerzo productivo individual (es decir, mediante el trabajo personal), bien mediante el intercambio de los derechos de propiedad constitucionalmente fijados incluyendo genéricamente, por supuesto, los frutos del trabajo. Mediante el comercio, aportando a los demás lo que nos sobra a cambio de lo que nos falta.
Este proceso comercial voluntario constituye la sociedad de mercado y da lugar a los fenómenos interpersonales que representan el objeto tradicional propio de la economía, referido a los bienes privados y al proceso interpersonal, y privado por tanto, en el que se intercambian libremente bienes y servicios.
Si los derechos individuales están bien definidos y son mutuamente aceptados por las partes, las personas estarán voluntariamente motivadas a iniciar comercios de bienes y servicios que sean divisibles, de aquellos que se caractericen por la plena o casi plena divisibilidad entre personas distintas o pequeños grupos. Es decir, más o menos espontáneamente emergerán mercados a partir de la conducta de individuos centrados en su interés propio, y los resultados serán beneficiosos para todos los miembros de la comunidad. Los beneficios potenciales del comercio serán plenamente explotados, y todas las personas saldrán ganando con respecto a sus iniciales posiciones postconstitucionales con dotes bien definidas y capacidades asentadas en una estructura de derechos humanos y de propiedad legalmente vinculante (ibíd, p. 36)


Más allá del común beneficio posible y realizado por los intercambios personales, los miembros de una comunidad pueden obtener ulteriores beneficios si se ponen de acuerdo en contribuir, no cada uno al beneficio de otro (eso es el comercio normal), sino cada uno al beneficio de todos. Se trata de un nuevo tipo de contrato que tiene por objeto la provisión y consumo de bienes públicos, por oposición a los bienes privados propios del comercio interpersonal.


Respecto de estos bienes, el “contrato social”, es decir, el acuerdo constituyente de una comunidad, no se limita a lo que Buchanan define como “estadio constitucional”, sino que tiene que ampliarse en un contrato postconstitucional que tiene por objeto la producción y consumo de bienes públicos. La ordenada anarquía constituida por el desarrollo económico postconstitucional se ve ahora puesta en cuestión por la ampliación del contrato social a ese ámbito económico: la colectividad, de alguna forma institucionalizada, sí que tiene al final algo que decir sobre el intercambio de bienes y servicios.


Muchos teóricos de la “Economía del bienestar” sostienen que una comprensión individualista de la vida social puede bastar para explicar la dinámica propia de los mercados, con los bienes que comporta. En ese ámbito está justificado el principio liberal de no-injerencia. Pero los bienes públicos tienen que ser responsabilidad colectiva y, por tanto, su provisión y distribución ha de tener un carácter político, supraindividual. Lo que justifica los bienes públicos es un poder estatal que no es meramente protectivo, sino que es productivo y distributivo, por encima de las voluntades individuales de los miembros de una comunidad. Si acaso serán responsabilidad de una “voluntad general”, políticamente articulada mediante mecanismos de representación mayoritaria; pero no se puede pretender respecto de ellos la aquiescencia de voluntades particulares, incapaces de constituir bien público alguno, movidas como están por el interés propio, y no por el interés general, que sería exclusivo de los magistrados políticos.
La escuela pública de la “elección pública” no niega en absoluto la existencia de esos bienes públicos, ni siquiera su necesaria extensión en una sociedad compleja. Precisamente ése es el objeto de su reflexión; y su pretensión es explicar el desarrollo de ese contrato postconstitucional en esta dimensión pública, a partir de las mismas condiciones de racionalidad económica individualista que son suficientes para explicar los procesos económicos del libre mercado.
Nosotros consideramos la acción colectiva como una forma de actividad humana mediante la cual se hacen posibles mutuos beneficios. De este modo, consideramos que la actividad colectiva, como la actividad de mercado, es una tarea genuinamente cooperativa en la que todas las partes, conceptualmente, pueden ganar (The Calculus of Consent, p. 266)
La elección pública entiende que los bienes públicos son igualmente objeto adecuado de elección privada, es decir, se constituyen en un proceso voluntariamente acordado de intercambio de derechos que responde a una dinámica económicamente racional movida por el interés general de las partes.
Algunos de los potenciales beneficios del comercio que están disponibles para todos los miembros del grupo no emergerán espontáneamente, incluso si los derechos individuales iniciales están bien definidos y garantizados. El intercambio de bienes públicos genuinos no se consumará voluntariamente en el mismo marco institucional que facilita el intercambio de bienes privados (The Limits of Liberty, pp. 37 ss.)


En la medida en que haya bienes públicos, el máximo de Parte
para una sociedad no es alcanzable espontáneamente: hay situaciones en las que
todas las partes saldrían beneficiadas, que no se logran porque, para cada una
tomada aisladamente, resulta económicamente rentable, aquí y ahora, no cumplir
lo que sería necesario para alcanzar ese óptimo de Pareto, aunque al final
resulte ella misma perjudicada.
La conclusión precipitada por parte de los partidarios de la
mano pública es que el máximo de Pareto, el Bienestar Social, no es
espontáneamente obtenible sin un punto de coerción social, sin una voluntad
general capaz de imponer el “bien común” e impedir el “mal común” por encima de
la voluntad de las partes. Esta conclusión, diría Buchanan, es apresurada,
porque, con el fin de asegurar la provisión de bienes públicos aún puede
resultar posible, y necesaria, la ampliación del contrato social desde el
estadio constitucional, que tiene por objeto la asignación y garantía de los
derechos individuales, al estadio postconstitucional con el objetivo de
suministrar bienes colectivos a partir del intercambio de los bienes y derechos
inicialmente asignados, sobre la misma base de unanimidad del contrato
constitucional.
Si es posible pensar una reorganización de esos derechos de la
que todos salgan beneficiados, esa unanimidad es por principio posible. El
problema de los bienes públicos no es distinto al problema de la ley, o la
tendencia al incumplimiento de los contratos privados en ausencia de una
autoridad que exija coercitivamente el cumplimiento de lo unánimemente aprobado.
Del mismo modo como es racional para las partes acordar en el ámbito
constitucional la obligatoriedad de la ley, e incluso de los contratos privados,
lo es también extender el poder coercitivo del estado a los acuerdos para la
provisión de bienes públicos. La única condición es que esos bienes sean
eficientes desde el punto de vista de Pareto, es decir, que constituyan un bien
que para todos compense los costes; y por tanto un bien cuya provisión y consumo
pueda en principio ser objeto de una decisión unánime. El contrato es social no
tanto en función de su objeto común, sino porque por su propia naturaleza afecta
a la totalidad, y, por supuesto, por la autoridad que se le da al Estado para
perseguir las infracciones. De este modo es posible la provisión de bienes
públicos, objetos de una decisión colectiva, pero que se asienta sobre la base
individualista de no dar a nadie un poder de decisión que no proceda, en cada
caso, de la voluntad particular.
Una regla de unanimidad garantizará a cada individuo que no será dañado por la acción colectiva. Pero los individuos, hasta y al menos que se organicen específicamente bajo un “contrato social” como el indicado, no alcanzarán privada e independientemente resultados eficientes mediante intercambio o comercio voluntario (The Limits of Liberty, p. 38)
Pero las dificultades para esta provisión contractual y libre de bienes públicos, teóricamente posible desde el punto de vista individualista, continúan con la consideración de otros problemas que este punto de vista implica.
En primer lugar, lo que Buchanan llama “costes transaccionales”. Aparte de lo que las partes tienen que aportar, todo acuerdo tiene unos costes que son inherentes a la misma transacción. Pues bien, los costes de transacción de un acuerdo social en condiciones de unanimidad para la provisión de un bien social, pueden ser enormes. El tiempo que todos tendríamos que dedicar a la discusión política anularía los posibles beneficios del acuerdo; sobre todo teniendo en cuenta que esos costes se disparan conforme nos acercamos a la exigencia de unanimidad.
Aparte el simple esfuerzo por llegar al acuerdo en las mejores condiciones de igualdad, hay que tener en cuenta que forman parte de esos costes de transacción las dificultades que se derivan de que el beneficio que se busca con el acuerdo no es el mismo para todos. Es cierto que todos tienen que beneficiarse si la condición de unanimidad tiene que ser exigida; pero no todos por igual. Ello ofrece la posibilidad de resistencias estratégicas (chantaje, en términos coloquiales). La exigencia de unanimidad multiplica los costes transaccionales estrictamente políticos en contra del principio individualista de que los intereses individuales valen sólo por uno.
Parece que un acuerdo para unirse a una colectividad que fuese a tomar decisiones sólo bajo la regla de unanimidad, podría lograrse de forma no coercitiva. Semejante acuerdo puede requerir, sin embargo, que a ciertos miembros del grupo se les permita ganancias diferencialmente superiores sólo por su resistencia a cooperar. Por otro lado, si se concede este tipo de tratamiento diferencial, podría a su vez hacerse inaceptable para personas que de otra forma estarían dispuestas a acordar lo pactado. El principio, básico en el orden político colectivo, de igual trato, sería violado en el origen. Por paradójico que pueda parecer, la conclusión es que una colectividad que incluya a todos no puede organizarse voluntariamente, ni siquiera una que esté muy limitada por una requerida adhesión a una regla de unanimidad en la decisión de opciones colectivas (ibíd., p. 39)
De este modo, los partícipes del acuerdo constitucional no
pueden acordar una regla de unanimidad, por ideal que ésta sea para la
salvaguarda de su libertad individual, para la continuación postconstitucional
del contrato social con vista al intercambio tendente a realizar bienes
públicos. Porque de acordar esto estaría aprobando, o la inviabilidad de esos
acuerdos postconstitucionales productivos de bienes públicos, o la posibilidad
siempre abierta de un chantaje político en cada uno de esos acuerdos.
Parece que a fin de poder llegar a acuerdos para la provisión
de bienes públicos, los partícipes del contrato social se verían obligados a
adoptar normas de decisión en las que no se exija la unanimidad, y por tanto a
asumir la posibilidad de que otros, pocos, muchos, la mayoría más o menos
cualificada, todos menos yo, decidan lo que yo tengo que hacer, cómo tengo que
contribuir y en qué medida puedo beneficiarme, de la provisión de esos bienes
públicos. En consecuencia no está asegurado que esos bienes públicos sean bienes
para mí, y no hay ninguna garantía de que mi situación vaya a mejorar por la
decisión adoptada. La posible mejora de bienestar social, el individuo la paga
con el riesgo de pérdida de bienestar personal.
Está claro que esa producción y distribución de bienes públicos
puede afectar a los derechos de propiedad iniciales, ya que esos bienes públicos
tienen carácter comercial e implican la reasignación de derechos. De este modo,
la producción y distribución de bienes públicos encomendada a la colectividad,
esto es, a algún tipo de agencia política que actúa en nombre de la
colectividad, puede fácilmente tener resultados confiscatorios.
De aquí se sigue que si se adopta un contrato constitucional que define diferentes personas en términos de derechos de propiedad, y si esos derechos se entiende en general que suponen la inclusión en una comunidad política autorizada a tomar decisiones colectivas bajo reglas menores que la unanimidad, cada persona tiene, en esta etapa original, que haber aceptado las limitaciones de sus propios derechos que este proceso decisorio debe producir (ibíd., p. 43)
La ampliación postconstitucional del contrato social limita los derechos constitucionales según las reglas decisorias de ese proceso postconstitucional. Ahora nos cabe considerar dos casos. En el primer caso esas reglas decisorias por menos que unanimidad “están restringidas externamente de forma que se garanticen resultados que podrían, conceptualmente, haber sido alcanzados unánimemente, sólo que sin dificultades de discusión y acuerdo”, es decir, sin costes de transacción. En este caso, el abandono de la regla de unanimidad tiene un claro sentido práctico, y se garantiza que no será lesivo, porque en cualquier caso los resultados del proceso de producción y distribución de bienes públicos redundará en beneficio de todos, y no tendrá por tanto carácter expropiatorio.
En el segundo caso, no hay reglas que restrinjan la acción colectiva en el sentido expuesto: “un individuo se puede encontrar sufriendo pérdidas netas de utilidad por el hecho de ‘participar’”. En el primer caso los derechos quedaban relativizados en el sentido de que la colectividad o la agencia política podían decidir sin tener en cuenta la decisión de cada uno, pero siempre a favor de todos. En la práctica esa relativización consiste en negar a los particulares el derecho a boicotear el proceso de formación de la elección pública, negándosele así el adicional derecho, en absoluto considerado en la asignación original, de obtener ulteriores rentas políticas. En este segundo caso, sin embargo, la relativización de los derechos es absoluta, y la colectividad puede actuar expropiatoriamente.
Una colectividad que no restringe su acción en el sentido de reflejar en ella el mismo consenso que ha dado lugar al proceso constituyente, anula ese mismo contrato constituyente. La operativa política puede entonces anular el acuerdo fundacional y convertirse en elemento que erosiona los derechos y que puede llegar a hacer burla de ellos, hasta convertirse en una institución propia del estado de naturaleza.
En la medida en que se permite a la acción colectiva romper los límites impuestos por el carácter mutuo de las ganancias del intercambio, tanto directo como indirecto, la comunidad ha dado un paso importante de vuelta a la jungla anarquista (ibíd., p. 50)
La acción política se hace explotadora. Pues, del mismo modo
como en ese estado de naturaleza no había derechos, y los hombres tenían que
invertir en acoso y defensa, de igual manera la acción política, si no se la
restringe en el sentido indicado, puede convertirse en medio salvaje de obtener
títulos y riqueza.
La acción política es vista por los votantes como una inversión
de carácter económico en el que, a cambio de votos, obtienen rentas. Ya no se
trata de exigir al poder público que proteja derechos previamente delimitados,
sino precisamente lo contrario: que redistribuya mediante un proceso expropiador
esos derechos individuales. La producción, asignación y coercitiva financiación
de bienes públicos, en un sistema decisorio en el que no se requiere el consenso
y que no está limitado constitucionalmente por derechos individuales (civiles y
de propiedad) previamente definidos, se convierte en la excusa perfecta para
cuestionar todo derecho previo. “Esto equivale a decir que sólo la colectividad,
el gobierno, tiene algo que pueda ser llamado derecho”.
El pacto fundacional de una sociedad, genera, a fin de
garantizar, coercitivamente si es necesario, los derechos acordados, un poder
colectivo, un Estado, frente al que los individuos rinden su soberano derecho al
uso de la fuerza. Con ello hemos creado la posibilidad de la tiranía. Muy
rápidamente hemos supuesto que ese Leviathan es controlable por el mismo
pacto constitucional cuyo contenido define la acción protectiva del Estado. Pero
la necesidad de una ulterior colaboración social en la producción de bienes
públicos, exige una ampliación del pacto constitucional en acuerdos
postconstitucionales de carácter productivo y distributivo, que no pueden
limitarse a procedimientos consensuados sino que deben regirse por reglas
decisorias que pueden dejar fuera, al menos, a minorías para las que esos
acuerdos pueden ser perjudiciales y lesionar derechos previamente definidos.
3.2 Problemas de gobierno


Se observa una posible sobrecarga de la actividad estatal a
través del gobierno. No pocos analistas anuncian, incluso, una “bancarrota
política” desde posiciones centro-derecha. Se aprecia, desde la izquierda, un
intento de revisar el modelo de intervencionismo del Estado. Esta previsión a
corto plazo de “bancarrota política” se alcanzaría en tres fases: la primera de
ellas consiste en saturar la economía por medio de la expansión del gasto
público y del consentimiento de que el beneficio salarial de la familia se sitúe
sobre la capacidad general de la economía. La segunda supone una mengua del
beneficio familiar precisamente forzada por su acusado fortalecimiento. La
tercera acusa la desconfianza y el descontento de los ciudadanos al constatar
que sus representantes no protegen sus intereses como ellos desean.
En general se percibe una reconsideración del intervencionista
poco favorable a éste, denunciándose la ineficacia de su gestión. Desde la
“nueva derecha” esta denuncia resulta más insistente, acusando a los partidos
políticos de demasiado proclives a atender, en provecho de su conquista de
votos, una insaciable demanda de servicios desde buena parte del electorado. Así
se establecería una suerte de “mercado político” solapado al libre mercado
económico. Ciertamente las políticas económicas de corte keynesiano otorgaron
justificación a los endeudamientos del estado siendo, simultáneamente, exitosos
sus proyectos sin preverse, a la larga, esta sobrecarga y la munificencia de la
ciudadanía. Para muchos cabe advertir una sobrecarga en el volumen
administrativo en tanto existe y proliferan un gran número de protocolo
programas de actuación a cargo de los burócratas que, una vez aprobados, puede
no ser desmantelados si es el caso de que ya no son útiles, con la consiguiente
acumulación de planes inservibles y presupuestados. En definitiva, desde la
perspectiva de la “nueva derecha” se plantea la necesidad de un mínimo
intervencionismo del Estado y un retorno a la política del “laissez
faire”. Esta demanda proviene de una identificación entre la libertad, en su
sentido más sustantivo, y la libertad económica y persigue, a la postre, una
fórmula del bienestar social de carácter residual donde el estado ciña su
protección de los individuos de la coerción, como mediador en las disputas y,
garante de las estructuras básicas del dejarles social.
En el caso de los analistas de izquierda, sumidos aún en el
replanteamiento de sus fundamentos políticos tras los acontecimientos del este
europeo, el diagnóstico sobre el actual estado de bienestar, en tanto que
acuciado por una sobrecarga en sus atribuciones no discrepa absolutamente del
anterior. Pero su interpretación consiguiente si resulta un tanto divergentes.
Para éstos los problemas derivan de las propias contradicciones del capitalismo.
Así Offe señala que una de estas contradicciones “es que mientras que el
capitalismo no puede coexistir con el estado de bienestar tampoco puede existir
sin él mismo”. En esta misma línea insiste Wolfe anunciando la contradicción que
se produce entre las teorías políticas liberales y democráticas del estado: Las
primeras pretende facilitar la acumulación de capital y las segundas aspiran a
la participación máxima de todos los ciudadanos; así lo expresa: “La crisis de
legitimidad se produce por la incapacidad del separado capitalista avanzado para
mantener su retórica democrática si trata de preservar la función de acumulación
o la incapacidad para exportar una mayor acumulación si trata de que sea de
verdad de ideología democrática”. Wolfe indica como forma de superación de la
contradicción la implantación de un socialismo realista donde los ciudadanos
dispongan de cauces efectivos donde manifestar sus inclinaciones sobre la
inversión y la distribución de la riqueza.
3.3 Problemas de tipo fiscal


Lugar de acuerdo más evidente entre los analistas de uno u otro
signo es ante los problemas fiscales que padece el Estado de bienestar. Los
analistas de la “nueva derecha” lo relacionan con el excesivo ámbito de
proyección de los recursos en aras de cubrir mayores áreas de participación del
Estado. Para aquellos otros adscritos a la izquierda el problema fiscal deriva
de las contradicciones que supone el intervencionismo del Estado en la sociedad
capitalista. El problema fiscal, en general, resulta de buscar el equilibrio
entre la demanda de servicios por parte de la ciudadanía y su aceptación del
pago de impuestos. El desequilibrio nace, según Kohl, por los sucesivos aumentos
de oferta de los servicios públicos que requieren mayores impuestos
simultáneamente. Si la oposición a la subida impositiva cobra más fuerza se
produce un abismo entre las iniciativas de gasto público y los ingresos reales
del Estado. La crisis se provoca, pues, por el déficit de las arcas estatales
que pretenden sostener la oferta de bienestar público sin una correspondencia
real de ingresos. Desde el punto de vista de la izquierda ha sido O’Connor quien
más detenidamente ha estudiado el sistema fiscal. Este parte de la idea de que
el Estado en las sociedades capitalistas acomete, como tareas prioritarias, la
acumulación de capital y su legitimación, pudiendo ambas provocar un conflicto
entre sí. En su opinión la existencia de los servicios sociales desde el Estado
tiene como finalidad la garantía del apoyo público y la legitimación de las
fórmulas de acumulación de capital. Esta acumulación se realiza a través de dos
caminos: por medio del gasto público en infraestructura económica (vías de
comunicaciones, transporte, ... y haciendo frente a los costes de reproducción
de la fuerza de trabajo a través de la provisión de la educación, vivienda, etc.
Así es que el Estado afronta estos gastos, pero los beneficios obtenidos recaen
en la propiedad particular. Concluye O’Connor: «Cada clase social y económica y
cada grupo quiere que el gobierno gaste más y más dinero en más y más cosas.
Pero ninguno quiere pagar nuevos impuestos o unos tipos más elevados en los
antiguos impuestos. En realidad casi todo el mundo quiere unos impuestos más
bajos».
Una análisis especialmente interesante y reciente sobre el
problema actual es el que nos ofrece Galbraith, aunque dedicado de modo
particular a la sociedad norteamericana actual. En este caso el rechazo a la
contribución fiscal, por parte de un amplio sector “satisfecho” socialmente,
proviene de la negativa a proporcionar al sector más empobrecido beneficios que
constituyan una dádiva y no un logro obtenido en el libre juego del mercado. El
papel del Estado no debe ser, en opinión de esta mayoría “satisfecha”, nunca
intervencionista salvo en dos casos específicos: el gasto militar y el apoyo
económico a las instituciones financieras en quiebra. El asunto de fondo queda
escrito en estas palabras de Galbraith:
Los afortunados pagan, los menos afortunados reciben. Los afortunados tienen voz política; los menos afortunados no. Sería un improbable ejercicio de caridad que los afortunados reaccionasen calurosamente ante unos gastos que benefician a otros. Por eso se considera el Estado, con todos sus costos, como una carga sin funciones, algo que es para los afortunados en una medida notable. En consecuencia, hay que reducirlo al mínimo, junto con los impuestos que lo sostienen; de lo contrario, se vería coartada la libertad del individuo. Y los políticos responden con toda lealtad. Hacer campaña para un              cargo prometiendo mejores servicios para los más necesitados a un coste aún más alto es algo que muchos, tal vez todos, consideran un ejercicio de suicidio político.
Se plantea el problema, pues, de la asociación entre voz política-voto y solvencia económica. El talante de esa mayoría “satisfecha” fuerza a los representantes de su gobierno a acometer una empresa de distribución de los fondos públicos como es la exigida por el electorado, del que queda desvinculado, precisamente, el sector económicamente más débil. La mayoría “satisfecha” presenta algunos rasgos que merecen enunciarse para comprender mejor el fenómeno al que venimos aludiendo. En primer lugar el convencimiento pleno de que pertenecen a una “meritocracia” donde sus beneficios son el justo resultado de su dedicación y esfuerzo. La equidad nunca debe servir para eliminar algún beneficio a quien lo ha obtenido lícitamente en el marco del libre mercado. En segundo lugar una oposición a la actividad del Estado salvo en los asuntos de pensiones, garantías financieras y desarrollo militar. Por último, en tercer lugar, una tácita tendencia a optar por el beneficio a corto plazo sin que los posibles riesgos de un vago futuro pesen en la decisión. De aquí que la fiscalidad se observe como una carga innecesaria (salvo en los casos mencionados) que entorpece, en la mayor parte de las situaciones, el desarrollo del sistema “meritocrático”.
3.4 Crisis de legitimidad


Si tenemos en cuenta los problemas suscitados en las páginas precedentes y se llega a tal situación en la que el Estado o bien no alcanza a satisfacer lo que promete o bien es conminado a eliminar gran parte de los fondos dispuestos para provisión social resulta altamente probable que la ciudadanía comience a retirar su confianza al proyecto y se produzca menoscabo de su legitimidad. En este sentido resulta interesante el análisis que el alemán Habermas lleva a cabo en su libro Crisis de legitimación. Aquí afirma que «el sistema político precisa una lealtad de las masas que es todo lo difusa que le sea posible». En el capitalismo desarrollado el Estado se torna muy activo interviniendo en la economía a favor del capital, amparando las infraestructuras que aquel retiene. Esta implicación del Estado estimula su legitimación que debe equilibrar los impuestos con la provisión satisfactoria de los ciudadanos. Para Habermas estos desequilibrios producidos en la realidad son indicios de una posible crisis en la que aún no estamos sumergidos. En resumen, el actual modelo general de Estado del bienestar recibe diatribas desde los puntos de vista de la derecha y de la izquierda. Los autores del primer grupo insisten en que el Estado de bienestar es culpable de los desproporcionados gastos en la organización general privando de autonomía a la libertad individual en aras de una ficticia igualdad entre los ciudadanos a los que exime de iniciativa personal en detrimento de la productividad. Los autores del segundo grupo se muestran interesados en detectar las contradicciones del Estado capitalista y de bienestar. Advierten también que, si es cierto que el Estado de bienestar ha reportado ciertas mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores particularmente, no ha supuesto una transformación profunda en la distribución de la riqueza puesto que el afán que mueve a aquel es el interés del capital. Como dice N. Johnson: «el Estado podría estar más preocupado por el control social que por el cambio social, en tanto se prevé desde las instancias del          poder político que los beneficiados por la provisión social se tornen provechosos y dóciles para el Estado».
El Estado de bienestar es un Estado democrático, y en democracia no sólo tiene el poder quien deposita su voto en la urna; hay muchas más fuentes de poder, entre otras: las corporaciones económicas y profesionales, las asociaciones patronales y sindicales, los colegios profesionales, etc. Todas estas asociaciones tienen una gran presencia y reconocimiento públicos, presionando al legislador. La legislación se hace así pactada, concertada con el propio Parlamento: con ello se amplían los potenciales de legitimación y paz social pero, a su vez se subordinan en ocasiones los intereses generales a esos de las más fuertes corporaciones, con residuos casi de democracia orgánica. El resultado es así un Estado fuerte con los débiles y débil con los fuertes. No todo el mundo tiene el mismo peso, la misma fuerza, el mismo poder, en la mesa de la negociación: y prácticamente ninguno los no corporativizados, o los pertenecientes a débiles corporaciones. De la vieja desigualdad individualista liberal se puede así estar pasando o haber pasado a una desigualdad grupal o corporativa, desde luego disfrutada o sufrida también en última instancia por individuos particulares.
3.4.1 Hayek: el espejismo de la justicia social


Cuando desde criterios propios de una moral comunitaria se pretende regular el orden moral y legal propio del orden extenso, a fin de que en la sociedad, que viene a ser entendida entonces como un cuasi-organismo unipersonal, se alcancen los fines que serían propios de una comunidad interpersonal de ámbito reducido surgen –según Hayek– problemas tanto de justicia como de convivencia. Es el tipo de dinámica que entra en juego cuando se entiende que la sociedad es responsable de satisfacer las necesidades de los individuos. Comienza entonces a hablarse de “justicia social”, como armonía cuasi-familiar por la que la sociedad, organizada por el poder del Estado, se hace responsable de que los individuos logren aquellos fines que se supone competen a su dignidad. Ello supone una radical transformación de la idea de justicia. Ya no se trata en ella de delimitar el orden privado a partir del cual se puede seguir el intercambio de los medios de los que los individuos pueden disponer para el logro de cualesquiera fines que decidan proponerse, sino que se trata ahora de aportar coercitivamente –mediante una política redistributiva– los medios necesarios para que todos los ciudadanos alcancen los fines –una determinada educación, una concreta asistencia sanitaria, una específica seguridad social –que las autoridades determinan como aquellos que deben poder ser logrados por todos los ciudadanos.
Con esta idea de justicia social ocurren varias cosas. En primer lugar se descompone a partir de ella el marco legal en el que los hombres disponían de su propiedad, de forma tal que a través de esa libre disposición se abrían los cauces de información necesarios para la mejor disposición de los recursos.
Para los modernos, la justicia era lo que legalmente definía el marco de lo posible, sin determinar los fines que desde ese marco se podían alcanzar. Se trataba de lo que los teóricos del derecho llamaban una idea procedimental o deontológica de justicia. Responde a esta idea lo que llamamos “reglas del juego”. Según ella es injusto echar la zancadilla al compañero de carrera, pero no correr más que él y llegar antes a la meta. Por el contrario, la idea contemporánea de justicia es teleológica, tiene esencialmente que ver con los resultados, y pretende compensar por las posibles desigualdades en el punto de partida –como si los corredores más veloces tuvieran que partir de más atrás para que fuera justa la carrera–.
Su argumentación en contra de la así llamada justicia social se apoya en la inviabilidad histórica de un modelo de sociedad que se apoyase en ella. De este modo, por medio de tales errores, se llaga a llamar “social” lo que en realidad constituye el principal obstáculo para la buena marcha de la “sociedad”.
Suele afirmarse que el calificativo “social” es aplicable a todo aquello que reduce o elimina las diferencias de renta. ¿Por qué se califica de “social” a semejante corrección? ¿Se trata, acaso, de un método destinado a propiciar la mayoría, es decir, a obtener por este medio unos sufragios que vengan a sumarse a los que ya se espera conseguir por otros cauces? Es posible que así sea, pero también es cierto que toda exhortación a que seamos “sociales” constituye un paso más hacia la “justicia social” que el socialismo propugna. Y así, el uso del término “social” se hace virtualmente equivalente a propiciación de la “justicia distributiva”. Ahora bien, todo ello es radicalmente incompatible con un orden de mercado competitivo y con el aumento e incluso mantenimiento de la población y riqueza actuales. De este modo, por medio de tales errores, se llega a llamar “social” lo que en realidad constituye el principal obstáculo para la buena marcha de la “sociedad”. Lo “social” debería más bien tacharse de antisocial (La fatal arrogancia, p. 45)
Y es que no hay término medio: una sociedad que pretendiese
garantizar determinados resultados en el reparto de recursos necesariamente
tiene que sustituir –en una medida proporcional a su pretensión– el libre juego
de las iniciativas individuales por la decisión administrativa acerca del mejor
uso de dichos recursos con vistas a los resultados que se quieren obtener. Y ya
sabemos el resultado: toda la información necesaria para esas decisiones se
encuentra dispersa y fuera del alcance de toda posible autoridad centralizada.
En suma, forzar el curso social hacia esos resultados que se estiman dignos de
ser alcanzados implica el dispendio del principal bien que ofrece una sociedad
libre, a saber, la información necesaria para el mejor uso de los recursos, que
depende de la libre disposición de éstos por sus propietarios.
En realidad, insistir en que todo cambio futuro sea justo equivale a paralizar la evolución. Esta impulsa a la humanidad tan sólo en la medida en que se van produciendo situaciones no propiciadas por nadie y que, en consecuencia, no cabe prever ni valorar sobre la base de cualquier principio moral. A este respecto, basta preguntarse cómo sería hoy el mundo si antaño alguien hubiera podido, como por arte de magia, imponer sobre sus semejantes determinados criterios de justicia basados en la igualdad y el mérito. Resulta fácil colegir que, en dicho supuesto, la sociedad civilizada no habría llegado a aparecer. Un mundo rawlsoniano jamás llegaría a la civilización, ya que al reprimir las diferencias, habría paralizado la posibilidad de nuevos descubrimientos. En ese mundo careceríamos de esas señales abstractas que permiten a los distintos actores descubrir las necesidades que siguen insatisfechas tras las innumerables alteraciones experimentadas por las circunstancias y que, además, permiten orientar el comportamiento hacia la optimización del flujo productivo facilitado por el sistema.
Pueden los intelectuales seguir empecinados en el error de creer que el hombre es capaz de diseñar nuevas y más adecuadas éticas “sociales”. En definitiva, tales “nuevas” reglas constituyen una evidente degradación hacia módulos de convivencia propia de colectivos humanos más primitivos, por lo que son incapaces de mantener a los miles de millones de sujetos integrados en el macro-orden contemporáneo (ibíd., p. 129)
3.5 Alternativa al Estado de bienestar


Como consecuencia de todos los problemas mencionados más arriba, Elías Díaz propone como alternativa al Estado de bienestar lo que él denomina Estado democrático de Derecho, el cual debería tener las siguientes características:
1) Paso de un Estado casi exclusivamente obsesionado y a remolque de un imposible e indiscriminado intervencionismo en exceso cuantitativo, hacia un Estado de intervención mucho más cualitativa y selectiva: que éste, por querer hacer demasiadas cosas no deje de ningún modo de hacer, y de hacer bien (sin corrupciones, chapuzas, ni despilfarros), aquello que le corresponde hacer en función de las metas, necesidades y obligaciones generales que nadie va a tener interés ni posibilidad de atender tanto como él. Importancia, pues, del Estado, de las instituciones jurídico-políticas, frente a los simplismos liberales, por la derecha, pero también frente a los reduccionismos libertarios, por la izquierda, aunque recuperando de éstos el énfasis en la sociedad civil.
2) Se trataría de esforzarse por construir desde aquellos valores más democráticos una sociedad civil más vertebrada, más sólida y fuerte, con un tejido social más denso, de trama mejor ensamblada e interprenetrada, más ajustada, donde la presencia de las corporaciones económicas, profesionales, laborales, sea complementada y compensada con la de los nuevos movimientos sociales o la de las plurales organizaciones no gubernamentales con su tan decisiva acción a través del voluntariado social. Pasar del corporativismo al cooperativismo, de una exclusiva ética de la competición a una ética también de la colaboración. La calidad de vida, y no tanto la cantidad de productos consumidos y destruidos (medio ambiente incluido), serían objetivos más concordes con tal modelo de sociedad.
Mayor presencia e intervención, pues, de la sociedad civil pero operando ahora en toda su plural plenitud y no sólo en privilegiados sectores, estamentos o poderosas corporaciones; y, a su vez, imprescindible acción en el Estado de Derecho de las instituciones jurídico-políticas. Intentando superar las tendencias unilaterales de, por un lado, la socialdemocracia y el Estado social, que confiaron en exceso y casi en exclusiva en las instituciones, y de, por otro, los movimientos libertarios, siempre recelosos de éstas, esperándolo todo de una mitificada sociedad civil.
3) En el campo de la economía y de la producción, el necesario sector público de ella ya no sería sólo ni tan prioritariamente sector estatal, sino que asimismo actuaría y se configuraría a través de un más plural y dinámico sector social; y junto a ellos está el espacio, que tiene y debe tener muy amplia presencia, del sector privado, que opera más prevalentemente con los criterios y las instancias del libre mercado.
En el Estado democrático de Derecho el imperio de la ley no es, ni debe ser en modo alguno reductible al mero reconocimiento de la iusnaturalista ley del mercado. A diferencia de la acumulación privada del capital (guiada, como es lógico, por fines de lucro, rentabilidad y crecientes tasas de beneficio, con riesgos en gran parte asumidos por el capital social), el Estado y el gasto público actúan en sectores que no generan ganancias ni, por tanto, acumulación, pero que son absolutamente necesarios (servicios, infraestructuras) para el grupo social, y de ahí la exigencia de una adecuada política fiscal.
4. La herencia ilustrada: libertad, igualdad, autonomía


4.1 Libertad e igualdad


Dos conceptos han conocido importancia preeminente sobre un tercero en su proclamación conjunta al cabo de la Revolución Francesa: “libertad” e “igualdad” en detrimento de “fraternidad”. Hoy, popularmente, se tienden a asociar en sus significados quizá por su vecindad recitativa en aquella proclama. No obstante, ya en el seno de la Ilustración, en la emergencia del pensamiento liberal, y entre los analistas de la incipiente sociedad de masas moderna se planteó, como en la obra de Kant, el problema de libertad versus igualdad. La tradición clásica del liberalismo ha venido definiendo la igualdad como igualdad ante la ley. Esta se configura como la determinación de unas reglas de fuego a las que deben someterse todos los partícipes y cuyos fines son cobijar y amparar la libertad de decidir sus negociaciones y actos. El objetivo principal de esta idea liberal ha sido conseguir la reducción de la coerción por el gobierno así como La regla de libre negociación. Para el pensamiento liberal los hombres son diferentes en sus capacidades y necesidades. De aquí surge el requerimiento de distinguir entre tratar a la gente de manera igual y hacerlos iguales. Intentar hacerlos iguales exige un mecanismo de corrección en unos y no en otros, lo que supondría tratarlos de manera desigual. En este aspecto importante coincide otro pensamiento surgido también del seno de la ilustración: La tradición socialista. La “igualdad”, en este caso, tampoco pretendió, en su concepción, sugerir un carácter liberador en todos los aspectos. Lo que Marx y los primeros marxistas solicitaban era la desaparición de los “privilegios de clase” y de las “distinciones de clase”, en general de aquellas formas arbitrarias sancionadas socialmente. Si éstas fuesen descartadas sólo se presentarían las diferencias de carácter natural. Que la magnitud de las posesiones de un hombre fuese mayores que las de otro quedaba justificado si aquellas hubiesen sido labradas como recompensa proporcional a una labor. Estas consideraciones sobre la igualdad, liberal y socialista, atañen a su sustancia. D. Bell se encarga de abordar el problema distinguiendo tres dimensiones posibles de la igualdad:


Igualdad de condiciones. Aquí se hace referencia a las
libertades públicas o derechos políticos y civiles como la igualdad ante la
ley o el derecho de libre movimiento.


Igualdad de medios. Aquí se alude a la igualdad de
oportunidades donde no prevalezcan distinciones por rango o clase. El
pensamiento liberal ha dado amparo a este principio, exigiendo la igualdad de
que cada individuo pueda alcanzar el máximo provecho por medio de sus
capacidades naturales aplicadas al propio esfuerzo en el seno de las reglas de
juego social. Desde estas el individuo puede aspirar a un mejor status social pero, precisamente por su esfuerzo y no merced a las arbitrariedades
externas.


Igualdad de resultados. Atiende al hecho de que, si bien los
logros personales por los que un individuo alcanza mayor rango social
legitiman este, no deben servir su posición o autoridad para tan sólo obtener
desmesurada ventaja material y social sobre otros.


El problema de la igualdad y del mérito se encuentran en la base del problema de la “justicia social” que confiere consistencia al discurso del Estado de bienestar. Ciertamente esta consideración debe tenerse en cuenta en tanto que el Estado debe disponer de una concepción sólida a este respecto para actuar sobre la distribución de la riqueza.
4.2 Autonomía


En ¿Qué es la Ilustración? Kant formula algunos principios básicos de lo que considera atributos supremos del nuevo hombre que, por mor de la Razón alcanza una nueva dimensión ética en la cual sus actos quedan desvinculados de la mera emoción, de la piedad o del sentimentalismo, y sólo obedece al imperativo categórico. En algunas de estas páginas Kant dedica su atención a la posibilidad nueva que se le abre al hombre con carácter universal: la plena adopción de una autonomía tanto en el juicio como en la acción en el seno de un absoluto consenso que llegan al inequívoco fin racional. Kant abomina del paternalismo y del servilismo como las formas más deplorables de despotismo. La autonomía ética por la cual un individuo dispone, libremente, de su quehacer supone la máxima conquista del hombre postrrevolucionario y es Kant quien se encarga de formalizar ese ímpetu surgido en las postrimerías del siglo XVIII. Pero, ¿qué significa “libremente”? Es crucial determinar aquí que esta “libertad” a la que alude el pensador alemán no es sino el resultado del ejercicio de aplicar el régimen racional que ha superado la crisis, la criba de la razón práctica. El asunto nos lleva a una nueva antropología y, si cabe, a un nuevo humanismo. Este concepto formalizado por Kant conoce el mismo talante en la obra de Voltaire u otros librepensadores coetáneos. El sueño moderno ilustrado se deslumbra por el resplandor de las “luces” y pretende que el hombre, convenientemente instruido, pueda ser lo que se desee en el saludable ejercicio de la razón. Pero ¿qué hay de cierto en esta concepción?. Si bien es cierto que el proyecto ha calado profundamente en la conciencia del hombre contemporáneo, no menos lo es que las pautas de comportamiento que impone la sociedad regida por el Estado moderno cercenan esta capacidad para transformarla en mero asentimiento y desvinculación de la acción moral en tanto se participa en entidades que, dotadas de una impecable estrategia basada en el principio máximo beneficio/mínimo coste, favorece el distanciamiento del individuo del vasto plan en el que se inmiscuye sin conocimiento del fin total de la tarea a la que él contribuye en la segmentación de decisiones y aportaciones, de modo que no puede ver ni asumir su responsabilidad compartida. Si los pensadores ilustrados concebían la Humanidad libre, equitativa y fraterna, supeditando su consecución a la educación como cultivo de las potencias raciocinantes, el mundo contemporáneo nos devuelve la paradoja de una concepción de la sociedad regida por un modelo de Estado en el que triunfa el paradigma racional-burocrático aséptico, dominado por la planificación del logro de un fin en el que sólo caben la eficiencia y la economía de medios, agilizados, para la obtención de los máximos resultados. Tecnócratas y funcionarios, gestores de empresa privada se erigen en los verdaderos geómetras de la construcción social, quizá en los verdaderos últimos representantes del viejo proyecto computacional pitagórico-platónico. La pretendida autonomía moral del hombre moderno queda en entredicho si revisamos la columna que vertebra el modelo de Estado contemporáneo: el sistema burocrático.
4. La herencia ilustrada: libertad, igualdad, autonomía


4.1 Libertad e igualdad


Dos conceptos han conocido importancia preeminente sobre un tercero en su proclamación conjunta al cabo de la Revolución Francesa: “libertad” e “igualdad” en detrimento de “fraternidad”. Hoy, popularmente, se tienden a asociar en sus significados quizá por su vecindad recitativa en aquella proclama. No obstante, ya en el seno de la Ilustración, en la emergencia del pensamiento liberal, y entre los analistas de la incipiente sociedad de masas moderna se planteó, como en la obra de Kant, el problema de libertad versus igualdad. La tradición clásica del liberalismo ha venido definiendo la igualdad como igualdad ante la ley. Esta se configura como la determinación de unas reglas de fuego a las que deben someterse todos los partícipes y cuyos fines son cobijar y amparar la libertad de decidir sus negociaciones y actos. El objetivo principal de esta idea liberal ha sido conseguir la reducción de la coerción por el gobierno así como La regla de libre negociación. Para el pensamiento liberal los hombres son diferentes en sus capacidades y necesidades. De aquí surge el requerimiento de distinguir entre tratar a la gente de manera igual y hacerlos iguales. Intentar hacerlos iguales exige un mecanismo de corrección en unos y no en otros, lo que supondría tratarlos de manera desigual. En este aspecto importante coincide otro pensamiento surgido también del seno de la ilustración: La tradición socialista. La “igualdad”, en este caso, tampoco pretendió, en su concepción, sugerir un carácter liberador en todos los aspectos. Lo que Marx y los primeros marxistas solicitaban era la desaparición de los “privilegios de clase” y de las “distinciones de clase”, en general de aquellas formas arbitrarias sancionadas socialmente. Si éstas fuesen descartadas sólo se presentarían las diferencias de carácter natural. Que la magnitud de las posesiones de un hombre fuese mayores que las de otro quedaba justificado si aquellas hubiesen sido labradas como recompensa proporcional a una labor. Estas consideraciones sobre la igualdad, liberal y socialista, atañen a su sustancia. D. Bell se encarga de abordar el problema distinguiendo tres dimensiones posibles de la igualdad:


Igualdad de condiciones. Aquí se hace referencia a las
libertades públicas o derechos políticos y civiles como la igualdad ante la
ley o el derecho de libre movimiento.


Igualdad de medios. Aquí se alude a la igualdad de
oportunidades donde no prevalezcan distinciones por rango o clase. El
pensamiento liberal ha dado amparo a este principio, exigiendo la igualdad de
que cada individuo pueda alcanzar el máximo provecho por medio de sus
capacidades naturales aplicadas al propio esfuerzo en el seno de las reglas de
juego social. Desde estas el individuo puede aspirar a un mejor status social pero, precisamente por su esfuerzo y no merced a las arbitrariedades
externas.


Igualdad de resultados. Atiende al hecho de que, si bien los
logros personales por los que un individuo alcanza mayor rango social
legitiman este, no deben servir su posición o autoridad para tan sólo obtener
desmesurada ventaja material y social sobre otros.


El problema de la igualdad y del mérito se encuentran en la base del problema de la “justicia social” que confiere consistencia al discurso del Estado de bienestar. Ciertamente esta consideración debe tenerse en cuenta en tanto que el Estado debe disponer de una concepción sólida a este respecto para actuar sobre la distribución de la riqueza.
4.2 Autonomía


En ¿Qué es la Ilustración? Kant formula algunos principios básicos de lo que considera atributos supremos del nuevo hombre que, por mor de la Razón alcanza una nueva dimensión ética en la cual sus actos quedan desvinculados de la mera emoción, de la piedad o del sentimentalismo, y sólo obedece al imperativo categórico. En algunas de estas páginas Kant dedica su atención a la posibilidad nueva que se le abre al hombre con carácter universal: la plena adopción de una autonomía tanto en el juicio como en la acción en el seno de un absoluto consenso que llegan al inequívoco fin racional. Kant abomina del paternalismo y del servilismo como las formas más deplorables de despotismo. La autonomía ética por la cual un individuo dispone, libremente, de su quehacer supone la máxima conquista del hombre postrrevolucionario y es Kant quien se encarga de formalizar ese ímpetu surgido en las postrimerías del siglo XVIII. Pero, ¿qué significa “libremente”? Es crucial determinar aquí que esta “libertad” a la que alude el pensador alemán no es sino el resultado del ejercicio de aplicar el régimen racional que ha superado la crisis, la criba de la razón práctica. El asunto nos lleva a una nueva antropología y, si cabe, a un nuevo humanismo. Este concepto formalizado por Kant conoce el mismo talante en la obra de Voltaire u otros librepensadores coetáneos. El sueño moderno ilustrado se deslumbra por el resplandor de las “luces” y pretende que el hombre, convenientemente instruido, pueda ser lo que se desee en el saludable ejercicio de la razón. Pero ¿qué hay de cierto en esta concepción?. Si bien es cierto que el proyecto ha calado profundamente en la conciencia del hombre contemporáneo, no menos lo es que las pautas de comportamiento que impone la sociedad regida por el Estado moderno cercenan esta capacidad para transformarla en mero asentimiento y desvinculación de la acción moral en tanto se participa en entidades que, dotadas de una impecable estrategia basada en el principio máximo beneficio/mínimo coste, favorece el distanciamiento del individuo del vasto plan en el que se inmiscuye sin conocimiento del fin total de la tarea a la que él contribuye en la segmentación de decisiones y aportaciones, de modo que no puede ver ni asumir su responsabilidad compartida. Si los pensadores ilustrados concebían la Humanidad libre, equitativa y fraterna, supeditando su consecución a la educación como cultivo de las potencias raciocinantes, el mundo contemporáneo nos devuelve la paradoja de una concepción de la sociedad regida por un modelo de Estado en el que triunfa el paradigma racional-burocrático aséptico, dominado por la planificación del logro de un fin en el que sólo caben la eficiencia y la economía de medios, agilizados, para la obtención de los máximos resultados. Tecnócratas y funcionarios, gestores de empresa privada se erigen en los verdaderos geómetras de la construcción social, quizá en los verdaderos últimos representantes del viejo proyecto computacional pitagórico-platónico. La pretendida autonomía moral del hombre moderno queda en entredicho si revisamos la columna que vertebra el modelo de Estado contemporáneo: el sistema burocrático.
5. Alienación en el Estado moderno


5.1 La alineación del trabajo en Marx


El texto clásico que tiene como centro el concepto de alineación es el conocido como Manuscritos de Economía y Filosofía, escrito en París en 1844. Allí Marx expone por primera vez su concepción del trabajo alienado.
En el desarrollo del concepto de alineación, al final del primer Manuscrito, Marx distingue cuatro formas o aspectos de la alineación del trabajo: a) al objeto del trabajo; b) a la propia actividad productiva; c) a la esencia genérica del hombre; d) a su relación con otros hombres.
Desde la distinción entre objetivación y enajenación, la conversión del trabajador en mercancía se traduce en que «el objeto producido por el trabajo, su producto, se le opone como algo extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo fijado en un objeto, convertido en una cosa, es la objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece en un estado de economía política como irrealidad del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y esclavitud bajo él, la apropiación como enajenación, como extrañación».
El objeto del trabajo se le convierte a su “creador” en una existencia externa, extraña, independiente, ajeno, en un poder autónomo frente a él mismo. Finalmente el trabajador se hace esclavo de su objeto. Marx se hace eco de la paradoja de que la riqueza creada a través del trabajo tiene como contrapunto la pobreza y el invilecimiento del trabajador. La alineación afecta también al propio acto de la producción. El trabajo le resulta externo a su propietario, no le pertenece a su ser.
Por lo tanto el trabajador no se afirma a sí mismo en su trabajo, sino que se niega; no se siente bien sino a disgusto; no desarrolla una libre energía física e intelectual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su mente. De ahí que el trabajador no se sienta suyo hasta que sale del trabajo, y en el trabajo se siente enajenado. Cuando no trabaja, se siente en cada; y cuando trabaja, fuera
Interpretando que la alienación del objeto es una pérdida de la relación del hombre con la naturaleza, y desde la alineación de su propia función activa, se sigue para Marx que la vida de la especie se convierte para el trabajador en un medio para la vida individual.
De modo que el trabajo enajenado, arrebatándole al hombre el objeto de su producción, le priva de su vida de especie, de su objetividad real como especie, y convierte su ventaja sobre el animal en su contrario: la pérdida de su cuerpo anorgánico, la naturaleza. Del mismo modo el trabajo enajenado, al degradar a un medio la actividad propia y libre, convierte para cada hombre la vida de su especie en medio de su (individual) existencia física. O sea que la enajenación transforma la conciencia que el hombre tiene de su especie hasta el punto de que la vida como especie se le convierte en un medio.
Como consecuencia de los aspectos anteriores, la propia sociabilidad, la relación de unos hombres con otros queda también afectada por la alineación.
Cuando el hombre se opone a sí mismo, se le opone también el otro hombre. Lo que vale de la relación del hombre con su trabajo, del producto de su trabajo consigo, vale también de la relación del hombre con el otro hombre, con el trabajo de éste y con el objeto de su trabajo
Con la enajenación de la sociabilidad, Marx da cuenta de la
introducción de una escisión básica en la sociedad ,que muestra la existencia de
otro hombre que es “ajeno, hostil, poderoso”, y que introduce la autoridad, la
coacción y el yugo. En este sentido, el desarrollo de este aspecto de la
alineación ha de verse en coincidencia con la teoría del “poder social extraño”,
presente en La ideología alemana y con la caracterización de la falsa
universalidad y racionalidad encarnadas en el Estado moderno. Por ello, el
análisis de la alineación encuentra su continuidad en la teoría del fetichismo
de la mercancía, en un capítulo fundamental de El Capital.
5.2 El sistema racional burocrático


La estructura del sistema racional burocrático responde a la de
un instrumento que, si bien compuesto por seres humanos, la clase funcionarial,
está concebido para la administración y la agilización en la gestión que supone
disponer de las materias de las que se sirve el Estado: así desde las materias
primas hasta los propios ciudadanos. El Estado moderno ha renovado las
propiedades de este instrumento. Como sabemos por los estudios históricos su
existencia se constata en las más dispares geografías y épocas. Conocemos el
prodigioso modelo antiguo chino, por citar un caso distante en el tiempo y en el
espacio: su densa provisión de funcionarios, la compleja trama de jerarquía y de
ascensos, el criterio de preparación y de selección de los más aptos. Bien
pudiera parecer que el sistema burocrático contemporáneo (y entiéndase que no
sólo cabe en esta categoría el propio del Estado, sino también el sistema
adoptado por la mayor parte de las empresas privadas de cierta envergadura) no
es más que la perpetuación de aquellos pretéritos que han acompañado a la
gobernabilidad. Sin embargo, convendremos en que el sistema burocrático moderno
conoce algunos atributos que le distinguen claramente de sus predecesores. Así
el nuevo sistema basa su competencia en la eficiencia como máximo criterio y en
la intercambiabilidad de sus elementos constituyentes como si de una computadora
de infinitas posibilidades se tratara. Ciertamente, sea el Estado o la
multinacional que fuese, éstos persiguen la consecución de unos fines
determinados previamente por las más altas instancias de la jerarquía:
abastecimiento de víveres, producción de un cierto número de coches,
distribución de tal número de alumnos en las escuelas, etc. Una vez asentada la
necesidad y recibida la aquiescencia por las autoridades gestoras se pone en
marcha el mecanismo exacto para que tal fin prospere.
A partir de ahí la satisfacción del fin es lo único importante
y en su logro participarán todos los segmentos del aparato, que recibirán las
instrucciones precisas para que, en suma, llegue a producirse. Imaginemos, por
caso, la decisión de un gobierno, acuciado por una complicada guerra, de
elaborar una nueva bomba de notable capacidad destructiva. Inmediatamente
técnicos, geógrafos, transportistas, científicos, etc., se ponen en marcha
correspondiéndoles a cada uno la tarea de cumplir, en sus particulares ámbitos,
lo encomendado. La suma de todas sus acciones debe resultar coordinada en un
exquisito alarde de prioridades en la economía de tiempo, dinero y energía
aprovechables en otras funciones. En el ejemplo que nos ocupa a la fabricación
de la bomba, pero igual, e incluso simultáneamente, a la de generadores para la
industria pesada o al abastecimiento de luz. Posiblemente muchos colaboradores
no sepan en qué están trabajando: el productor de aluminio que provee al
proyecto puede o no conocer que su material servirá de revestimiento a la
espoleta; la investigación del científico quedará imbricada en las disposiciones
presupuestarias y sus hallazgos sugeridos por demandas externas. Lo fundamental
es que la estructura de la maquinaria burocrática actúe desde principios
señalados de eficiencia y versatilidad que requieren la imaginación de un
perfecto organizador. La agilidad de este criterio se percibe tanto mejor si
recordamos cómo en la antigüedad los pasos en el ascenso de cada ramo
burocrático exigían comenzar desde el estrato más bajo e ir evolucionando a lo
largo de todo el escalafón. En la modernidad el acceso a cualquiera de los
puestos viene dado por la habilidad en la aplicación que, si polivalente, de
mayor grado. Así, un hábil gestor en el sector automovilístico puede,
perfectamente, ser transferido a otro proyecto de muy distinta naturaleza,
pongamos que a la producción agrícola, puesto que toda materia es susceptible de
ser computable y mensurable como incluso los seres humanos que el Estado debe
controlar. De todo esto se sigue que el mejor proceder para facilitar la
actividad racional burocrática es eliminar la autonomía moral que el propio
mecanismo deshace. El burócrata no puede responsabilizarse de una acción de la
que solamente alcanza ver un pequeño fragmento inconexo, a excepción de
pertenecer al más alto grado de la jerarquía. La mayor aspiración del
funcionario es el buen cumplimiento de la misión asignada y su máxima capacidad
autónoma la de aportar alguna afortunada idea que agilice el plan en marcha,
pero que no provoque un cuestionamiento de su globalidad. El análisis de este
modelo pone, indudablemente, en tela de juicio la proclamación kantiana.
5.3 La Escuela de Francfort


5.3.1 Marcuse: la sociedad unidimensional y el individuo “mimético”


Según Marcuse, decir que las capacidades de la sociedad actual
son desmesuradamente mayores de cuanto nunca hayan sido en el pasado equivale a
decir que el volumen del dominio de la sociedad sobre el individuo es
desmesuradamente mayor de cuanto nunca haya sido en el pasado. Es verdad que
nuestra sociedad se distingue de las demás por cuanto sabe domar las fuerzas
centrífugas por medio de la Tecnología antes que por medio del Terror, sobre la
doble base de una eficiencia aplastante y de un más elevado nivel de vida. En
efecto, el término “totalitario” no se aplica
solamente a una organización política terrorista de la sociedad, sino también a una organización económico-técnica, no terrorista, que opera a través de la manipulación de las necesidades por parte de intereses constituidos.
El rostro totalitario de la sociedad actual consiste en el
hecho de que ella impone sus exigencias económicas y políticas “sobre el tiempo
de trabajo como sobre el tiempo libre, sobre la cultura material como sobre la
intelectual”. La tesis de formas rígidas de control por parte del sistema
industrial-tecnológico presente, podría generar la acusación de una
“sobrevaloración” excesiva de los media, que no tiene en cuanta el hecho
de que las personas “sienten” efectivamente como “propias” las necesidades
impuestas por la publicidad. En realidad, argumenta Marcuse, “la objeción no
hace al caso” puesto que
El precondicionamiento no comienza con la producción en masa de programas radio-televisivos, y con la centralización de estos medios. Cuando se llega a esta fase, las personas son seres condicionados por largo tiempo; la diferencia decisiva está en la ocultación del contraste (o del conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las insatisfechas”.
Ocultación claramente “unidimensional” porque si el trabajador
y su jefe asisten al mismo programa televisivo y visitan los mismos lugares de
vacaciones; si la mecanógrafa se pinta y se viste de una manera tan atractiva
como la hija del patrón, … –todo esto no significa la desaparición de las
clases, sino el hecho de que los individuos actuales, más allá de las
persistentes diferencias, tienen en común una misma “introyección” del universo
de necesidades y de ideas que conviene a las elites dominantes.
Hoy en día, “la producción y la distribución en masa reclaman
al individuo entero, y la psicología industrial ha dejado desde hace tiempo de
estar confinada en la fábrica” por lo cual los
múltiples procesos de introyección parecen haberse fosilizado en reacciones casi mecánicas. El resultando no es la adaptación sino la mímesis: una identificación inmediata del individuo con su sociedad y, a través de esta, con la sociedad como un todo.
Tanto es así que “las personas se reconocen en sus mercancías;
encuentran su alma en su automóvil, en el tocadiscos de alta fidelidad, en la
casa de dos plantas, en el equipamiento de la cocina”, sin ser capaces de
distinguir críticamente entre necesidades “verdaderas” y necesidades
“falsas”.
Las necesidades falsas son aquellas que vienen impuestas al
individuo por parte de intereses sociales particulares a los cuales interesa su
represión; son las necesidades que perpetúan la fatiga, la agresividad, la
miseria y la injusticia. Ciertamente, puede darse que el individuo encuentre
extremo placer en satisfacerlas –”el resultado es, por tanto, una euforia en
medio de la infelicidad”– pero esta “felicidad” no es una condición que deba ser
conservada y protegida si sirve para detener el desarrollo de la facultad
crítica “de reconocer la enfermedad del conjunto y coger las posibilidades que
se ofrecen para curarla”. El sustancial carácter “totalitario” y
“unidimensional” de la sociedad actual no queda en modo alguno desmentido por el
pretendido carácter “democrático” y “tolerante” de las instituciones políticas
occidentales:
No es sólo una forma específica de gobierno o de dominio de los partidos lo que produce el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y de distribución, sistema que puede ser muy bien compatible con un “pluralismo” de partidos, de periódicos, de “poderes que se contrarrestan”.
Los derechos y las libertades burgueses, si bien han sido
factores de importancia “vital” en los orígenes y en las primeras fases de la
sociedad capitalista (cuando han servido para promover una cultura material e
intelectual más productiva y racional), hoy han perdido cualquier fuerza y
contenido:
Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la cual habían llegado a ser parte integrante. La realización elimina las premisas
De ahí la completa minusvaloración –y el explícito desprecio–
de la democracia formal:
La libre elección de los dueños no suprime ni a los dueños ni a los esclavos
Por lo que respecta a la tolerancia de la cual los estados
democráticos se vanaglorian, Marcuse habla de tolerancia represiva,
entendiendo, con este concepto, el método propio de las sociedades
neocapitalistas, consistente en la tendencia a permitirlo todo (permisivismo), a
condición de que ello, incluida la libertad de opinión, no perjudique
concretamente los intereses de fondo del sistema. En consecuencia, no obstante
las diferencias formales existentes entre ellos, USA y la URSS presentan ambos
una sustancial estructura totalitaria, que se expresa en una manera de vivir y
de pensar unidimensional impuesta a los ciudadanos.
El pensamiento a una dimensión es promovido sistemáticamente por los potentados de la política y por aquellos que les suministran informaciones para la masa. Su universo de discurso está poblado de hipótesis que se autovalidan, las cuales, repetidas incesantemente por fuentes monopolizadas, se convierten en definiciones o dictados hipnóticos. Por ejemplo, “libres” son las instituciones que operan (o son utilizadas) en los países del Mundo Libre; toda otra forma trascendental de libertad equivale, por definición, a la anarquía, o al comunismo, o es propaganda. “Socialistas” son todas las interferencias en el campo de la iniciativa privada que no son llevadas a cabo por la misma iniciativa privada (o por imposición de contratos gubernamentales), como el seguro médico extendido a todos y a todos los tipos de enfermedades, a la protección de la naturaleza de los excesos de la especulación, o la institución de servicios públicos que puedan perjudicar el provecho privado. Esta lógica totalitaria del hecho consumado tiene su contrapartida en Oriente. Allá, la libertad es el modo de vida instituido por el régimen comunista, y toda otra forma trascendental de libertad es llamada capitalista, o revisionista, o pertenece al sectarismo de izquierda. En ambos campos las ideas no operativas no son reconocidas como forma de comportamiento, son subversivas.
No es nada extraño, pues, que en esta situación el sujeto
mimético y unidimensional de la sociedad masificada actual tienda a hacerse
“conciencia feliz” (o sea, a creer “que lo real es racional” y que el sistema
establecido, a pesar de todo, mantiene las promesas) perdiendo así el sentido de
la diferencia entre aquello que de hecho es y aquello que de derecho debería ser. En efecto, fuera del sistema en el que vive, el individuo no
consigue percibir otros posibles o diferentes modos de existir y de pensar, o
bien es llevado a considerarlos “abstracciones utópicas” o “fantasías
inconsistentes” de las cuales su mente “concreta” y “científicamente” educada
debe huir. De este modo, la realidad consigue englobar todo ideal que intente
refutarla.
La filosofía que corresponde a este tipo de sociedad y
constituye una de sus estructuras portantes es el “pensamiento positivo”. En el
pensamiento neopositivista Marcuse percibe la derrota de todo pensamiento de la
protesta y el triunfo de una “filosofía unidimensional” que hace la función de
doble apologético de la sociedad unidimensional. No es sólo la potencia de los
media y el éxito de la mentalidad positivista –inclinada a creer, con
Wittgenstein, que la filosofía debe “dejar cada cosa como es”– lo que facilita
la integración del individuo en la sociedad, sino también aquello que Marcuse
llama “desublimación represiva”, es decir, la concesión, por parte del sistema,
de una (pseudo)libertad institucional que, de hecho, refuerza la sumisión del
sujeto al sistema.
5.3.2 Adorno. Crítica de la cultura contemporánea: el mundo
administrado


Una de las tesis básicas de Adorno es que “los sueños del
idealismo se han hecho realidad en forma de pesadillas”. Es decir: el ideal del
sistema cerrado concebido por Hegel se ha materializado perversamente en una
totalidad social donde el individuo (como representante de la singularidad
irreductible, de la “diferencia” respecto a la identidad universal) no tendría
ya escapatoria ninguna. Según esto, el proceso de racionalización sistemática
del universo natural y social ha conducido a lo que Adorno llama un “mundo
administrado”.
El “mundo administrado” responde al momento histórico en que
domina universalmente la lógica del capitalismo avanzado, es decir, la lógica de
la producción de mercancías. En ese “mundo administrado”, tanto el trabajo como
el ocio, la economía como la cultura, el ámbito privado como el público, cada
uno de los aspectos de la vida queda sometido a los criterios utilitaristas
–mercantiles y administrativos– de la organización social pretendidamente
racional: todo queda supeditado a la omnipresente ideología tecnocrática.
Según Adorno, en contra de lo que se hubiera podido esperar
desde un punto de vista ingenuamente ilustrado, la aplicación de las nuevas
tecnologías a los medios de comunicación de masas no ha conducido a una
verdadera generalización de la cultura. En lugar de servir a la divulgación
universal del saber, poniendo así al alcance de todo el mundo los medios que
favoreciesen la resistencia contra los peligros de la irracionalidad, la
superstición o la intolerancia, la cultura de masas se ha revelado como el más
potente vehículo de la ideología, implacable transmisor de mitos y de
prejuicios: los medios de masas son hoy el principal instrumento de la
manipulación planificada de las conciencias.
Dos son las causas del carácter catastrófico de este fenómeno.
En primer lugar, el carácter sistemático de todas sus manifestaciones: cada uno
de los medios de comunicación remite a todos los demás, de manera que se forma
la apariencia de una estructura compacta a través de la cual se filtra toda la
realidad. El hombre corriente, en efecto, sigue siendo ajeno a la cultura en su
sentido profundo, pues el carácter alienante de su trabajo le impide conducir su
vida de acuerdo con las exigencias críticas de una auténtica vida intelectual.
En consecuencia, ve el mundo a través de ese “velo” de la cultura de masas, un
velo que no es capaz de traspasar.
En segundo lugar, la cultura de masas se encuentra siempre al
servicio del poder. Esto es así no sólo en los países totalitarios, donde los
medios de comunicación se convierten en meros vehículos de propaganda, sino
incluso en el mundo capitalista democrático, donde el criterio que impera es el
de la mercancía. En cuanto que la cultura de masas se presenta como “industria
cultural”, el objetivo perseguido no puede ser sino el beneficio económico.
Ahora bien, éste depende de la satisfacción de las necesidades de unas masas
alienadas y fetichistas. Por eso la cultura de masas tiende a evitar todo
aquello que exija esfuerzo por parte del consumidor: busca la fácil comprensión,
el efectismo inmediato, espectacular y superficial: la “magia”. Trata de
cautivar al individuo borrando todo rastro de reflexión, procurándole un
aparente “consuelo” en su “tiempo libre” como recompensa de su agotadora jornada
de trabajo. Así le ayuda a soportar su existencia infeliz, bloquea su capacidad
crítica y sus impulsos de transformación de la sociedad. La “industria
cultural”, por tanto, es ideología incluso con independencia de sus contenidos:
lo es por su propia esencia, en cuanto sirve para perpetuar la injusticia del
“mundo administrado”.
Pero, también la alta cultura ha quedado presa de ese sistema
de la “industria cultural”. En el “mundo administrado” se hace inevitable la
“administración” de la cultura misma: las grandes obras del pasado, del arte, de
la literatura y hasta del pensamiento, se pervierten en cuanto son tratadas y
distribuidas como mercancías: se convierten en fetiches adorados por sus
supuestos poderes (su capacidad para dispensar prestigio, aparentar refinamiento
espiritual, connotar status social). Por el contrario, cuando es rescatada del
intercambio mercantil y administrada oficialmente por el Estado, la cultura se
convierte en un instrumento al servicio del poder político: en este contexto
queda “neutralizada” toda disidencia, toda contestación al sistema.
La Dialéctica de la Ilustración –obra conjunta de Adorno
y Horkheimer–contiene un programa cuyo punto de partida es el siguiente: ¿cómo
es posible que en el momento histórico en que la humanidad podía sentirse
orgullosa de haber alcanzado el máximo de progreso y de conocimiento técnico y
científico, se dé también el máximo de barbarie jamás conocido, tal como se
evidenciaba en las atrocidades (científicamente planificadas) de los campos de
exterminio nazis? La respuesta consistirá en mostrar que esa contradicción no
sería un mero desajuste accidental de la razón, sino el producto de una especie
de culpa intrínseca al progreso racional mismo.
Los autores se enfrentan al tipo de racionalidad triunfante en
la época moderna, sobre todo desde el siglo de la Ilustración. El modelo de esa
racionalidad es la ciencia, y el modelo del conocimiento que se combate como
falso o como ficción no racional es el del mito. Con todo, sostienen, “el mito
es ya iluminismo”, mientras que “el iluminismo se ha convertido en mitología”.
Pues “los mitos que caen bajo los golpes del iluminismo eran ya productos del
propio iluminismo”: no eran sino el primer esfuerzo del hombre por imponer un
orden intelectual en una realidad que, de lo contrario, aparecía como permanente
fuente de incertidumbres, de amenazas, de angustia. Los autores ponen como
ejemplo el relato de la Odisea: las luchas del “astuto” Ulises con seres
mitológicos representan el itinerario del emergente sujeto racional en su afán
por dominar la naturaleza. Así pues, esos mitos no son estrictamente
irracionales, sino que constituyen la otra cara de la propia razón.
El Iluminismo vuelve a caer en el mito. Esto significa que la
razón no es lo bastante racional, que se revela como un producto de la misma
angustia (de origen animal) que impulsó al hombre a inventar los mitos para así
afirmar su dominio sobre la realidad que le circunda.
“Iluminismo” es la idea de un “pensamiento en continuo
progreso”, es decir, la confianza en el desarrollo continuado de la razón y la
mejora de la especie humana. Este progreso consiste, por un lado, en la
desmitificación o “desencantamiento” del mundo, tanto del universo físico como
social; esto implica la sustitución de las viejas creencias por las nuevas
explicaciones científicas.
Por otro lado, estas explicaciones científicas son evaluadas en
última instancia por su capacidad para generar nuevas aplicaciones técnicas, o
sea, por su utilidad práctica. En realidad, “lo que los hombres quieren aprender
de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la
naturaleza y de los hombres”. El criterio es “el cálculo y la utilidad”: la pura
forma lógica (la matemática) y la tecnología (el control sobre las cosas). El
saber queda supeditado al poder. Sólo que ese poder no es la capacidad de la
especie humana para establecer las condiciones de su felicidad universal, sino
que responde a los intereses de las clases dominantes, que aprovechan los
avances técnicos para asegurarse sus privilegios: “La razón misma se ha
convertido en un simple accesorio del aparato económico omnicomprensivo.
Desempeña el papel de utensilio universal para la fabricación de todos los
demás”.
Este proceso conduce a la virtual monopolización del saber por
parte de la ciencia, lo cual tiene como consecuencia la virtual exclusión de los
fines éticos del ámbito de la razón y la “verdad objetiva”: el problema de la
justificación de las preferencias morales –y estéticas– queda relegado al cuarto
oscuro de la subjetividad privada. Así, en lugar de servir a la emancipación de
los hombres, la racionalidad científica degenera en instrumento ciego al
servicio de la dominación. En tal sentido, la racionalidad de la razón se revela
como una falsa apariencia. Se convierte en mito: en ideología.
5.3.3 Horkheimer: el ocaso de la humanidad


Según Horkheimer, «la totalidad [la sociedad como un todo, el
mundo organizado] ha perdido el rumbo y en un movimiento incansable se sirve a
sí misma en vez de al hombre». Esa pérdida de rumbo es consecuencia de la
imposibilidad de un discernimiento racional de las posibles metas. De modo que
el proceso de funcionalización o instrumentalización, falto ya de sentido fuera
de sí, se hace reflexivo y se vuelve contra sí mismo. Y esto quiere decir,
contra el hombre a cuyo servicio debería estar, que queda igualmente
funcionalizado e instrumentalizado. Por eso
el progreso de los medios técnicos se ha visto acompañado por un proceso de deshumanización. Ese progreso amenaza con destruir la meta que quería realizar: la idea del hombre.
El sistema productivo, termina por producir un aparato
instrumental cada vez más perfecto, pero que al final repercute sólo en su
propio incremento y, como contrapartida, en un incremento de la
instrumentalización total del cosmos, sin otro fin que la absolutación del
dominio.
En tanto que lo particular sólo tiene un sentido en la función
que se impone, queda sólo el sistema como absoluto, pero desparticularizado y
abstracto. Lo que quiere decir que el beneficio, el valor añadido o riqueza que
el sistema crea, lo es de nadie; mientras que respecto de lo particular el
sistema representa la generalización de la pobreza; pobreza para el individuo
precisamente allí donde más cosas tiene, de las que ya no puede gozar, porque
apenas le queda tiempo, pero cuyo consumo en cantidades industriales es esencial
para el sistema, a la vez que de algún modo sirven como narcótico estadístico
para acallar la conciencia de una represión creciente. El poder que el sistema
genera ya no es otro que el que necesita para esta represión.
Éstas son las consecuencias de la confusión entre los fines y
los medios que ha producido la razón ilustrada. De donde podemos deducir como
esta razón se niega a sí misma y termina en su propia disolución.
La razón en realidad nunca ha dirigido la realidad social; pero ahora está tan libre de toda tendencia o inclinación específica que por fin ha renunciado a la tarea de juzgar las acciones y formas de vida del hombre. La razón ha abandonado esto a la definitiva sanción de los intereses en conflicto, a los que parece que nuestro mundo ha sido entregado.
Si todo es racional en función de un fin último que no lo es,
el sistema emerge como monstruo irracional que termina difundiendo su demencia
en un mundo de locos. Todo tiene sentido en función de algo que ya no puede
tenerlo, por definición. La totalidad ya no tiene sentido, y en la medida en que
el hombre forzadamente se identifica con esa totalidad, tiene necesariamente que
ir realizando ese sinsentido en su propia vida; sinsentido del que ya no es
consciente, porque ha perdido toda capacidad particular de reflexión.
5.3.4 Habermas: la disociación de sistema y mundo vital


La pregunta que Habermas se hace es qué y por qué ha salido mal
en la historia de la Modernidad para que, lo que comenzó siendo emancipación, se
haya convertido en puro autocontrol del sistema de medios, en el que se disuelve
el sentido y la libertad personales y la comunicación interpersonal. Tampoco
esto es un proceso fortuito, y comprender su necesidad es condición para la
liberación. No basta con diagnosticar el síndrome, sino que hay que avanzar una
etiología, si la terapia ha de ser posible, y no queremos conformarnos con dar
nombres a lo que nos pasa.
Una sociedad, entendiendo como tal un conjunto activo de
individuos que cooperativamente pretenden reproducir, mantener y mejorar sus
condiciones de vida, se constituye e integra en dos dimensiones: por un lado
como ámbito de integración subjetiva (metonímicamente habla Habermas simplemente
de “integración social”, entendiendo por tal las estructuras de acuerdo
lingüísticamente materializadas); y por otro como acción, más o menos
coordinada, dirigida a fines, fundamentalmente a dominar un medio ambiente
adverso.
A esto último llama Habermas “sistema”, y entiende por tal el
conjunto funcional, externamente observable y describible, mediante el que los
miembros de una sociedad desarrollan su acción guiados por criterios racionales
adecuados al control de sus circunstancias vitales en medio del mundo. Sistema
es el conjunto de capacidades, usos, tecnologías, funciones, etc., que permiten
el desarrollo de la vida humana en sociedad y en su medio ambiente.
La integración de un sistema de acción se hace en el primer caso, a través de un consenso normativamente garantizado o comunicativamente alcanzado; en el segundo caso, se establece mediante una regulación no normativa de decisiones particulares que trasciende la conciencia de los actores. La diferencia entre la integración social [...] y la sistemática [...] nos obliga a la correspondiente diferenciación en el mismo concepto de sociedad. [...] La sociedad se concibe (por un lado) desde la perspectiva de los sujetos participantes en la acción como mundo vital de un grupo social. Por otra parte, se puede entender la sociedad desde la perspectiva de un observador imparcial como un sistema de acciones; con lo que corresponde a esas acciones, según su contribución al mantenimiento de la existencia del sistema, un valor funcional
Junto al “sistema social”, incorporándolo en un contexto más
amplio, aparece el ámbito de la integración intersubjetiva, como conjunto de las
estructuras comunicativas, lingüísticamente articuladas, mediante las cuales los
hombres establecen en sociedad el acuerdo básico que rige su cooperación en el
campo sistemático de la acción.
No podemos confundir estas estructuras comunicativas básicas,
con lo que antes se ha descrito como razón comunicativa. Se trata más
bien de ese acuerdo implícito, tácito, ciertamente verbalizable, pero no objeto
de discusión, que para cada cultura constituye el presupuesto incuestionado,
muchas veces sólo vagamente consciente, de la acción social.
Antes de alcanzar relevancia situacional [ese acuerdo] está dado sólo en el modo de una obviedad del mundo vital de la que el afectado está intuitivamente al corriente, sin contar con la posibilidad de problematizarla. En sentido estricto no es siquiera algo “sabido”, si caracterizamos el saber como lo que puede ser discutido y fundamentado. Sólo los aspectos limitados del mundo vital que se incluyen en un horizonte situacional forman un contexto de acción comunicativa susceptible de tematización y adquieren la categoría de saber
Para designar ese presupuesto básico de la acción comunicativa,
Habermas recurre al término fenomenológico de “mundo de la vida” (aquellas cosas
que damos por supuestas, no discutimos, o forman parte de nuestro acervo
cultural. Aquello que damos por supuesto en todo acto de comunicación).
La explicitación racional de la validez del discurso, tiene un
trasfondo, no expresamente verbalizado pero verbalizable, por tanto variable,
que funciona siempre como presupuesto no tematizado de toda discusión.
En la medida en que asumimos una actitud teorética, en la medida en que nos disponemos a un discurso, incluso en general a la acción comunicativa, realizamos ya a priori determinados presupuestos; por ejemplo la presuposición de que las verdaderas proposiciones son preferibles a las falsas, y las normas correctas a las incorrectas
Este mundo vital intersubjetivamente participado forma el trasfondo de la acción comunicativa. Por ello hablan fenomenólogos como A. Schütz del mundo vital como de un horizonte copresente, no temático, dentro del cual se mueven en común los partícipes en la comunicación, allí donde se refieren temáticamente a algo en el mundo
A ese presupuesto cuasitrascendental (ya que funciona como su
condición de posibilidad) de la acción comunicativa, incluyendo su dimensión
sistémica, lo denomina también Habermas “mundo vital”.
El mundo vital es el lugar trascendental en el que se encuentran hablante y oyente, en el que pueden plantearse recíprocamente la pretensión de que sus expresiones se corresponden con el mundo (objetivo, social o subjetivo); y en el que critican y confirman esas pretensiones de validez, dirimen sus disensiones y pueden lograr un acuerdo. En resumen: respecto de lenguaje y cultura, los partícipes no pueden in actu guardar la misma distancia que respecto de la totalidad de los hechos, normas y vivencias sobre los que es posible la comunicación.
[...] Hablante y oyente se entienden desde su común mundo vital acerca de algo en el mundo objetivo, social o subjetivo
Ese mundo vital es el trasfondo aceptado e implícitamente
reconocido como válido que define, casi podríamos decir a priori,
nuestras posibilidades de actuar comunicativamente, estableciendo así los
presupuestos de toda racionalidad.
Esta reserva de saber provee a los miembros (de una sociedad) no con problemáticas convicciones de fondo, supuestas en común como garantizadas. Y de éstas se forma en cada caso el contexto de los procesos de entendimiento en los que los partícipes utilizan bien probadas definiciones situacionales o conciertan otras nuevas
El mundo de la vida representa, no sólo el marco verbalizable
de la comprensión, sino de toda la acción social. En las culturas primitivas,
los hombres actúan racionalmente, no sólo porque su acción se adapta al medio
–de otra forma no sobrevivirían–, sino porque es acción está integrada desde
unos supuestos que todos comparten y desde los cuales se establece una
comunicación susceptible de ser racional: esa acción no sólo está adaptada al
mundo y es racional como sistema, sino que también es expresión de un acuerdo
básico, está integrada en el mundo de la vida. La supervivencia de una cultura
depende desde el punto de vista sistemático de la funcionalidad tecnológica de
su acción; pero también de la cohesión comunicativa en la que esa funcionalidad
necesariamente se enmarca.
Desde la perspectiva interior del mundo vital la sociedad se presenta como una red de cooperaciones comunicativamente mediadas [...]. Lo que une respectivamente a los individuos socializados y asegura la integración de la sociedad, es un tejido de acciones comunicativas, que sólo se logran a la luz de tradiciones culturales; y no mecanismos sistemáticos, extraños al saber intuitivo de sus miembros. El mundo vital que esos miembros construyen a partir de comunes tradiciones culturales, es coextensivo con la sociedad misma; pone todos los acontecimientos sociales bajo el foco de procesos cooperativos de interpretación; proporciona a todo lo que ocurre en sociedad la transparencia de aquello sobre lo que se puede hablar
Es pues muy importante subrayar este retroanclaje del sistema
tecnológico en el acuerdo social básico que constituye el mundo vital. Ese
retroanclaje tiene lugar mediante las instituciones sociales que definen las
funciones y modos de actuar mediante formas, más o menos ritualizadas, que son
expresión adecuada de una comprensión compartida, normalmente verbalizable en la
forma de un “mito”.
Habermas considera que la historia se pone en marcha cuando
este equilibrio no es ya sostenible. En primer lugar, la innovación tecnológica
permite el progresivo –en el sentido de incrementada racionalidad instrumental–
desarrollo de roles sociales y diferenciaciones de acción personal que ya no
pueden ser controlados desde la estructura ritualizada de una sociedad tribal,
especialmente por la asignación de funciones propias del sistema familiar de
parentesco. Al mismo tiempo, esa innovación tecnológica y la creciente
diferenciación que permite, da lugar a la división del trabajo, y con ello al
desarrollo de un sistema de intercambio de la producción cuyo ajuste y
compensación tampoco puede ser controlado por la estructura sistemática
anterior. Dicho de otra forma, el sistema amenaza con desarrollarse fuera de
control, al independizarse, y necesariamente, del anterior complejo
institucional que permitía su integración con una acción comunicativa
garantizada por el mundo vital. Esto se ve en la experiencia elemental que se
presenta cuando todo progreso material implica un momento de descomposición en
el que la gente “ya no entiende lo que pasa”. Es decir, el funcionamiento
sistemático de la sociedad se escapa a la capacidad comprensiva de la
comunicación cotidiana, y se hace accesible, como un mundo extraño, sólo para la
investigación sociológica.
El señalado desequilibrio, no sólo fuerza el desacople de
sistema y mundo vital, sino que obliga ahora al desarrollo de mecanismos de
control que son específicamente propios del sistema, toda vez que ese
sistema ha dejado de estar regulado por el mundo vital. Como elementos de ese
sistema, que tienen que ser funcionalmente integrados, aparecen ahora instancias
de control propiamente sistemáticas, que no forman parte del complejo
comunicativo y que adoptan criterios de racionalidad propios del sistema, es
decir, criterios instrumentales de racionalidad.
Los dos medios fundamentales de control que considera Habermas
son el poder, que controla la diferenciación e independencia personal a que ha
dado lugar el desarrollo sistemático; y el dinero, que controla el intercambio
de una producción que mediante la división del trabajo también se hace
independiente, permitiendo así un cálculo de costes y compensaciones accesibles
al individuo particular. Poder y dinero pasan a ser los elementos de control de
los que el sistema se dota en su orden propio, a fin de mantener su, del
sistema, necesaria integración.
Los desequilibrios que estos desarrollos provocan en el mundo
vital son: en primer lugar, los sistemas de rito y parentesco colapsan en su
función de control. Esto tiene como consecuencia un aumento de la
problematicidad comunicativa. El desequilibrio de la comunicación cotidiana, que
se hace conflictiva en virtud de los descontroles sistemáticos, obliga a incluir
en la discusión expresa más y más cuestiones que permanecían incuestionadas en
el ámbito del mundo vital.
Cuanto más deciden las tradiciones culturales qué pretensiones de validez, y cuándo, dónde, para qué, de quien y frente a quién, deben ser aceptadas, tanto menos posibilidad tienen los partícipes de explicitar y examinar las potenciales razones sobre las que se apoyan sus tomas de posición afirmativas o negativas.
Cuando juzgamos los sistemas de interpretación cultural desde este punto de vista, se ve por qué las imágenes míticas del mundo representan un instructivo caso límite. En la medida en que se interpreta el mundo vital de un grupo social por medio de una imagen mítica, se le quita la carga de la interpretación al partícipe individual, así como la posibilidad de generar en sí un acuerdo crítico [...]. La imagen lingüística del mundo se reifica como orden cósmico y no puede ser percibida como sistema de interpretación criticable
Pero esta sólida estructura mitológica comienza a cuartearse
conforme porciones cada vez más extensas de presupuestos comunicativos tienen
que ser cuestionadas, con el objetivo de lograr acuerdos tan elusivos como sea
necesario para reestabilizar la comunicación social que se precisa a fin de
mantener la cooperación sistemática. El contenido del mundo vital cada vez se
aleja más de lo cotidiano, y cada vez sirve menos para regular la vida
ordinaria, anteriormente ritualmente estabilizada.
La consecuencia de este alejamiento del horizonte del mundo
vital respecto de los problemas ordinarios es sumamente positiva, porque suponen
la liberación de un potencial de racionalidad que no estaba explicitado en el
anclaje mitológico del mundo vital. Conforme este anclaje mitológico se
debilita, más y más contenidos del mundo vital tienen que ser sometidos a
discusión, ser puestos en cuestión, criticados, y entran así a formar parte de
aquello que se puede acordar como resultado de una acción concertada entre
interlocutores libres e iguales, es decir, pasan a ser material de debate en una
comunidad de libre comunicación; libre al menos de la coerción interna que
suponía la invariabilidad del mundo vital. La disolución de la unanimidad
mitológica es lo que permite el acuerdo racional, como base de un consenso que
ya no es el acuerdo implícito, no tematizado, irracional en suma, del mundo
vital, sino el acuerdo expresamente racional en el que las propuestas
lingüísticas resultan aceptables, precisamente porque pueden ser
comunicativamente rechazadas.
En la medida en que se disuelve el consenso religioso fundamental y la fuerza del Estado pierde su cobertura sacral, la unidad de la colectividad sólo se puede ya establecer y mantener como unidad de una comunidad de comunicación, a saber, mediante un consenso comunicativamente alcanzado en la publicidad política
En consecuencia un mundo vital puede considerarse racionalizado cuando permite interacciones controladas, no por un acuerdo que se adscribe normativamente, sino por un entendimiento –directo o indirecto– que se logra comunicativamente
El proceso de racionalización es, en principio, unitario; y
debemos entenderlo como un proceso de diferenciación interna que se refleja en
una creciente complejidad, tanto por el lado del sistema como por parte del
mundo vital; una diferenciación que lo es, también, del uno respecto del otro.
De alguna forma, mundo vital y sistema social se independizan uno de otro.
Sin embargo, esta independencia no puede ser total. Ésta es la
clave de lo que van a ser los fenómenos patológicos de racionalización
económico-burocrática descritos por Weber, y también de la esperanza de
superarlos que puede ponerse en la base de una teoría crítica de la sociedad.
Pero, de momento, esta sólo relativa diferenciación del sistema y mundo vital,
es lo que hace que ambos se influyan respectivamente, acelerando respectivamente
a partir de sus diferencias y complejidades internas el proceso de
diferenciación en, y de, el otro ámbito.
La integración comunicativa de la complejidad sistemática se
hace en todo caso más y más problemática. Ésta tiende a generar, mediante el
poder y el dinero, sus propios mecanismos de control, regidos por la
racionalidad instrumental específica del sistema al margen de la comunicación
social. Sin embargo el desacople de sistema y mundo vital, ni tiene que ser
absoluto, ni, si en un momento lo es, tiene por qué ser definitivo. Desde el
punto de vista del análisis teórico, el incremento de complejidad social no
tiene necesariamente que arruinar su integración comunicativa.
Y es que la ampliación del horizonte del mundo vital que se
produce en el proceso de su racionalización, permite ahora recuperar la dinámica
propia del sistema, con sus nuevos elementos de poder y dinero, y reintegrarla
en un marco comunicativo. Esa recuperación era imposible en un complejo
institucional ritualizado en el que el control se extendía a lo más cotidiano,
sin dejar margen a la diferenciación del sistema necesaria para su progreso
tecnológico. Por eso ese progreso tecnológico rompe las instituciones rituales y
amenaza con independizarse del ámbito comunicativo organizado por un mundo de la
vida tan estable como estrecho. Pero la descomposición mitológica de ese mundo
de la vida y su consiguiente ampliación racional, dejan bajo sí un mucho más
amplio margen de maniobra.
Sobre este fondo queda claro qué propiedades formales deben tener las tradiciones culturales, si es que ha de ser posible en un correspondientemente interpretado mundo vital una orientación racional de la acción; si es que han de poder consolidarse en un estilo de vida racional: a) La tradición cultural tiene que proporcionar conceptos formales para el mundo objetivo, social y cultural; tiene que permitir criterios de validez diferenciados (verdad proposicional, corrección normativa, veracidad subjetiva) y promover una correspondiente diferenciación de actitudes básicas (objetivante, adecuada a normas y expresiva) [...]
b) La tradición cultural tiene que permitir una relación reflexiva consigo misma; tiene que desvestirse de la dogmática, hasta el punto en que se pueda poner en cuestión y someter a una revisión crítica las interpretaciones acumuladas por la tradición [...].
c) La tradición cultural en sus elementos cognitivos y evaluativos tiene que poder asociarse con modos de argumentación especializados, hasta el punto en que se puedan institucionalizar socialmente los correspondientes procesos de aprendizaje. Por esta vía pueden surgir subsistemas culturales para la ciencia, la moral y el derecho, para música, cultura y literatura, en los que se formen tradiciones argumentativamente fundamentadas, fluidificadas por la crítica constante, pero a la vez profesionalmente garantizadas.
d) La tradición cultural debe, por fin, interpretar el mundo vital de modo que la acción utilitaria orientada al éxito se pueda independizar, al menos desacoplar parcialmente, de los imperativos de una acción comunicativa que se debe renovar constantemente. De este modo se hace posible una institucionalización social de la acción utilitaria respecto de fines generalizados, como por ejemplo formación de subsistemas controlados por dinero y poder para la racional economización y la racional administración civil
Este desarrollo a la modernidad social tiene como condición de
posibilidad lo que Habermas describe como “generalización de valores”. Las
reglas que definen lo correcto son muy rígidas en las sociedades mítico rituales
y descienden a lo nimio en un sistema de producción muy estabilizado y por tanto
muy regulable. Pero la racionalización del mundo de la vida, amplía el horizonte
de lo indiscutible. Los valores incuestionables se hacen más y más generales,
mientras que el acuerdo social se explicita y racionaliza en muchos
dominios.
Cuanto más progresa la generalización de valores y motivos, tanto más se libera la acción comunicativa de formas normativas de conducta concretas y tradicionales. Con este desacople, la carga de la integración social se desplaza con cada vez más fuerza desde un consenso religiosamente garantizado a procesos lingüísticos de consensuación [...]. En esta medida, la generalización de valores es una condición necesaria para la liberación del potencial de racionalidad implícito en la acción comunicativa. Ya esto nos autoriza a entender el desarrollo moral y jurídico al que se refiere la generalización de los valores como un aspecto de la racionalización del mundo vital
Fruto de la doble confluencia de generalización y racionalidad,
es la sustitución de los controles sociales ritualizados por reglas de acción racionalmente acordadas (en el sentido de la racionalidad comunicativa,
es decir, activa y libremente consensuables tras una crítica discusión). Se
trata de reglas de acción que en su generalidad sirven para controlar esa
acción, no en concreto, diciendo a cada uno lo que en cada caso tiene que hacer,
sino de un modo general que permite integrar bajo ellas el racional desarrollo
(en el sentido de la racionalidad instrumental) de los medios sistemáticos de
control (poder y dinero).
¿Qué ha sucedido para que el desarrollo histórico haya
terminado en la situación que describen Weber, Lukács y la Escuela de Francfort,
como racionalización económico-burocrática de los fenómenos sociales, como
proceso histórico de cosificación, como extensión general de la razón
instrumental y de la lógica de dominio?
La clave está en el desacople entre la racionalidad
comunicativa del mundo vital, por un lado, y los procesos sistemáticos que se
siguen según criterios de racionalidad funcional, por otro. Pero ese desacople
no es por sí mismo perverso. Es más, es condición de posibilidad para la
diferenciación interna de la misma racionalidad comunicativa, que sólo en la
medida en que se independiza en cierta medida del control inmediato de los
procesos productivos puede desarrollar la discusión crítica en la que se
despliega su potencial racional.
Ahora bien, si es cierto que el desacople y relativa
independización de la funcionalidad sistemática es buena y necesaria, condición
no sólo de progreso tecnológico, sino incluso de la descarga necesaria en el
orden comunicativo para que ése sea un ámbito más de discusión que de control
inmediato; por otra parte, ese desacople y la forma en que se hace, es
peligroso, es más, es lo que ha salido mal, ya que esa independización se ha
hecho absoluta. Los mecanismos de control de la interacción social, han
abandonado el ámbito comunicativo, sin ser reintegrados en él; y los medios de
control propios del sistema se han convertido en sustitutos de la
coordinación tribal que se hacia mediante instituciones comunicativas, si no
explícitamente racionales, mitológicamente ancladas. Al mito lo ha sustituido la
discusión sólo en el nivel comunicativo; en el sistemático, la responsabilidad
(mejor, la irresponsabilidad) del control social ha sido asumida por la dinámica
propia de una economía monetaria y de una administración pública regida por el
principio de la racionalidad burocrática, sin otro fin que el mantenimiento del
sistema mismo.
El problema consiste en que, no sólo el sistema se independiza
en el despliegue de la racionalidad propia de sus mecanismos de control
económico-burocráticos; como además la unidad entre sistema y mundo vital es
consustancial a ambos, y requiere del constante retroanclaje del uno en el otro,
ocurre entonces también que el sistema sólo puede mantener su independencia en
la forma de una primacía funcional sobre el mundo vital que se refleja en
la descomposición de éste. Es lo que Habermas denomina “la paradoja de la
racionalización”:
La racionalización del mundo vital posibilita un tipo de integración sistemática, que entra en competencia con el principio de integración de la comunicación y, en determinadas condiciones, retroactúa con efectos desintegradores sobre el mundo vital (ibíd, I, p. 459)
La consecuencia es lo que Habermas denomina la “colonización
interna del mundo vital”.
Ésta es la situación en la que ha descarrilado el proyecto de
la Modernidad. El progreso tecnológico se nos ha ido de las manos, se ha
escapado del ámbito lingüístico que controla la acción social mediante el
acuerdo. Los fines de esa acción social ya no son algo que reflexivamente
podamos asumir, sino que están determinados por las exigencias de mantenimiento
del sistema mismo, que coordinan la necesaria acción cooperativa, no mediante el
mundo vital en el que los hombres aún podrían considerarse protagonistas del
desarrollo, sino a través de medios propios que rigen el despliegue del sistema
según sus –del sistema– necesidades.
Ni la secularización de las imágenes del mundo, ni las diferenciaciones estructurales de la sociedad, tienen per se consecuencias patológicas inevitables. Ni son la diversificación y peculiar desarrollo de las esferas culturales de valor, lo que lleva al empobrecimiento cultural de la cotidiana praxis comunicativa, sino la escisión elitista de culturas de expertos del contexto de la acción comunicativa del día a día. No es el desacople de subsistemas de control de medios y de sus formas de organización respecto del mundo vital, lo que lleva a la racionalización unilateral o cosificación de la praxis comunicativa cotidiana, sino sólo la intrusión de formas de racionalidad económica y administrativa en ámbitos de acción, que se resisten a ser entendidos desde el poder y el dinero, porque están especializados en tradiciones culturales, integración social y educación, y se refieren a la comunicación y entendimiento como medio de la coordinación de acciones (ibíd, II, p. 488)
La crítica no se dirige a la Modernidad en bloque y a un
concepto generalizado de razón que, sin embargo, los francfortianos sólo pueden
interpretar instrumentalmente. Esto significaría recluir la crítica a la
vaciedad de la protesta informe. Habermas entiende más bien, que la misma
racionalidad comunicativa ofrece la base, la única, para cuestionar lo que desde
ella se muestra como ilegítima intrusión en su ámbito propio de criterios
extraños que pervierten su sentido.
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