I. REFLEXIONANDO ACERCA DE LA VIDA MATERIAL Y LA VIDA ECONÓMICA
COMENCÉ a pensar en Civilización material, economía y capitalismo, obra larga y ambiciosa, hace ya muchos años, en 1950. El tema me había sido propuesto entonces o, mejor dicho, amistosamente impuesto, por Lucien Febvre, que acababa de sentar las bases de una colección de historia general, "Destins du Monde", de la cual tuve que asumir la difícil continuación tras la muerte de su director, en 1956. Lucien Febvre se proponía escribir, por su parte, Pensées et croyanees d'Occident, du XV au XVIII sueles, libro que debía acompañar y completar el mío, formando pareja con él, y que desgraciadamente no se publicará nunca. Mi obra se ha visto definitivamente privada de este acompañamiento.
Sin embargo, pese a limitarse en general al campo de la economía, esta obra me ha planteado numerosos problemas, debido a la enorme cantidad de documentos que he tenido que manejar, a las controversias que suscita el tema tratado —la economía, en sí, es evidente que no existe— y a las incensantes dificultades que suscita una historiografía en constante evolución, ya que incorpora necesariamente, aunque con bastante lentitud, de buen o mal grado, las demás ciencias humanas. A esta historiografía en estado de perpetuo alumbramiento, que nunca es la misma de un año para otro, sólo podemos seguirla corriendo y trastornando nuestros trabajos habituales, adaptándonos mejor o peor a exigencias y ruegos siempre distintos. Yo, por mi parte, siento siempre un gran placer cuando escucho este canto de sirenas. Y los años van pasando. Habré consagrado veinticinco años de mi vida a la historia del Mediterráneo, y casi veinte a la Civilización material. Sin duda es mucho, demasiado.
La llamada historia económica, que se encuentra todavía en proceso de construcción, tropieza con una serie de prejuicios: no es la historia noble. La historia noble es el navío que construía Lucien Febvre: no se trataba de Jacob Fugger, sino de Martín Lutero o de Frangois Rabelais. Sea o no sea noble, o menos noble que otra, la historia económica no deja por ello de plantear todos los problemas inherentes a nuestro oficio: es la historia íntegra de los hombres, contemplada desde cierto punto de vista. Es a la vez la historia de los que son considerados como sus grandes actores, por ejemplo: Jacques Coeur o John Law; la historia de los grandes acontecimientos, la historia de la coyuntura y de las crisis y, finalmente, la historia masiva y estructural que evoluciona lentamente a lo largo de amplios periodos. Y en esto reside precisamente la dificultad, ya que,
tratándose de cuatro siglos y del conjunto del mundo, ¿cómo podíamos organizar semejante cúmulo de hechos y explicaciones? Había que escoger. En lo que a mí respecta, he elegido los equilibrios y desequilibrios profundos que se producen a largo plazo. Lo que me parece primordial en la economía preindustrial es, en efecto, la coexistencia de las rigideces, inercias y torpezas de una economía aún elemental con los movimientos limitados y minoritarios, aunque vivos y poderosos, de un crecimiento moderno. Por un lado, están los campesinos en sus pueblos, que viven de forma casi autónoma, prácticamente autárquica; por otro, una economía de mercado y un capitalismo en expansión que se extienden como una mancha de aceite, se van forjando poco a poco y prefiguran ya este mismo mundo en el que vivimos. Hay, por lo tanto, al menos dos universos, dos géneros de vida que son ajenos uno al otro, y cuyas masas respectivas encuentran su explicación, sin embargo, una gracias a la otra.
Quise empezar por las inercias, a primera vista una historia oscura y fuera de la conciencia clara de los hombres, que en este juego son bastante más pasivos que activos. Es lo que trato de explicar mejor o peor en el primer volumen de mi obra, que yo había pensado titular en 1967, con ocasión de su primera edición, Lo posible y lo imposible: los hombres frente a su vida cotidiana, título que cambié poco después por el de Las estructuras de lo cotidiano. ¡Pero qué más da el título! El objeto de la investigación está tan claro como el agua, si bien esta búsqueda resulta aleatoria, plagada de lagunas, trampas y posibles errores. En efecto, todos los términos resaltados —inconsciente, cotidianeidad, estructuras, profundidad— resultan oscuros por sí mismos. Y no puede tratarse, en este caso, del inconsciente del psicoanálisis, pese a que éste también entra en juego, pese a que quizás haya que descubrir un inconsciente colectivo, cuya realidad tanto atormentó a Carl Gustav Jung. Pero es poco corriente que este tema tan amplio sea abordado, a no ser en sus aspectos laterales. Aún está esperando a su historiador.
Me he ceñido, por mi parte, a unos criterios concretos. He partido de lo cotidiano, de aquello que, en la vida, se hace cargo de nosotros sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello: la costumbre —mejor dicho, la rutina—, mil ademanes que prosperan y se rematan por sí mismos y con respecto a los cuales a nadie le es preciso tomar una decisión, que suceden sin que seamos plenamente conscientes de ellos. Creo que la humanidad se halla algo más que semisumergida en lo cotidiano. Innumerables gestos heredados, acumulados confusamente, repetidos de manera infinita hasta nuestros días, nos ayudan a vivir, nos encierran y deciden por nosotros durante toda nuestra existencia. Son incitaciones, pulsiones, modelos, formas u obligaciones de actuar que se remontan a veces, y más a menudo de lo que suponemos, a la noche de los tiempos. Un pasado multisecular, muy antiguo y muy vivo, desemboca en el tiempo presente al igual que el Amazonas vierte en el Atlántico la enorme masa de sus turbias aguas.
Todo esto es lo que he tratado de englobar con el cómodo nombre — aunque inexacto como todos los términos de significado demasiado amplio— de
vida material. No se trata, claro está, más que de una parte de la vida activa de los hombres, tan congénitamente inventores como rutinarios. Pero al principio, repito, no me preocupé de precisar los límites o la naturaleza de esta vida más bien soportada que protagonizada. He querido ver y mostrar este conjunto de historia —generalmente mal apreciado— vivido de forma mediocre, y sumergirme en él, familiarizarme con él.
Después de esto, y sólo entonces, habrá llegado el momento de salir del mismo. La impresión profunda, inmediata, que se obtiene tras esta pesca submarina, es la de que nos encontramos en unas aguas muy antiguas, en medio de una historia que, en cierto modo, no tiene edad, que podríamos encontrar tal cual dos, tres o diez siglos antes y que, en ocasiones, podemos percibir durante un momento aún hoy en día, con nuestros propios ojos. Esta vida material, tal como yo la entiendo, es lo que la humanidad ha incorporado profundamente a su propia vida a lo largo de su historia anterior, como si formara parte de las mismas entrañas de los hombres, para quienes estas intoxicaciones y experiencias de antaño se han convertido en necesidades cotidianas, en banalidades. Y nadie parece prestarles atención.
Tal es el hilo conductor de mi primer volumen; su objetivo: una exploración. Sus capítulos se presentan por sí mismos, con tan sólo enunciar sus títulos, que coinciden con la enumeración de las fuerzas oscuras que trabajan e impulsan hacia adelante al conjunto de la vida material y, más allá de la misma o por encima de ella, a la historia entera de los hombres.
Primer capítulo: "El número de hombres". Es la potencia biológica por excelencia la que empuja al hombre, como a todos los seres vivos, a reproducirse; el "tropismo de primavera", como lo llamaba Georges Lefebvre. Pero existen otros tropismos, otros determinismos. Esta materia humana en perpetuo movimiento rige, sin que los individuos sean conscientes de ello, buena parte de los destinos de los distintos grupos de seres vivos. Alternativamente, éstos, según sean las condiciones generales, son demasiado numerosos o demasiado escasos; el juego demográfico tiende al equilibrio, pero éste se alcanza en contadas ocasiones. A partir de 1450, en Europa, el número de hombres aumenta con rapidez, porque entonces resulta necesario y posible compensar las enormes pérdidas del siglo anterior, después de la Peste Negra. Se produce una recuperación que dura hasta el siguiente reflujo. Sucesivos y como si estuvieran previstos de antemano, en opinión de los historiadores, flujo y reflujo dibujan y revelan una serie de tendencias generales, de reglas a largo plazo que seguirán presentes hasta el siglo XVIII. Y sólo en el siglo XVIII se producirá una ruptura de las fronteras de lo imposible, la superación de un techo hasta entonces infranqueable. A partir de entonces, el número de hombres no ha cesado de aumentar, no ha habido ya frenazo ni inversión del movimiento. ¿Podría quizás producirse tal inversión el día de mañana?
En cualquier caso, hasta el siglo XVIII el sistema de vida se encuentra
encerrado dentro de un círculo casi intangible. En cuanto se alcanza la circunferencia, se produce casi inmediatamente una retracción, un retroceso. No faltan las maneras y ocasiones de restablecer el equilibrio: penurias, escaseces, carestías, duras condiciones de la vida diaria, guerras y, finalmente, una larga sucesión de enfermedades. Actualmente aún están presentes; ayer eran auténticas plagas apocalípticas: la peste con sus epidemias regulares, que no abandonará Europa hasta el siglo XVIII; el tifus que, con la llegada del invierno, bloqueará a Napoleón con su ejército en pleno corazón de Rusia; la fiebre tifoidea y la viruela, enfermedades endémicas; la tuberculosis, que pronto hará acto de presencia en el campo y que, en el siglo XIX, inunda las ciudades y se convierte en el mal romántico por excelencia; y, finalmente, las enfermedades venéreas, la sífilis que renace o, mejor dicho, que se propaga debido a la combinación de diferentes especies microbianas tras el descubrimiento de América. Las deficiencias de la higiene y la mala calidad del agua potable harán el resto.
¿Cómo podía el hombre, desde el momento de su frágil nacimiento, escapar a todas estas agresiones? La mortalidad infantil es enorme, al igual que en ciertos países subdesarrollados de ayer y de hoy, y la situación sanitaria general precaria. Contamos con cientos de informes sobre autopsias a partir del siglo XVI. Son alucinantes: la descripción de las deformaciones, del deterioro de los cuerpos y de la piel, la anormal población de parásitos alojados en los pulmones y en las entrañas asombraría a un médico actual. Hasta época reciente, por lo tanto, una realidad biológica malsana domina implacablemente la historia de los hombres. Debemos tenerlo en cuenta cuando nos preguntamos: ¿cómo son?, ¿de qué males sufren?, ¿pueden acaso conjurar sus males?
Otras preguntas planteadas en los siguientes capítulos: ¿qué es lo que comen?, ¿qué beben?, ¿cómo visten?, ¿dónde se alojan? Preguntas incongruentes, que exigen casi una expedición de descubridores porque, como es sabido, en los libros de historia tradicional, el hombre ni come ni bebe. Se dijo hace tiempo, no obstante, que Der Mensch ist was er isst [el hombre es lo que come], pero quizás fuera tan sólo por el gusto de hacer juegos de palabras que la lengua alemana permite. No creo, sin embargo, que debamos relegar al terreno de lo anecdótico la aparición de tantos productos alimenticios, del azúcar, del café, del té al alcohol. Constituyen de hecho, en cada ocasión, interminables e importantes flujos históricos. No insistiremos nunca lo bastante en la importancia de los cereales, plantas dominantes en la alimentación antigua. El trigo, el arroz y el maíz son el resultado de selecciones antiquísimas y de innumerables y sucesivas experiencias que, debido al efecto de "derivas" multiseculares (adoptando el término empleado por Fierre Gourou, el más grande de los geógrafos franceses), se han convertido en opciones de civilización. El trigo, que devora a la tierra, que exige que ésta descanse regularmente implica y posibilita la ganadería: ¿podríamos acaso imaginarnos la historia de Europa sin sus animales domésticos, sus arados, sus yuntas, sus distintos tipos de acarreo? El arroz nace de cierto tipo de jardinería, de un cultivo intenso en el cual no participan para nada los animales. El maíz es, sin duda, el más cómodo, el más fácil de obtener de los alimentos cotidianos: facilita el tiempo libre, y de ahí las
faenas campesinas y los enormes monumentos amerindios. Una fuerza de trabajo no utilizada fue confiscada por la sociedad. Y podríamos discutir también acerca de las distintas raciones y calorías que representan los cereales, acerca de las insuficiencias y cambios de dieta a través de los siglos. ¿Acaso no son temas tan apasionantes como el del destino del Imperio de Carlos V o el de los esplendores fugaces y discutibles de lo que llamamos la primacía francesa en tiempos de Luis XIV? Y bien es cierto que son asimismo temas cargados de consecuencias, la historia de las drogas antiguas, del alcohol, del tabaco, la manera fulgurante con que el tabaco, especialmente, le ha dado la vuelta al mundo, ¿no constituye acaso una advertencia frente a las drogas actuales, mucho más peligrosas?
Consideraciones análogas se imponen con respecto a las técnicas. Maravillosa historia en verdad, que atañe al trabajo de los hombres y a sus lentísimos progresos dentro del marco de su lucha cotidiana contra el mundo exterior y contra sí mismos. Todo es técnica desde siempre: tanto el esfuerzo violento como el esfuerzo paciente y monótono de los hombres modelando una piedra, un trozo de madera o de hierro para fabricar una herramienta o un arma. ¿Acaso no se trata de una actividad realizada a ras del suelo, esencialmente conservadora y lenta en transformarse, y a la que la ciencia (que es su superestructura tardía) recubre lentamente, si es que llega a cubrirla? Las grandes concentraciones económicas traen consigo la concentración de medios técnicos y el desarrollo de una tecnología: así ocurre con el Arsenal de Venecia en el siglo XV, con la Holanda del siglo XVII y con la Inglaterra del XVIII. Y en cada ocasión la ciencia, por muy en sus comienzos que esté, acudirá a la cita, porque se ve llevada a ella por la fuerza.
Desde siempre, todas las técnicas, todos los elementos de la ciencia, se intercambian y viajan alrededor del mundo; hay una incesante difusión. Pero otra cosa que se difunde, aunque mal, son las asociaciones, las agrupaciones de técnicas: el timón de codaste, más el casco de tingladillo, más la artillería naval, más la navegación de altura —así como el capitalismo, suma de artificios, procedimientos, costumbres y realizaciones. ¿Acaso fueron la navegación de altura y el capitalismo los que forjaron la supremacía de Europa, por el mero hecho de no haberse difundido en bloque?
Pero me preguntarán ustedes: ¿por qué están sus dos últimos capítulos dedicados a la moneda y a las ciudades? Es verdad que he querido aligerar el volumen siguiente. Pero esta razón por sí sola, evidentemente, no es ni podría ser suficiente. La verdad es que las monedas y las ciudades participan a la vez de la cotidianeidad inmemorial y de la más reciente modernidad. La moneda es un invento antiquísimo, si entendemos como tal todo medio que agilita los intercambios. Y sin intercambios no hay sociedad. En cuanto a las ciudades, existen desde la Prehistoria. Se trata de estructuras multiseculares que forman parte de la vida más común. Pero son asimismo multiplicadores capaces de adaptarse al cambio, de ayudarle poderosamente. Podríamos afirmar que las ciudades y la moneda fabricaron la modernidad; pero también, siguiendo la regla de reciprocidad tan cara a Georges Gurvitch, que la modernidad, la masa en
movimiento de la vida de los hombres, impulsó la expansión de la moneda y construyó la creciente tiranía de las ciudades. Ciudades y monedas son, al mismo tiempo, motores e indicadores; provocan y señalan el cambio. Y también son su consecuencia.
Digamos que no es fácil delimitar el inmenso terreno de lo habitual, de lo rutinario, "ese gran ausente de la historia". En realidad, lo habitual invade el conjunto de la vida de los hombres y se difunde en ella al igual que las sombras del atardecer invaden un paisaje. Pero estas sombras, esta falta de memoria y de lucidez admiten a la vez zonas menos iluminadas y zonas más iluminadas que otras. Sería necesario establecer el límite entre sombra y luz, entre rutina y decisión consciente. Una vez establecido, nos sería posible distinguir lo que está a la derecha y lo que está a la izquierda del espectador o, mejor dicho, lo que está por debajo y lo que está por encima de él. Pues bien, imagínense ustedes la enorme y múltiple capa que representan para una región determinada todos los mercados elementales con los que cuenta —una nube de puntos—, para ventas a menudo mediocres. Por estas múltiples salidas comienza lo que denominamos la economía de intercambio, tendida entre el enorme campo de la producción y el del consumo, igualmente enorme. Durante los siglos del Antiguo Régimen, entre 1400 y 1800, se trata aún de una economía de intercambio llena de imperfecciones. Sin duda, y debido a sus orígenes, esta economía se pierde en la noche de los tiempos, pero no logra asociar toda la producción a todo el consumo, ya que una inmensa parte de aquélla se pierde en el auto-consumo, de la familia o del pueblo, y no entra en el circuito del mercado.
Una vez considerada esta imperfección, nos queda que la economía de mercado se encuentra en vías de desarrollo, y que enlaza ya un número suficiente de burgos y ciudades como para poder comenzar a organizar ya la producción, a orientar y a dirigir el consumo. Habrán de pasar siglos, sin duda, pero entre estos dos universos —la producción, en la que todo nace, y el consumo, en el que todo perece—, la economía de mercado constituye el nexo de unión, el motor, la zona estrecha pero viva en la que surgen las incitaciones, las fuerzas vivas, las novedades, las iniciativas, las múltiples tomas de conciencia, los desarrollos e incluso el progreso. Me gusta, aunque no la comparto totalmente, la observación de Cari Brinkman, para quien la historia económica se reduce a la historia de la economía de mercado, observada desde sus orígenes hasta fin.
Por eso he observado atentamente, he descrito y he hecho revivir aquellos mercados elementales que se encontraban a mi alcance. Éstos marcan una frontera, un límite inferior de la economía. Todo lo que queda fuera del mercado no tiene sino un valor de uso, mientras que todo lo que traspasa su estrecha puerta adquiere un valor de intercambio. Según se encuentre a uno o a otro lado
del mercado elemental, el individuo, el "agente", se encuentra o no incluido dentro del intercambio, dentro de lo que he llamado la vida económica, para contraponerla a la vida material, y para distinguirlo también —pero vamos a dejar esta discusión para más adelante— del capitalismo. El artesano itinerante que va de pueblo en pueblo ofreciendo sus pobres servicios de reparador de sillas o de deshollinador, pese a ser un mediocre consumidor, pertenece, sin embargo, al mundo del mercado; debe recurrir a él para asegurarse su alimento cotidiano. Si ha conservado unos lazos con su campo natal y, llegado el momento de la siega o de la vendimia, vuelve a su pueblo para convertirse de nuevo en un campesino, cruzará entonces la frontera del mercado, pero en el otro sentido. El campesino que comercializa personalmente con cierta regularidad una parte de su cosecha y compra regularmente herramientas y ropas forma ya parte del mercado. Aquel que sólo acude al pueblo para vender pequeñas mercancías, unos huevos o una gallina, con el fin de obtener las monedas necesarias para pagar sus impuestos o comprar una reja para el arado, roza tan sólo el límite del mercado. Permanece inmerso en la enorme masa del autoconsumo. El buhonero, que vende por las calles y por las campiñas unas mercancías en pequeñas cantidades, se halla situado del lado de los intercambios, del cálculo, del debe y el haber, por muy modestos que sean tanto sus intercambios como sus cálculos. En cuanto al tendero, es claramente un agente de la economía de mercado. O vende lo que fabrica, entonces es un tendero-artesano, o bien vende lo que otros han producido, y pertenece desde ese mismo momento a la escala de los comerciantes. La tienda, siempre abierta, presenta la ventaja de ofrecer un intercambio continuo, mientras que el mercado sólo está presente uno o dos días a la semana. Más aún, la tienda representa el intercambio acompañado del crédito, ya que el tendero recibe sus mercancías a crédito y las vende a crédito. En este caso, una larga secuencia de deudas y de créditos se tiende a través del intercambio.
Por encima de los mercados y de los agentes elementales del intercambio, las ferias y las bolsas (abiertas estas últimas todos los días y celebrándose aquéllas sólo en fechas fijas, durante algunos días, para volver al mismo lugar tras largos intervalos de tiempo) desempeñan un papel importantísimo. Incluso cuando se da el caso, muy frecuente, de que están abiertas a los pequeños vendedores y a los comerciantes medianos, las ferias aparecen dominadas, al igual que las bolsas, por los grandes mercaderes, aquellos a los que pronto se denominará negociantes y que ya apenas se ocupan del comercio detallista.
En los primeros capítulos del volumen II de mi obra, titulado Los juegos del intercambio, he descrito ampliamente estos diversos elementos de la economía de mercado, tratando siempre de ver las cosas tan de cerca como fuese posible. Quizás lo haya hecho con excesivo entusiasmo y el lector lo encontrará seguramente demasiado largo. Pero, ¿no es bueno acaso que la historia sea ante todo una descripción, una simple observación, una clasificación sin excesivas ideas preconcebidas? Ver, mostrar, en eso consiste la mitad de nuestra tarea. Y ver, si es posible, con nuestros propios ojos. Porque les puedo asegurar que nada resulta más fácil en Europa —en Estados Unidos es diferente— que observar
todavía lo que puede ser un mercado en la calle de una ciudad, o una tienda de antaño, o un buhonero dispuesto a contarnos sus viajes, o una feria, o una bolsa. Vayan ustedes a Brasil, tierras adentro de Bahía, a Cabilia o al África negra, y encontrarán mercados arcaicos que aún viven ante nuestros ojos. Además, si se quiere leerlos, existen mil documentos que nos hablan de los intercambios del pasado: archivos de ciudades, registros notariales, documentos policiales, y tantos y tantos relatos de viajeros, por no hablar ya de los pintores.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Venecia. Al pasearnos por la ciudad, tan milagrosamente intacta, después de haber vagado por archivos y museos, podemos reconstruir prácticamente del todo los espectáculos del pasado. En Venecia ya no hay ferias o, mejor dicho, ya no hay ferias de mercancías. La Sema, feria de la Ascensión, es una fiesta que tiene lugar en la plaza de San Marcos con puestos de mercaderes, máscaras, música y el espectáculo ritual de los esponsales del Dux y el mar a la altura de San Nicolo. Algunos mercados se establecen en la plaza de San Marcos, especialmente los de joyas y pieles no menos valiosas. Pero tanto ayer como hoy, el gran espectáculo mercantil es el de la plaza de Rialto, frente al puente y al Fondaco dei Tedeschi, que es actualmente la oficina central de Correos de Ve-necia. Hacia 1530, el Aretino, que tenía una mansión situada sobre el Canal Grande, se entretenía observando las barcas cargadas de frutas y de montañas de melones procedentes de las islas de la laguna y que acudían a este "vientre" de Venecia, ya que la doble plaza de Rialto, Rialto Nuovo y Rialto Vecchio, era el "vientre" y el centro activo de todos los intercambios y de todos los negocios, grandes y pequeños. A dos pasos de los ruidosos escaparates de la doble plaza se encuentran los grandes negociantes de la ciudad, en su Loggia construida en 1455, y ala que podríamos llamar su Bolsa, discutiendo discretamente cada mañana acerca de sus negocios, seguros marítimos y fletes, y comprando, vendiendo, firmando contratos entre ellos o con comerciantes extranjeros. A dos pasos están los banchien, en sus estrechas tiendas, dispuestos a arreglar transacciones en el acto mediante transferencias de cuenta a cuenta. Muy cerca también, allí donde se encuentran todavía hoy, están la Herberia, el mercado de verduras, la Pescheria, el mercado de pescado, y, un poco más lejos, en la antigua Ca Quarini, las Beccarie, las carnicerías, situadas en las cercanías de la iglesia de San Mateo, la iglesia de los carniceros, que no fue destruida hasta finales del siglo XIX.
Nos sentiríamos un poco más desorientados en medio del estruendo de la Bolsa de Amsterdam, pongamos en el siglo XVII; pero un agente de Cambio y Bolsa actual que se hubiera entretenido leyendo el curioso libro de José de la Vega: Confusión de confusiones (1688), no tendría, me imagino, problemas para desenvolverse en ella, en el juego ya por aquel entonces complicado y sofisticado de las acciones que se compran y se venden sin poseerlas, siguiendo los muy modernos procedimientos de la venta a plazos o con prima. Un viaje a Londres, a los célebres cafés de Change Alley, revelaría las mismas marrullerías y acrobacias.
Pero dejemos estas enumeraciones. Hemos distinguido, para simplificar,
dos registros de la economía de mercado: uno inferior, los mercados, tiendas y buhoneros, y otro superior, las ferias y las bolsas. Primera pregunta planteada: ¿en qué nos pueden ayudar estos instrumentos del intercambio para explicar, grosso modo, las vicisitudes de la economía europea del Antiguo Régimen, del siglo XV al XVIll? Segunda pregunta: ¿cómo pueden esclarecernos, por semejanza o por contraste, los mecanismos de la economía no europea, de la que sólo estamos comenzando a saber algunas cosas? Estas son las dos preguntas a las que quisiéramos responder para concluir esta conferencia.
En primer lugar, la evolución de Occidente a lo largo de estos cuatro siglos: XV, XVI, XVII y XVIII.
El siglo XV, sobre todo a partir de 1450, presencia un resurgir general de la economía en beneficio de las ciudades que, favorecidas por la subida de los precios "industriales", mientras que los precios agrícolas se estabilizan o bajan, despegan más rápidamente que el campo. En ese momento, el papel motor corresponde con toda seguridad a las tiendas de artesanos o, mejor aún, a los mercados urbanos. Son estos mercados los que dictan las normas. El resurgir se inicia por lo tanto en la base de la vida económica.
En el siglo siguiente, cuando la máquina reactivada se complica precisamente a causa de su recobrada velocidad (los siglos XIII y XIV, antes de la Peste Negra, habían sido épocas de franca aceleración) y debido a la expansión de la economía atlántica, la fuerza motriz del movimiento se sitúa en las ferias internacionales: ferias de Amberes, de Berg-op-Zoom, de Francfort, de Medina del Campo y de Eyon, que fue por un instante el centro de Occidente, sobre todo a partir de las llamadas ferias de "Besancon", sumamente complejas y especializadas en el tráfico de dinero y créditos, que fueron instrumento de dominación — durante al menos cuarenta años, de 1579 a 1621— de los genoveses, maestros indiscutibles de los movimientos monetarios internacionales. Rayrnond de Rooker, poco dado a las generalizaciones debido a su innata prudencia, no dudaba en definir el siglo XVI como el del apogeo de las grandes ferias. La expansión característica de este siglo tan activo correspondería, según un análisis reciente, a la exuberancia de un último estadio, de una superestructura, y, de resultas, a la proliferación de esta superestructura, agrandada entonces por las llegadas de metales preciosos de América y, más aún, por un sistema de cambios y recambios que permite la circulación de una gran masa de papel a la venta y de crédito. Esta frágil obra maestra de los banqueros genoveses se derrumbará en la década de 1620 por mil razones a la vez.
La vida activa del siglo XVII, una vez liberada de los sortilegios del Mediterráneo, se desarrolla a través de la vasta superficie del Océano Atlántico. Se ha descrito a menudo este siglo como una época de retroceso o de estancamiento económico. Habría, no obstante, que matizar. Porque si bien el impulso del siglo XVI se ve indudablemente cortado en Italia y en otras partes, la fantástica subida de Amsterdam no se halla situada, sin embargo, bajo el signo
del marasmo económico. En todo caso, con respecto a este punto, los historiadores están todos de acuerdo: la actividad que persiste se apoya en un decisivo retorno a la mercancía, a un intercambio de base en definitiva, y todo ello en beneficio de Holanda, de sus flotas y de la Bolsa de Amsterdam. Al mismo tiempo, la feria cede el paso a las Bolsas y a las plazas mercantiles, que son a la feria lo que la tienda normal es al mercado urbano, es decir, un flujo continuo que sustituye a unos encuentros intermitentes. Se trata en este caso de una historia archiconocida y clásica. Pero no sólo entra en juego la Bolsa. Los esplendores de Amsterdam corren el peligro de ocultarnos ciertas realizaciones más corrientes. El siglo XVII, de hecho, es asimismo el del florecimiento masivo de las tiendas, otro gran triunfo de lo continuo. Éstas se multiplican a lo largo de Europa, en donde crean apretadas redes de distribución. Es Lope de Vega (1607) quien dice del Madrid del Siglo de Oro que "todo se ha vuelto tiendas".
En el XVIII, siglo de aceleración económica general, todos los instrumentos del intercambio entran lógicamente en juego: las Bolsas amplían sus actividades; Londres imita y trata de suplantar a Amsterdam, que tiende a especializarse como la gran plaza de los préstamos internacionales; Ginebra y Genova participan en este peligroso juego; París se anima y empieza a ponerse a tono; el dinero y el crédito fluyen así cada vez más libremente de una plaza a otra. Dentro de este ambiente, es natural que las ferias salgan perdiendo: hechas para activar los intercambios tradicionales, gracias, entre otras cosas, a sus privilegios fiscales, pierden su razón de ser en un periodo de intercambios y de créditos fáciles. No obstante, si bien comienzan a declinar allí donde la vida se precipita, florecen y se mantienen allá donde subsisten economías aún tradicionales. Además, enumerar las ferias activas durante el siglo XVIII supone señalar las regiones marginales de la economía europea: en Francia, la zona de las ferias de Beaucaise; en Italia, la región de los Alpes (Bolzano) o el Mezziogiorno; más aún en los Balcanes, Polonia, Rusia y hacia el oeste, al otro lado del Atlántico, en el Nuevo Mundo.
Resulta superfluo decirlo, pero en este periodo de consumo y de crecientes intercambios, los mercados urbanos y las tiendas se hallan más animados que nunca. ¿Acaso no es entonces cuando éstas llegan a los pueblos? Hasta los buhoneros multiplican por dos sus actividades. Finalmente, se desarrollará lo que la historiografía inglesa denomina el prívate market para oponerlo al public market, vigilado éste por las altivas autoridades urbanas y fuera aquél de estos controles. Este prívate market, que comenzó a organizar en toda Inglaterra, bastante antes del siglo XVIII, las compras directas y a menudo anticipadas a los productores y la compra a los campesinos —fuera de los circuitos del mercado— de lana, trigo, telas, etc., consiste en el montaje —en contra de la reglamentación tradicional del mercado— de cadenas comerciales autónomas y muy largas, con gran libertad de movimiento y que, además, se aprovechan sin ningún escrúpulo de dicha libertad. Se impusieron por su eficacia, aprovechando los grandes suministros necesarios al ejército o a las grandes capitales. El "vientre" de Londres y el "vientre" de París fueron, en definitiva, revolucionarios. En resumen, el siglo XVIII lo incrementaría todo en Europa, incluido el "contramercado".
Todo esto es verdad por lo que pe refiere a Europa. Hasta ahora sólo hemos hablado de ella. Y no es porque queramos centrarlo todo en su vida particular, siguiendo una visión eurocentrista demasiado cómoda, sino simplemente porque el oficio de historiador se ha desarrollado en Europa y los historiadores se han aferrado a su propio pasado. Desde hace algunos decenios, se ha producido un profundo cambio; las fuentes documentales en la India, en Japón y en Turquía son explotadas sistemáticamente, y empezamos a conocer la historia de estos países por otra vía, que ya no es la de las crónicas de los viajeros o la de los libros de historiadores europeos. Sabernos ya lo suficiente como para poder plantearnos la siguiente pregunta: si los engranajes del intercambio que acabamos de describir para el caso europeo existen fuera de Europa —y existen en China, en la India, a lo largo del Islam y en Japón—, ¿podemos acaso utilizarlos para un ensayo de análisis comparativo? El objetivo sería, en el caso de ser posible, situar en líneas generales la no-Europa con relación a la misma Europa, ver si el creciente abismo que entre ellas se abre durante el siglo XIX era ya visible antes de la Revolución industrial, y si Europa se encontraba o no adelantada con respecto al resto del mundo.
Primera constatación: en todas partes hay instalados mercados, incluso en aquellas sociedades apenas esbozadas, como en África negra y en las civilizaciones amerindias. Afortion, en las sociedades más densas y evolucionadas, que aparecen literalmente acribilladas de mercados elementales. Haciendo un pequeño esfuerzo, estos mercados aparecerán ante nuestros ojos aún vivos y fáciles de reconstruir. En los países islámicos, las ciudades han despojado prácticamente a los pueblos de sus mercados, al igual que en Europa los han devorado. Los más desarrollados de estos mercados se extienden al pie de las puertas monumentales de las ciudades, en unos espacios que no son, en definitiva, ni campo ni ciudad, y donde el ciudadano por un lado y el campesino por otro se encuentran en terreno neutral. En la misma ciudad, de estrechas calles y plazas, algunos mercados de barrio llegan a esbozarse: el cliente encuentra en ellos el pan recién hecho, algunas mercancías y, contrariamente a la costumbre europea, muchos platos cocinados: albóndigas de carne, cabezas de cordero asadas, buñuelos, pasteles. Los grandes centros comerciales —a un mismo tiempo mercados, agrupaciones de tiendas y lonjas a la europea— son los fonduks y los bazares, como el Besestán de Estambul.
En la India, señalaremos una particularidad: no hay pueblo que no cuente con su propio mercado, debido a la necesidad de transformar en él —mediante la intervención del mercader banyan— los censos pagados en especie por la comunidad aldeana en censos en metálico, bien sea para el Gran Mogol, bien para los señores de su séquito. ¿Hemos de ver, quizá, en esta nebulosa de mercados rurales, una imperfección del acaparamiento urbano en la India? ¿O bien, por el contrario, debemos imaginar que los mercaderes banyan practicaban cierto tipo de prívate market al acaparar la producción en su origen, en el mismo pueblo?
La organización más sorprendente, en el nivel de los mercados
elementales, es indudablemente la de China, hasta el punto de que su caso nos muestra una geografía exacta, casi matemática. Tomemos un pueblo o una ciudad pequeña. Marquen ustedes un punto en una hoja en blanco. Alrededor de ese punto se sitúan de seis a diez pueblos, a una distancia tal que el campesino puede ir al pueblo y regresar en un mismo día. Este conjunto geométrico — un punto en el centro y diez alrededor— es lo que podríamos llamar un cantón, la zona de iradiación de un mercado de pueblo. Prácticamente, este mercado se subdivide siguiendo las calles y plazas del pueblo y engloba las tiendas de los revendedores, usureros, escribanos y comerciantes detallistas, las casas de té y saké. W. Skinner tenía razón; en este espacio cantonal es donde se sitúa la matriz de la China campesina, y no en el pueblo. Admitirán ustedes también sin dificultad que los burgos giran, por su parte, en torno a una ciudad a la que envuelven a distancia conveniente, a la que surten y a través de la cual están ligados a los tráficos lejanos y a las mercancías que no se producen in situ. Que todo ello constituye un sistema, lo demuestra claramente el hecho de que el calendario de los mercados en los distintos pueblos y en la ciudad se establecen de forma que no se superpongan unos y otros. De un mercado a otro, de un pueblo a otro, circulan sin cesar buhoneros y artesanos, pues en China la tienda del artesano es ambulante, y es en el mercado donde contratan sus servicios; tanto es así que el herrero o el barbero trabajan a domicilio. En resumen, la masa china se encuentra atravesada y animada por cadenas de mercados regulares, ligados unos a otros y todos ellos estrechamente vigilados.
Las tiendas y los buhoneros también son muy numerosos, proliferan; pero las ferias y las Bolsas, engranajes superiores, se echan de menos. Sí hay algunas ferias, pero marginales, en las fronteras de Mongolia o en Cantón, para los mercaderes extranjeros, lo cual es también una manera de vigilarlos.
Por lo tanto, una de dos: o el gobierno es hostil a estas formas superiores de intercambio, o bien la circulación capilar de los mercados elementales resulta suficiente para la economía china: las arterias y venas no les serían, entonces, necesarias. Por una u otra de estas razones, o por ambas al mismo tiempo, el intercambio en China se encuentra, en definitiva, yugulado, arrasado, y en otra conferencia veremos cómo este hecho ha tenido gran importancia para el no desarrollo del capitalismo chino.
Los estadios superiores del intercambio aparecen mejor desarrollados en Japón, en donde las redes de los grandes comerciantes se hallan perfectamente organizadas. También lo están en Insulindia, vieja encrucijada comercial que cuenta con sus ferias regulares y sus Bolsas, si entendemos por tales, lo mismo que en la Europa de los siglos XV y XVI, e incluso más tarde, las reuniones cotidianas de los grandes mercaderes de una zona determinada. Así en Bantam, en la isla de Java —durante mucho tiempo la ciudad más activa, incluso después de la fundación de Batavia en 1619—, los negociantes se reúnen todos los días en una de las plazas de la ciudad a la hora en que acaba el mercado.
La India es, por excelencia, el país de las ferias, vastas reuniones mercantiles y religiosas a un mismo tiempo, ya que suelen montarse en los
lugares de peregrinación. Toda la península aparece removida por estas reuniones gigantescas. Admiremos su omnipresencia y su importancia; pero, ¿no constituían, por otra parte, el signo de una economía tradicional, orientada en cierto modo hacia el pasado? En cambio, en el mundo islámico, pese a que las ferias existían, no eran ni tan numerosas ni tan grandes como las de la India. Excepciones como las ferias de La Meca no hacen más que confirmar la regla. En efecto, las ciudades musulmanas, superdesarrolladas y superdinámicas, poseían los mecanismos y los instrumentos de los estadios superiores del intercambio. Los pagarés circulaban con tanta frecuencia como en la India e iban a la par con la utilización directa del dinero en metálico. Toda una red de crédito relacionaba las ciudades musulmanas con el Extremo Oriente. Un viajero inglés, de vuelta de las Indias en 1789, y a punto de pasar de Basora a Constantinopla, al no querer dejar su dinero en depósito en la East India Company, pagaba 2 000 piastras en metálico a un banquero de Basora, que le entregó una carta redactada en lingua franca para un banquero de Alepo. Debería haber sacado de ello, en teoría, algún beneficio, pero no ganó tanto como se esperaba. No hay nadie que gane siempre, en todas las ocasiones.
En resumen, la economía europea, si la comparamos con las del resto del mundo, parece haber debido su desarrollo más avanzado a la superioridad de sus instrumentos e instituciones: las Bolsas y las diversas formas de crédito. Pero, sin excepción alguna, todos los mecanismos y artificios del intercambio pueden encontrarse fuera de Europa, desarrollados y utilizados en grados diversos, y podemos distinguir aquí una jerarquía: en un estadio casi superior, Japón, tal vez también Insulindia y el Islam, y seguramente la India, con su red de crédito desarrollada por sus mercaderes banyan, la práctica de los préstamos monetarios para empresas arriesgadas y sus seguros marítimos; en un estadio inferior y acostumbrada a vivir replegada sobre sí misma, la China; y, para terminar, justo por debajo de ella, miles de economías aún primitivas.
El hecho de establecer una clasificación de las economías del mundo no deja de tener una significación. Tendré en cuenta esta jerarquía en el siguiente capítulo, cuando intente evaluar las posiciones ocupadas por la economía de mercado y el capitalismo. En efecto, esta ordenación en sentido vertical hará que el análisis dé sus frutos. Por encima de la enorme masa de la vida material diaria, la economía de mercado ha tendido sus redes y mantenido vivos sus diversos entramados. Y fue, de ordinario, por encima de la economía de mercado propiamente dicha por donde prosperó el capitalismo. Podríamos afirmar que la economía del mundo entero se hace visible en un auténtico mapa de relieve.
II. LOS JUEGOS DEL INTERCAMBIO
EN MI anterior conferencia señalé el lugar característico que ocupa, del siglo XV al XVIII, un enorme sector de autoconsumo que permanece en lo esencial completamente al margen de la economía de intercambio. Europa, incluso la más desarrollada, aparece sembrada, hasta el siglo XVIII e incluso más adelante, de zonas que participan poco en la vida general y que, en su aislamiento, se obstinan en llevar su propia existencia, casi por completo encerrada en sí misma.
Quisiera abordar hoy lo que concierne propiamente al intercambio y que designaremos a la vez como economía de mercado y como capitalismo. Este doble apelativo indica que pensamos diferenciar estos dos sectores que, desde nuestro punto de vista, no se confunden. Repitamos, no obstante, que estos dos grupos de actividad —economía de mercado y capitalismo— son minoritarios hasta el siglo XVIII, y que la mayoría de las acciones de los hombres permanece encerrada, sumergida, en el inmenso campo de la vida material. Si bien la economía de mercado se encuentra en plena expansión, cubre ya vastísimas superficies y cosecha éxitos espectaculares, adolece aún, con bastante frecuencia, de falta de densidad. En cuanto a aquellas realizaciones del Antiguo Régimen que llamo —con razón o sin ella— capitalismo, son índice de un nivel brillante y sofisticado, aunque limitado, que no afecta al conjunto de la vida económica y no crea —la excepción confirma la regla— ningún "modo de producción" propio y tendente, por sí mismo, a generalizarse. Dista mucho, incluso, ese capitalismo al que denominamos mercantil de dominar y dirigir en su totalidad a la economía de mercado, aunque ésta sea su condición previa indispensable. Y sin embargo, el papel nacional, internacional y mundial que desempeña el capitalismo resulta ya evidente.
La economía de mercado, de la que hablé en el primer capítulo, se nos presenta sin excesiva ambigüedad. Los historiadores le han otorgado, en verdad, un lugar de favor. Todas las ensalzan. En comparación, la producción y el consumo son aún continentes mal investigados por una búsqueda cuantitativa que todavía se encuentra en sus comienzos. No se entiende este universo con facilidad. La economía de mercado, por el contrario, no deja de suscitar opiniones en torno a ella. Llena por sí sola páginas y páginas de documentos de archivos —archivos urbanos, archivos privados de familias de comerciantes, documentos jurídicos y policiales, deliberaciones de las cámaras de comercio, registros de notarios... Entonces, ¿cómo no reparar en ella e interesarse por ella? Está siempre presente.
El peligro reside, evidentemente, en que sólo nos fijemos en ella, en que la
describamos con un lujo de detalles tal que pueda llegar a sugerir una presencia invasora, insistente, cuando en realidad sólo es un fragmento de un vasto conjunto, por su propia naturaleza, que la reduce a un papel de lazo entre la producción y el consumo; y de hecho, antes del siglo XIX es una simple capa más o menos gruesa y resistente, en ocasiones muy fina, situada entre el océano de la vida cotidiana que subyace y los procedimientos del capitalismo que, una vez de cada dos, la dirigen desde arriba.
Pocos historiadores son claramente conscientes de esta limitación que, al restringirla, define la economía de mercado y señala su verdadero papel. Witold Kula es de los pocosque no se dejan llevar demasiado por el movimiento de los precios del mercado, sus altibajos, sus crisis, sus lejanas correlaciones y sus tendencias al unísono —es decir, todo aquello que torna palpable el aumento regular del volumen de los intercambios. Para recoger una de sus imágenes, es importante mirar siempre al fondo del pozo, hasta llegar a la masa profunda del agua o de la vida material a la que afectan los precios del mercado, pero no calan en ella ni consiguen arrastrarla siempre. Por lo tanto, toda historia económica que no sea a doble registro —a saber, la salida del pozo y el pozo en su profundidad— corre el peligro de quedar terriblemente incompleta.
Una vez señalado esto, resulta evidente que entre los siglos XV y XVI, la zona ocupada por esta vida rápida que es la economía de mercado no ha cesado de expandirse. La variación en cadena de los precios de mercado es, a través del espacio, la señal que lo anuncia y lo demuestra. Estos precios varían en el mundo entero: en Europa, según demuestran numerosas informaciones, en Japón y en China, en la India, y a lo largo de los países del Islam (también en el Imperio turco), así como en América, en donde los metales preciosos juegan un papel precoz —es decir, en Nueva España, en Brasil, en Perú. Y todos estos precios se corresponden mejor o peor, se suceden con diferencias más o menos acusadas, apenas sensibles a través de toda Europa, donde las economías aparecen íntimamente conectadas unas con otras, pero, en cambio, con un retraso de al menos veinte años con respecto a Europa en la India de fines del siglo XVI y principios del XVII.
Resumiendo, cierta economía relaciona entre sí, mejor o peor, los distintos mercados del mundo, una economía que no arrastra tras ella más que algunas mercancías excepcionales, pero también los metales preciosos, viajeros privilegiados que están dando la vuelta al mundo. Las piezas de a ocho españolas, acuñadas con la plata de América, cruzan el Mediterráneo, atraviesan el Imperio turco y Persia, y llegan a la India y China. A partir de 1572, por el enlace de Manila, la plata americana cruza también el Pacífico y, al final del viaje, llega de nuevo a China por esta nueva vía.
Estas conexiones, estas cadenas, tráficos y transportes esenciales, ¿cómo no iban a llamar la atención de los historiadores? Estos espectáculos les fascinan, como ya fascinaron a sus contemporáneos. Incluso los primeros economistas, ¿qué estudiaban en realidad si no es la oferta y la demanda en el ámbito del mercado? La política económica de las altivas ciudades, ¿qué era sino la
vigilancia de sus mercados, de sus suministros y de sus precios? Y cuando una política económica se esboza en la actuación del Príncipe, ¿no es acaso a propósito del mercado nacional, de la bandera nacional que hay que defender, de la industria nacional ligada al mercado interior y exterior y a la que interesa promover? En esta zona estrecha y sensible del mercado es donde resulta posible y lógico actuar. En ella repercuten las medidas tomadas, como demuestra la práctica diaria. Tanto es así que se ha llegado a creer, con razón o sin ella, que los intercambios juegan por sí solos un papel decisivo, equilibrante, que allanan los desniveles mediante la competencia, ajustan la oferta y la demanda, y que el mercado es un dios escondido y benévolo, la "mano invisible" de Adam Smith, el mercado autorregulador del siglo XIX y la piedra angular de la economía, si nos atenemos al laissez faire, laissez passer.
Hay en esto una parte de verdad y otra de mala fe, pero también de ilusión. ¿Podemos acaso olvidar cuántas veces el mercado fue invertido y falseado, arbitrariamente fijados sus precios por los monopolios de hecho y de derecho? Y sobre todo, si admitimos las virtudes competidoras del mercado ("el primer ordenador puesto al servicio de los hombres"), es importante señalar al menos que el mercado no es sino un nexo imperfecto entre producción y consumo, aunque sólo fuese en la medida en que sigue siendo parcial. Subrayemos esta última palabra: parcial. Creo de hecho en las virtudes y en la importancia de una economía de mercado, pero no en su reinado exclusivo. Esto no impide que, hasta una época relativamente cercana, los economistas razonasen únicamente a partir de sus esquemas y de sus lecciones. Para Turgot, la circulación se identifica realmente con el conjunto de la vida económica. Del mismo modo y mucho después, David Ricardo no ve más que el río, estrecho pero vivo, de la economía de mercado. Y si bien los economistas, desde hace más de cincuenta años e instruidos por la experiencia, ya no defienden las virtudes automáticas del laissez faire, el mito sigue aún presente en el ámbito de la opinión pública y de las discusiones políticas actuales.
Finalmente, si he introducido el término capitalismo en el debate, a propósito de una época en la que no siempre se le reconoce carta de naturaleza, ha sido sobre todo porque necesitaba otra palabra que no fuera economía de mercado para designar aquellas actividades que se nos revelan como diferentes. Mi intención no era ciertamente la de "introducir el lobo en la majada". Sabía muy bien — ¡los historiadores han insistido tantas veces al respecto!— que este término conflictivo es ambiguo, terriblemente cargado de actualidad y, virtualmente, de anacronismo. Si, con gran imprudencia, le he abierto la puerta, ha sido por múltiples razones.
En primer lugar, entre los siglos XV y XVIII, hay ciertos procesos que exigen un apelativo especial. Cuando los observamos de cerca, resulta casi absurdo incluirlos, sin más, dentro de la economía de mercado ordinaria. El término que nos viene entonces espontáneamente a la cabeza es el de capitalismo. Si lo expulsamos, molestos, por la puerta, vuelve a entrar casi inmediatamente
por la ventana. Porque no le encontramos un sustituto adecuado, y esto es sintomático. Como dice un economista americano, la mejor razón para emplear el término capitalismo, por muy desprestigiado que esté, es, a fin de cuentas, que no hemos encontrado ningún otro que le sustituya. Es indudable que presenta el inconveniente de arrastrar tras de sí innumerables querellas y discusiones; pero estas querellas, las buenas, las menos buenas y las ociosas, son, en verdad, imposibles de evitar; no se puede actuar y discutir como si no existieran. Otro inconveniente peor es que el término aparece cargado de aquellas connotaciones que le presta la vida actual.
Porque el término capitalismo, en su acepción más amplia, data de principios del siglo XX. Observo por mi parte, de una forma un poco arbitraria, que su verdadero lanzamiento se produce con la edición, en 1902, del famoso libro de Werner Sombart, Der moderne Kapitalismus. Este término fue prácticamente ignorado por Marx. Henos aquí entonces directamente amenazados por el mayor de los pecados, el de anacronismo. No existe el capitalismo antes de la Revolución Industrial, gritaba un joven historiador: "¡El capital sí, pero el capitalismo no!".
No obstante, nunca se produce entre el pasado, incluso lejano, y el presente ruptura total, discontinuidad absoluta o —si se prefiere, no-contaminación. Las experiencias del pasado no dejan de prolongarse en la vida actual, no dejan de incrementarla. Así pues, muchos historiadores —y no de los menores— se dan cuenta actualmente de que la Revolución industrial se anuncia mucho antes del siglo XVIII. Quizás la mejor razón para persuadirse de ello sea el ejemplo que dan ciertos países subdesarrollados de hoy en día que intentan realizar su revolución industrial y, aun teniendo, según dicen, el modelo de éxito ante sus ojos, fracasan en el intento.
Resumiendo, esta dialéctica interminable puesta en tela de juicio —pasado, presente; presente, pasado— corre el riesgo de ser simplemente el corazón, la razón de ser de la historia misma.
No podremos doblegar ni definir el término capitalismo, para ponerlo al servicio exclusivo de la explicación histórica, a no ser encuadrándolo seriamente entre las dos palabras que subyacen y le prestan su sentido: capital y capitalista. El capital, como realidad tangible y masa de medios fácilmente identificables, y en constante actividad; el capitalista, como persona que preside o intenta presidir la inserción del capital en el proceso incesante de producción al cual se ven obligadas todas las sociedades; el capitalismo constituye, grosso modo (y sólo grosso modo], la forma en que es llevado —normalmente con fines poco altruistas— este constante juego de inserción.
La palabra clave es la de capital. Esta última, en los ensayos de los economistas, ha tomado el sentido reforzado de bien capital; no sólo designa las acumulaciones de dinero, sino también los resultados utilizables y utilizados de
todo trabajo previamente ejecutado: una casa es un capital, al igual que el trigo almacenado en una granja; un navío o una carretera también constituyen capitales. Pero un bien capital sólo merece ese nombre si participa en el renovado proceso de la producción: el dinero de un tesoro que permanece inactivo ya no constituye un capital, al igual que un bosque no explotado, etc. Una vez sentado esto, ¿existe acaso alguna sociedad conocida que no haya acumulado o acumule bienes capitales, que no los utilice con regularidad en su trabajo y que, por medio del trabajo, no los reconstituya y haga fructificar? El más modesto de los pueblos de Occidente, en el siglo XV, posee sus caminos, sus campos desempedrados, sus tierras cultivadas, sus bosques organizados, sus setos vivos, sus huertas, sus ruedas de molino, sus reservas de grano... Ciertos cálculos realizados con respecto a las economías del Antiguo Régimen arrojan una relación de uno a tres o a cuatro entre el producto bruto de un año de trabajo y la masa de los bienes capitales (lo que en francés llamamos le patrimoine), la misma, en suma, que la aceptada por Keynes para la economía de las sociedades actuales. Cada sociedad llevaría, pues, tras sí el equivalente a tres o cuatro años de trabajo acumulado, en reserva, que utilizaría para sacar adelante su producción, y el patrimonio sólo se moviliza parcialmente con tal fin, nunca en un 100%, desde luego.
Pero dejemos estos problemas. Los conocen ustedes tan bien como yo. No les debo, en realidad, más que una sola explicación: ¿cómo puedo distinguir aceptablemente el capitalismo de la economía de mercado, y viceversa?
Supongo, desde luego, que no esperarán ustedes de mí que lleve a cabo una distinción perentoria del tipo de "el agua debajo y el aceite encima". La realidad económica no trata nunca de cuerpos simples. Pero aceptarán sin demasiada dificultad que pueda haber al menos dos tipos de economía llamada de mercado (A y B), discernibles si les prestamos un poco de atención, aunque sólo sea por las relaciones humanas, económicas y sociales que instauran. En la primera categoría (A), incluiría de buen grado los intercambios cotidianos del mercado, los tráficos locales o a corta distancia, como el trigo y la madera que se encaminan hacia la ciudad cercana; e incluso los que tienen lugar en un radio más amplio, siempre que sean regulares, previsibles, rutinarios y abiertos, tanto a los pequeños, como a los grandes comerciantes: como por ejemplo los envíos de grano del Báltico desde Dantzig hasta Amsterdam en el siglo XVII, o el tráfico del aceite y del vino del sur hacia el norte de Europa, y estoy pensando en aquellas "flotillas" de carros alemanes que venían a buscar, cada año, el vino blanco de Istria.
El mercado de un pueblo podría constituir un buen ejemplo de estos intercambios carentes de sorpresas, "transparentes", cuyos pormenores conoce todo el mundo de antemano y cuyos beneficios siempre moderados podemos calcular aproximadamente. Este reúne ante todo a productores —campesinos, campesinas, artesanos— y a clientes, unos del mismo pueblo y otros de los pueblos cercanos. En todo lo demás hay, de vez en cuando, dos o tres comerciantes; es decir, entre el cliente y el productor aparece el intermediario, el
tercer hombre. Y este comerciante puede, en ciertas ocasiones, alterar el mercado, dominarlo e influir en los precios por medio de manejos de almacenamiento; incluso un pequeño revendedor puede, en contra de los reglamentos, salir al encuentro de los campesinos a la entrada del pueblo, comprarles a precio reducido sus géneros y ofrecerlos seguidamente él mismo a los compradores: es un fraude de tipo elemental, que está presente en todos los pueblos y más aún en todas las ciudades y que es capaz, cuando se extiende, de hacer subir los precios. Así pues, incluso en el pueblo ideal que nos estamos imaginando, con su comercio reglamentado, leal y transparente —donde los hombres trabajan "el ojo en el ojo, la mano con la mano", como dicen los alemanes—, el intercambio perteneciente a la categoría B, que huye de la transparencia y del control, no se halla por completo ausente. Asimismo, el comercio regular que anima a los grandes "convoys" de trigo del Báltico es un comercio transparente: las curvas de precios a la salida de Dantzig y a la llegada a Amsterdam son sincrónicas, y el margen de beneficios es a la vez seguro y moderado. Pero si se produce una carestía en el Mediterráneo, hacia 1590, por ejemplo, veremos a los mercaderes internacionales, representantes de importantes clientes, desviar de su ruta habitual a barcos enteros, cuyo cargamento, transportado a Liorna o a Genova, triplica o cuadruplica entonces sus precios. También en este caso, la economía A puede cederle el paso a la economía B.
En cuanto nos elevamos en la jerarquía de los intercambios, es el segundo tipo de economía el que predomina y dibuja ante nuestros ojos una "esfera de circulación" evidentemente distinta. Los historiadores ingleses han 'señalado la creciente importancia, a partir del siglo XV —y junto al mercado público tradicional, el public market— de lo que ellos llaman prívate market, o sea, el mercado privado; yo lo llamaría más bien, para acentuar la diferencia, el contramercado. ¿Acaso no trata éste, en efecto, de desembarazarse de las reglas del mercado tradicional, en exceso paralizadoras a veces? Algunos comerciantes itinerantes, recolectores de mercancías, van a buscar a los productores en sus propias casas. Compran directamente al campesino la lana, el cáñamo, los animales vivos, los cueros, la avena o el trigo, las aves de corral, etc. O incluso les compran estos productos por adelantado: la lana antes de que esquilen a las ovejas, el trigo cuando está apuntando. Un simple papel firmado en la posada del pueblo o en la misma granja cierra el trato. Después, encauzarán sus compras, por medio de carros, bestias de carga o barcos, hacia las grandes ciudades o hacia los puertos exportadores. Ejemplos como éstos se encuentran en el mundo entero, tanto en París como en Londres; en Segovia para las lanas, en torno a Napoles para el trigo, en Apulia para el aceite, en Insulindia para la pimienta. .. Cuando no acude a la misma explotación agrícola, el comerciante itinerante concierta sus citas junto al mercado, al margen de la plaza donde éste tiene lugar o bien, con mayor frecuencia, se reúne en una posada: las posadas son etapas de la circulación rodada, oficinas de transporte. Que este tipo de intercambios sustituye las condiciones normales del mercado colectivo por transacciones individuales cuyos términos varían arbitrariamente según sea la situación respectiva de los interesados, lo demuestran sin ambigüedad los numerosos procesos que origina en Inglaterra la interpretación de los pequeños papeles
firmados por los vendedores. Es evidente que se trata de intercambios desiguales en los que la competencia —ley esencial de la llamada economía de mercado— no desempeña apenas ningún papel, y en los que el mercader cuenta con dos ventajas: ha roto las relaciones entre el productor y el destinatario final de la mercancía (él es el único que conoce las condiciones del mercado a ambos extremos de la cadena y, por lo tanto, el beneficio contable) y dispone de dinero en efectivo, lo que constituye su argumento principal. De ahí que se tiendan largas cadenas mercantiles entre la producción y el consumo, y es sin duda su eficacia lo que las hizo imponerse, especialmente en lo que se refiere al abastecimiento de las ciudades, y lo que incitó a las autoridades a hacer la vista gorda o, por lo menos, a relajar sus controles.
Ahora bien, cuanto más se alargan dichas cadenas, más escapan a las reglas y controles habituales y más claramente emerge el proceso capitalista. Y lo hace de forma brillante en el comercio, a larga distancia, el Femhandel, en el que los historiadores alemanes no son los únicos en ver el superlativo de la vida de intercambio. El Femhandel es, por excelencia, un campo en el que se maniobra libremente, opera a unas distancias que le ponen a resguardo de los controles ordinarios, o que le permiten sortearlos; actuará, según los casos, desde las costas de Coromandel o las riberas de Bengala hasta Amsterdam; desde Amsterdam hasta cualquier almacén de reventas de Persia, de la China o del Japón. En esta extensa zona de operaciones, cuenta con la posibilidad de escoger, y escogerá aquello que le proporcione los máximos beneficios: ¿el comercio en las Antillas ya sólo produce beneficios modestos? Da lo mismo, ya que, en ese mismo instante, el comercio de la India y de la China garantiza la obtención de beneficios dobles. Basta, pues, con cambiar de punto de mira.
De estos grandes beneficios se derivan considerables acumulaciones de capital, tanto más cuanto que el comercio a larga distancia sólo se reparte entre unas pocas manos. No entra cualquiera en él. El comercio local, por el contrario, se esparce entre multitud de participantes. En el siglo XVI, por ejemplo, el comercio interior de Portugal, visto en su totalidad y con todo su supuesto valor monetario, es, con mucho, superior al comercio de pimienta, especias y drogas. Pero este comercio interior se encuentra a menudo bajo el signo del trueque, del valor de uso. El comercio de especias, en cambio, se sitúa directamente dentro del ámbito de la economía monetaria. Y son sólo los grandes negociantes los que lo practican y concentran en sus manos sus anormales beneficios. El mismo razonamiento valdría para la Inglaterra de tiempos de Defoe.
No es una casualidad que, en todos los países del mundo, un grupo de grandes negociantes se destaque claramente por encima de la masa de mercaderes, y que este grupo sea más limitado, por un lado, y aparezca siempre ligado, por otro, al comercio a larga distancia, entre otras actividades. Este fenómeno es visible en Alemania desde el siglo XIV, en París desde el XIII, en las ciudades italianas desde el XII, e incluso antes. El tayir, en el Islam y antes ya de la aparición de los primeros negociantes occidentales, es un exportador-importador que, desde su casa (estamos ya ante el comercio fijo), dirige a
agentes y comisionistas. No tiene nada en común con el hawanti, el tendero del zoco. En Agrá, que, hacia 1640, es aún una enorme ciudad de la India, un viajero anota que con el nombre de "sogador" se designa a "aquel al que llamaríamos en España un mercader, pero hay algunos que se adornan con el nombre particular de kaíari, el título más eminente para aquellos que profesan en estos países el arte mercantil y que significa comerciante riquísimo y de gran crédito". En Occidente, el vocabulario señala unas diferencias análogas. El négociant es el ka-tan francés, y esta palabra aparece en el siglo XVII. En Italia, hay una enorme distancia entre el mercante a taglio y el negoziante; lo mismo en Inglaterra entre el tradesman y el merchant que, en los puertos ingleses, se ocupa ante todo de la exportación y del comercio a larga distancia; y en Alemania, entre los Krámer, por un lado, y el Kaufmann o el Kaufhen, por otro.
¿Hace falta señalar que estos capitalistas, tanto en el Islam como en la cristiandad, son los amigos del príncipe, aliados o explotadores del Estado? Muy pronto, desde el principio, traspasarán los límites nacionales y se entenderán con los mercaderes de otras plazas extranjeras. Poseen mil medios para falsear el juego a su favor, mediante la manipulación del crédito y el fructuoso juego de las buenas monedas contra las falsas: las buenas monedas de oro y plata se destinan a las grandes transacciones, al Capital; y las de cobre a los pequeños salarios y a los pagos cotidianos, al Trabajo, en consecuencia. Cuentan con la superioridad de la información, de la inteligencia y de la cultura. Y se apoderan a su alrededor de lo que es bueno aprehender: la tierra, los edificios, las rentas... ¿Quién pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la competencia? Al escribir a uno de sus agentes de Burdeos, un mercader holándes le recomendaba que mantuviera secretos sus proyectos; si no, añadía, "le ocurriría a este negocio lo que a tantos otros en los que, en el momento en que surge la competencia, ¡ya se acabaron los beneficios!" Finalmente, y gracias a la masa de los capitales, pueden los capitalistas preservar sus privilegios y reservarse los grandes negocios internacionales de su tiempo. De una parte, porque en esta época de lentísimos transportes, el gran comercio impone largos plazos a la circulación de capitales: son necesarios meses, y a veces años, para que retornen las sumas invertidas, engrosadas por sus beneficios. De otra parte, porque generalmente el gran mercader no utiliza sólo capitales: recurre al crédito, al dinero de los demás. Por último, los capitales se desplazan. Desde finales del siglo XIV, los archivos de Francesco di Marco Datini, mercader de Prato, cerca de Florencia, nos señalan las idas y venidas de las letras de cambio entre las ciudades italianas y los puntos álgidos del capitalismo europeo: Barcelona, Montpellier, Avignon, París, Londres, Brujas... Pero se trata aquí de juegos tan ajenos al común de los mortales, como son las actuales deliberaciones ultrasecretas del Banco de Pagos Internacionales, en Basilea. intercambio se encuentra estrictamente jerarquizado, desde los más humildes oficios —mozos de cuerda, descargadores, buhoneros, carreteros, marineros— hasta los cajeros, tenderos, agentes de nombres diversos, usureros y, finalmente, hasta los negociantes. Lo que a primera vista resulta sorprendente es que la especialización, la división del trabajo, que no hace más que acentuarse
rápidamente al compás de los progresos de la economía de mercado, afecta a toda esta sociedad mercantil salvo a su cima, la de los negociantes capitalistas. Así este proceso de parcelación de funciones, esta modernización, se manifestó ante todo y solamente en la base: los oficios, los tenderos, incluso los buhoneros, se especializan. No ocurre lo mismo en lo alto de la pirámide, ya que, hasta el siglo XIX, el mercader de altos vuelos no se limita, por así decir, a una sola actividad: es comerciante, claro está, pero nunca de un solo ramo, sino que, según las ocasiones, es a la vez armador, asegurador, prestamista, prestatario, financiero, banquero e incluso empresario industrial o explotador agrícola. En Barcelona, en el siglo XVIII, el tendero detallista, el botiguer, está siempre especializado: vende telas, o paños, o especias... Si algún día se enriquece lo suficiente como para convertirse en negociante, pasa automáticamente de la especialización a la no-especialización. A partir de ese momento, cualquier buen negocio que se encuentre a su alcance pasará a ser de su competencia.
Esta anomalía ha sido a menudo señalada, pero la explicación que suele dársele no nos puede satisfacer: el mercader, nos dicen, divide sus actividades entre diversos sectores para limitar sus riesgos: perderá con la cochinilla, pero ganará con las especias; fracasará en una transacción comercial, pero ganará al jugar con los cambios o al prestarle dinero a un campesino para que pueda constituirse una renta... Para resumir, seguiría el consejo de un proverbio francés que recomienda "ne pas mettre tous sesoeufs dans le méme panier"["no jugárselo todo a una sola carta"].
De hecho, yo pienso:
• Que el mercader no se especializa porque ninguno de los ramos que se encuentran a su alcance está lo suficientemente desarrollado como para absorber toda su actividad. Se cree con demasiada frecuencia que el capitalismo de antaño era menor, debido a la falta de capitales, que le fue preciso ir acumulando durante mucho tiempo para expandirse. Sin embargo, la correspondencia mercantil o las memorias de las cámaras de comercio nos muestran bastante a menudo el caso de capitales que buscan inútilmente una forma de inversión. Entonces, el capitalismo se sentirá tentado por la adquisición de tierras, por su valor refugio y su valor social, pero también a veces de tierras que pueden explotarse de forma moderna y ser fuente de beneficios sustanciosos, como sucede, por ejemplo, en Inglaterra, en Venecia y otros lugares. O bien se dejará seducir por las especulaciones inmobiliarias urbanas; o también por las incursiones, prudentes pero frecuentes, en el campo de la industria, así como por las especulaciones mineras (siglos XV y XVI). Pero resulta significativo que, salvo en casos excepcionales, no se interese por el sistema de producción y se contente, mediante el sistema de trabajo a domicilio o putting out, con controlar la producción artesanal para asegurarse mejor su comercialización. Frente al artesano y al sistema del putting out, las manufacturas no representarán, hasta el siglo XIX, más que una pequeña parte de la
producción.
Que si el gran comerciante cambia tan a menudo de actividad, es porque los grandes beneficios cambian sin cesar de sector. El capitalismo es de naturaleza coyuntural. Incluso hoy en día, uno de sus grandes valores es su facilidad de adaptación y de reconversión.
Que una única especialización ha mostrado, en ocasiones, tendencia a manifestarse dentro de la vida mercantil: el comercio del dinero. Pero su éxito nunca ha sido de larga duración, como si el edificio económico no pudiese nutrir suficientemente esta punta culminante de la economía. La banca florentina, algún tiempo floreciente, se derrumba con los Bardi y los Perucci en el siglo XIV; y más tarde con los Médicis, en el siglo XV. A partir de 1579, las ferias genovesas de Piacenza se convierten en el clearing de casi todos los pagos europeos, pero la extraordinaria aventura de los banqueros genoveses durará menos de medio siglo, hasta 1621. En el siglo XVII, Amsterdam dominará a su vez en forma brillante los circuitos del crédito europeo, y la experiencia se saldará también esta vez con un fracaso en el siglo siguiente. El capitalismo financiero no triunfará hasta el siglo XIX, más allá de los años 1830-1860, cuando la Banca lo acapare todo, industria y mercancía, y cuando la economía, en general, haya adquirido el suficiente vigor como para sostener definitivamente esta construcción.
Resumiendo, hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo. No niego que pueda haber un capitalismo rural y disfrazado, astuto y cruel. Lenin, según me dijo el profesor Dalin de Moscú, sostenía incluso que, en un país socialista, si se le devolvía la libertad a un mercado de pueblo, éste podría reconstruir el árbol entero del capitalismo. No niego tampoco que pueda existir un microcapitalismo de los tenderos. Gerschenkron piensa que el verdadero capitalismo surgió de ahí. La relación de fuerzas que se halla en la base del capitalismo puede esbozarse y encontrarse en todos los estratos de la vida social. Pero en definitiva, es en lo alto de la sociedad donde se despliega el primer capitalismo, donde afirma su fuerza y se nos revela. Y es a la altura de los Bardi, de los Jacques Coeur, de los Jacob Fugger, de los John Law y de los Necker donde debemos ir a buscarlo y donde más probabilidades tenemos de descubrirlo.
Si de ordinario no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días, y porque se ha presentado a menudo al capitalismo como el motor y la plenitud del desarrollo económico. En realidad, todo se sostiene sobre los anchos hombros de la vida material: si ésta crece, todo va hacia adelante; la economía de mercado crece también a su costa y amplía sus relaciones. Ahora bien, el que se beneficia siempre de esta expansión es el capitalismo. No creo que Joseph Schumpeter tenga razón cuando hace del empresario el deus ex
machina. Creo con firmeza que es el movimiento de conjunto el que resulta determinante, y que todo capitalismo está hecho a la medida, en primer lugar, de las economías que le son subyacentes.
Como privilegio de una minoría, el capitalismo es impensable sin la complicidad activa de la sociedad. Constituye forzosamente una realidad de orden social, una realidad de orden político e incluso una realidad de civilización. Porque hace falta, en cierto modo, que la sociedad entera acepte, más o menos conscientemente, sus valores. Pero no siempre es éste el caso.
Toda sociedad densa se descompone en varios "conjuntos": el económico, el político, el cultural y el jerárquico-social. El económico sólo podrá comprenderse en unión de los demás "conjuntos", disolviéndose en ellos, pero también abriendo sus puertas a los próximos a él. Hay acción e interacción. Esta forma particular y parcial de la economía que es el capitalismo no se explicará plenamente sino a la luz de estas proximidades e invasiones; acabará adquiriendo gracias a ella su auténtico rostro.
De ahí que el Estado moderno, que no ha creado el capitalismo pero sí lo ha heredado, tan pronto lo favorezca como lo desfavorezca; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias. El capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado. En su primera gran fase, la dé las ciudades-Estado de Italia, en Venecia, en Genova y en Florencia, la élite del dinero es la que ejerce el poder. En Holanda, en el siglo XVIII, la aristocracia de los Regentes gobierna siguiendo el interés e incluso las directrices de los hombres de negocios, negociantes o proveedores de fondos. En Inglaterra, con la revolución de 1688, se llega asimismo a un compromiso semejante al holandés. Francia mantiene un retraso de más de un siglo: sólo con la revolución de julio, en 1830, se instalará por fin cómodamente la burguesía de los negocios en el gobierno.
Así pues, el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia. Lo mismo ocurre con la cultura y con la religión. En un principio, la religión —fuerza de tipo tradicional— dice no a las novedades del mundo, del dinero, de la especulación y de la usura. Pero existen acomodos con la Iglesia. Aunque ésta no cesa de decir no, acabará por decir sí a las imperiosas exigencias del siglo. Para decirlo brevemente, aceptará un ag-giornamento, un modernismo como hubiéramos dicho antaño. Agustin Renaudet recordaba que Santo Tomás de Aquino (1225-1274) formuló el primer modernismo llamado a tener éxito. Pero si la religión y, por lo tanto, la cultura, barrió bastante pronto sus obstáculos, mantuvo una fuerte oposición de principio, especialmente en lo que se refiere al préstamo con interés, condenado como usura. Se ha llegado incluso a sostener, un poco precipitadamente, es verdad, que estos escrúpulos sólo desaparecieron con la Reforma y que ésta es la razón profunda de la ascensión del capitalismo en los países del norte de Europa. Para Max Weber, el capitalismo, en el sentido
moderno de la palabra, no habría sido ni más ni menos que una creación del protestantismo o, mejor aún, del puritanismo.
Todos los historiadores se oponen a una tesis sutil, aunque no logran desembarazarse de ella de una vez por todas: vuelve a resurgir ante ellos sin cesar. Y, sin embargo, es manifiestamente falsa. Los países del Norte no han hecho más que tomar el lugar ocupado durante largo tiempo y con brillantez por los viejos centros capitalistas del Mediterráneo. No inventaron nada, ni en el campo de la técnica ni en el del manejo de los negocios. Amsterdam copia a Venecia, al igual que Londres copiará a Amsterdam, y Nueva York a Londres. Lo que entra en juego en cada ocasión es el desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial, por razones económicas, y esto no afecta a la naturaleza propia del capitalismo. Este deslizamiento definitivo desde el Mediterráneo a los mares del Norte, que se produce muy a finales del siglo XVI, supone el triunfo de un país nuevo sobre otro viejo. Y supone también un amplio cambio de nivel. Gracias a la nueva ascensión del Atlántico, se produce una expansión de la economía en general, de los intercambios, del stock monetario y, nuevamente, el vivo progreso de la economía de mercado es el que, fiel a la cita de Amsterdam, llevará sobre sus espaldas, las construcciones ampliadas del capitalismo. Finalmente, me parece que el error de Max Weber deriva esencialmente, en su punto de partida, de una exageración del papel desempeñado por el capitalismo como promotor del mundo moderno.
Pero éste no es el problema esencial. El verdadero destino del capitalismo se jugó, en efecto, de cara a las jerarquías sociales.
Toda sociedad evolucionada admite varias jerarquías, digamos varios escalones, que le permiten salir de la planta baja donde vegeta la masa del pueblo que está en la base —el Grundvolk de Werner Sombart—: jerarquía religiosa, jerarquía política, jerarquía militar y jerarquías diversas del dinero. Entre unas y otras, según los distintos siglos o lugares, existen oposiciones, compromisos o alianzas; a veces, hay incluso confusión. En la Roma del siglo XIII, la jerarquía política y la religiosa se confunden pero, alrededor de la ciudad, la tierra y el ganado crean una clase de grandes señores peligrosos, mientras que los banqueros de la Curia —sieneses— ascienden ya muy alto. En Florencia, a finales del siglo XIV, la antigua nobleza feudal y la nueva gran burguesía mercantil forman ya un mismo cuerpo dentro de una élite del dinero, la cual se hace también, lógicamente, con el poder político. En otros contextos sociales, por el contrario, una jerarquía política puede aplastar a las demás: es el caso de la China de los Ming y de los Manchúes. Es también el caso, aunque de forma menos nítida y continua, de la Francia monárquica del Antiguo Régimen, que durante mucho tiempo no deja a los mercaderes, ni siquiera a los ricos, mas que un papel carente de prestigio, y coloca en primera línea a la decisiva jerarquía de la nobleza. En la Francia de Luis XIII, el camino del poder pasa por acercarse al rey y a la Corte. El primer paso de la verdadera carrera de Richelieu, titular del insignificante obispado de Lugon, fue convertirse en capellán de la reina madre, María de Médicis, y poder acceder así a la Corte para introducirse en el estrecho círculo de los gobernantes.
Hay tantos caminos para la ambición de los individuos como sociedades. Y tantos tipos de éxito. En Occidente, aunque no escaseen los éxitos de individuos aislados, la historia repite incesantemente la misma lección, a saber, que los éxitos individuales deben inscribirse casi siempre en el activo de las familias vigilantes, atentas y consagradas a incrementar poco a poco su fortuna y su influencia. Su ambición aparece surtida de paciencia, se desarrolla a largo plazo. Entonces, ¿es preciso cantar las glorias y méritos de las "largas" familias, de los linajes? Supondría poner en primer plano, en el caso de Occidente, aquello que llamamos, en líneas generales y con un término que se ha impuesto tardíamente, la historia de la burguesía, sustentadora del proceso capitalista, creadora o utilizadora de la sólida jerarquía que se convertirá en la espina dorsal del capitalismo. Este último, en efecto, para asentar su fortuna y su poder, se apoya sucesiva o simultáneamente en el comercio, en la usura, en el comercio a larga distancia, en el "cargo" administrativo y en la tierra, valor seguro y que, por añadidura, y mucho más de lo que se piensa, confiere un evidente prestigio de cara a la misma sociedad. Si atendemos a estas largas cadenas familiares y a la lenta acumulación de patrimonios y honores, el paso, en Europa, del régimen feudal al régimen capitalista se hace casi comprensible. El régimen feudal constituye, en beneficio de las familias señoriales, una forma duradera del reparto de la riqueza territorial, riqueza de base —y por lo tanto un orden estable en su textura. La "burguesía", a lo largo de los siglos, vivirá como un parásito dentro de esta clase privilegiada, cerca de ella, contra ella y aprovechándose de sus errores, de su lujo, de su ociosidad y de su falta de previsión, para acabar apoderándose de sus bienes —con frecuencia a través de la usura— y para infiltrarse finalmente en sus filas y perderse en ellas. Pero hay otros burgueses para reanudar el asalto, para reemprender la misma lucha. Parasitismo, en suma, de larga duración: la burguesía no cesa de destruir a la clase dominante para nutrirse de ella. Pero su ascensión fue lenta, paciente, traspasándose sin cesar la ambición a hijos y nietos. Y así sucesivamente.
Una sociedad de este tipo, derivada de la sociedad feudal y que todavía sigue siendo feudal a medias, es una sociedad en la cual la propiedad y los privilegios sociales se encuentran relativamente a salvo, en la cual las familias pueden disfrutar de aquéllos con relativa tranquilidad, al ser la propiedad sacrosanta y desear ellos que así sea, y en la cual permanecen, por lo general, en su sitio. Ahora bien, es preciso que estas aguas sociales estén tranquilas o relativamente tranquilas para que se produzca la acumulación y se mantengan los linajes, y para que, si la economía monetaria colabora, emerja por fin el capitalismo. Este destruye, con este proceso, ciertos bastiones de la alta sociedad, pero reconstruye, en cambio y para beneficio propio, otros tan sólidos y duraderos como aquéllos.
Estas largas gestaciones de fortunas familiares, que desembocan un buen día en un éxito espectacular, nos resultan tan familiares, tanto en el pasado como en el presente, que nos cuesta darnos cuenta de que estamos aquí, de hecho, ante una característica esencial de las sociedades de Occidente. No reparamos en ella, en realidad sino distanciándonos y observando el espectáculo diferente
que nos ofrecen las sociedades extraeuropeas. En estas sociedades, lo que llamamos o podemos llamar capitalismo tropieza en general con obstáculos sociales nada fáciles o imposibles de franquear. Son estos obstáculos los que nos sitúan, por contraste, en el camino de una explicación general.
Dejemos a un lado la sociedad japonesa, en donde el proceso es el mismo, en líneas generales, que en Europa: una sociedad feudal se deteriora lentamente y una sociedad capitalista acaba liberándose de ella; Japón es el país en el que las dinastías mercantiles han durado más tiempo; algunas, nacidas en el siglo XVII, prosperan todavía hoy en día. Pero la occidental y la japonesa son los únicos ejemplos que nos puede recordar la historia comparativa de sociedades que pasan casi por sí mismas del orden feudal al orden del dinero. En otras zonas, las posiciones respectivas del Estado, del privilegio del rango y del privilegio del dinero son muy distintas, y es de estas diferencias de donde trataremos de extraer una enseñanza.
Veamos el caso de la China y del Islam. En China, las imperfectas
estadísticas que se nos ofrecen parecen indicar que la movilidad social en línea
vertical es mayor que en Europa. No porque el número de privilegiados sea re
lativamente mayor, sino porque la sociedad es mucho menos estable. La puerta
abierta, la jerarquía abierta, es la de los concursos de mandarines. Aunque estos
concursos no siempre se llevaron a cabo dentro de un contexto de honestidad
absoluta, resultaban, en principio, asequibles a todos los medios sociales, infini
tamente más asequibles en todo caso que las grandes universidades occidentales
del siglo XIX. Los exámenes que posibilitaban el acceso a las altas funciones del
mandarinato eran, de hecho, redistribuciones de las cartas del juego social, como
un constante New Deal. Pero los que logran de esta forma ascender a la cima no
permanecen allí más que de modo precario, con carácter vitalicio si se quiere. Y
las fortunas amasadas a menudo en estas ocasiones no sirven apenas para
fundar lo que llamaríamos en Europa una gran familia. Por otra parte, las familias
excesivamente ricas y poderosas resultan, por regla general, sospechosas al
Estado, que es el único en poseer el derecho sobre la tierra y el único habilitado
para recolectar los impuestos que paga el campesino, el cual vigila muy de cerca
las empresas mineras, industriales y mercantiles. El Estado chino, pese a las
complicidades locales de mercaderes y mandarines corrompidos, siempre fue
hostil al florecimiento de un capitalismo que, cada vez que prospera a favor de las
circunstancias, se ve finalmente frenado por un Estado en cierto modo totalitario
(si despojamos a esta palabra de su sentido peyorativo actual). Sólo
encontramos un auténtico capitalismo chino fuera de China —en Insulindia, por ejemplo, donde el mercader chino actúa y reina con entera libertad.
En los vastos países del Islam, sobre todo antes del siglo XVIII, la posesión de tierras es provisional, ya que, también allí, pertenece por derecho al príncipe. Los historiadores dirían, siguiendo el lenguaje de la Europa del Antiguo Régimen, que existen beneficios (es decir, bienes cedidos con carácter vitalicio) y no feudos familiares. Para decirlo con otros términos, los señoríos, es decir, las tierras, los pueblos y las rentas territoriales, son distribuidos por el Estado, al igual que
antaño lo hacía el Estado carolingio, y se encuentran de nuevo disponibles cada vez que muere su beneficiario. Esto constituye para el príncipe una forma de pagar los servicios de soldados y caballeros. Cuando muere el señor, su señorío y todos sus bienes vuelven al Sultán de Estambul o al Gran Mogol de Delhi. Digamos que estos grandes príncipes, mientras dura su autoridad, pueden cambiar de sociedad dominante, de élite, igual que de camisa, y no se privan de ello. La cima de la sociedad se renueva, por lo tanto, muy a menudo y las familias no tienen la posibilidad de incrustarse en ella. Un reciente estudio sobre el Cairo en el siglo XVIII nos señala que los grandes comerciantes no consiguen mantenerse en su puesto más allá de una sola generación. La sociedad política los devora. Si en la India la vida mercantil es más sólida, es porque se desarrolla al margen de la sociedad inestable de la cima, dentro de los marcos protectores constituidos por las castas de mercaderes y banqueros.
Una vez señalado esto, podrán ustedes comprender mejor la tesis que sostengo, bastante sencilla y verosímil: existen unas condiciones sociales en la base del avance y del triunfo del capitalismo. Éste exige cierta tranquilidad del orden social, así como cierta neutralidad, debilidad y complacencia del Estado. E incluso en Occidente encontramos diversos grados de esta complacencia: a razones claramente sociales e incrustadas en su pasado se debe que Francia haya sido siempre un país menos favorable al capitalismo que, por ejemplo, Inglaterra.
Creo que este punto de vista no suscitará objeciones serias. En cambio, un nuevo problema se plantea. El capitalismo requiere una jerarquía. Pero, ¿qué es exactamente una jerarquía para un historiador que ve desfilar ante sí cientos y cientos de sociedades que poseen todas ellas rematadas en la cima con un puñado de privilegiados y de responsables? Verdad de ayer para la Venecia del siglo XIII, para la Europa del Antiguo Régimen y para la Francia de Monsieur Thiers o la de 1936, en la que los eslóganes populares denunciaban el poder de las "doscientas familias". Pero verdad también en Japón, en la China, en Turquía y en la India. Y verdad todavía hoy: incluso en los Estados Unidos, el capitalismo no inventa las jerarquías sino que las utiliza, al igual que tampoco ha inventado el mercado o el consumo. El es, dentro de la amplia perspectiva de la historia, el visitante nocturno. Llega cuando ya todo está en su sitio. Dicho de otra forma, el problema en sí de la jerarquía lo rebasa, lo trasciende, lo domina por anticipado. Y las sociedades no capitalistas no han suprimido, desgraciadamente, las jerarquías.
Todo esto abre las puertas a largas discusiones que he tratado de presentar en mi libro sin aportar conclusiones. Porque ahí reside, sin duda, el problema clave, el mayor de todos los problemas: ¿hay que destruir la jerarquía, la dependencia de un hombre con respecto a otro? Sí, afirmó Jean-Paul Sartre en 1968. Pero, ¿es esto realmente posible?
III. EL TIEMPO DEL MUNDO
EN LOS dos capítulos anteriores, las piezas del rompecabezas les han sido presentadas o bien aisladas, o bien reagrupadas en un orden arbitrario, debido a las necesidades de la explicación. Se trata ahora de reconstruir el rompecabezas. Este es el objeto del tercer y último volumen de mi obra, titulado El tiempo del mundo. El título sugiere, por sí solo, mi ambición: vincular el capitalismo, su evolución y sus medios a una historia general del mundo.
Una historia, es decir, una sucesión cronológica de formas y experiencias. El conjunto del mundo, es decir, esa unidad que se dibuja entre los siglos XV y XVIII y cuya influencia se va notando progresivamente en la vida entera de los hombres, en todas las sociedades, economías y civilizaciones del mundo. Ahora bien, este mundo se asienta bajo el signo de la desigualdad. La imagen actual — países desarrollados por un lado, y países subdesarrollados por otro— constituye ya una auténtica realidad, mutatis mutandis, entre los siglos XV y XVIII. Es cierto que, de Jacques Coeur ajean Bodin, a Adam Smith y a Keynes, los países ricos y los países pobres no siempre han sido los mismos; ha girado la rueda. Pero, en lo que respecta a sus leyes, el mundo no ha cambiado apenas: sigue distribuyéndose, estructuralmente, entre privilegiados y no privilegiados. Existe una especie de sociedad mundial, tan jerarquizada como una sociedad ordinaria y que es como su imagen agrandada, pero reconocible. Microcosmos y macrocosmos, presentan en definitiva la misma textura. ¿Por qué? Es lo que trataré de explicar, aunque no estoy seguro de conseguirlo. El historiador ve con mayor facilidad los cornos que los porqués, y mejor las consecuencias que los orígenes de los grandes problemas. Razón de más, claro está, para que le apasione aún más el descubrimiento de estos orígenes que con toda regularidad se le escapan y se mofan de él.
Una vez más, nos interesa fijar el vocabulario. Necesitaremos, en efecto, utilizar dos expresiones: economía mundial y economía-mundo, más importante aún la segunda que la primera. Por economía mundial, entendemos la economía del mundo tomada en su totalidad, el "mercado de todo el universo", como ya decía Sismondi. Por economía-mundo, término que he forjado a partir de la palabra alemana Weltwirtschaft, entiendo la economía de sólo una porción de nuestro planeta, en la medida en que éste forma un todo económico. Escribí, hace mucho tiempo, que el Mediterráneo, en el siglo XVI, constituía por sí solo una Weltwirtschaft, una economía-mundo, y, como también se diría en alemán: ein Weltfür sich, un mundo en sí.
Una economía-mundo puede definirse como una triple realidad:
• Ocupa un espacio geográfico determinado; posee por tanto unos límites que la explican y que varían, aunque con cierta lentitud. Hay incluso forzosamente, de vez en cuando aunque a largos intervalos, unas
rupturas. Así ocurre tras los grandes descubrimientos de finales del siglo XV. Así en 1689, cuando Rusia, gracias a Pedro el Grande, se abre a la economía europea. Imaginemos actualmente una franca, total y definitiva apertura de las economías de China y de la URSS: se produciría entonces una ruptura del espacio occidental, tal y como existe en la actualidad.
Una economía-mundo acepta siempre un polo, un centro representado por una ciudad dominante, antiguamente una ciudad-Estado y hoy en día una capital, entendiéndose por tal una capital económica (Nueva York y no Washington, en los Estados Unidos). Por lo demás, pueden existir, incluso de forma prolongada, dos centros simultáneos en una misma economía-mundo: Roma y Alejandría en tiempos de Augusto, Antonio y Cleopatra; Venecia y Genova en tiempos de la guerra de Chioggia (1378í381); Londres y Amsterdam en el siglo XVIII, antes de la eliminación definitiva de Holanda. Porque uno de los dos centros acaba siempre por ser eliminado. En 1929, el centro del mundo pasó de este modo, con un poco de indecisión pero sin ambigüedad, de Londres a Nueva York.
Toda economía-mundo se divide en zonas sucesivas. El corazón, es decir, la región que se extiende en torno al centro: las Provincias Unidas (pero no todas las Provincias Unidas) cuando Amsterdam domina el mundo en el siglo XVII; Inglaterra (pero no toda Inglaterra) cuando Londres, a partir de los años 1780, suplantó definitivamente a Amsterdam. Vienen después las zonas intermedias, alrededor del pivote central. Finalmente, ciertas zonas marginales muy amplias que, dentro de la división del trabajo que caracteriza a la economía-mundo, son zonas subordinadas y dependientes, más que participantes. En estas zonas periféricas, la vida de los hombres evoca a menudo el purgatorio, cuando no el infierno. Y la situación geográfica es, claramente, una razón suficiente para ello.
Estas observaciones demasiado apresuradas exigirían evidentemente comentarios y explicaciones. Las encontrarán ustedes en el tercer volumen de mi obra, pero pueden hacerse una idea exacta de las mismas en el libro de Immanuel Wallenstein, The Modern World-System, editado en 1974 en los Estados Unidos y publicado en Francia con el título de Le Systéme du Monde du XV siecle a nos jours (Flammarion)*. El hecho de que yo no esté siempre de acuerdo con el autor acerca de tal o cual punto, incluso acerca de una o dos ideas generales, tiene poca importancia. Nuestros puntos de vista son, en lo esencial, idénticos, incluso teniendo en cuenta que, para Immanuel Wallenstein, no hay más economía-mundo que la de Europa, fundada sólo a partir del siglo XVI, mientras que para mí, mucho antes de haber sido conocido por el hombre europeo en su totalidad, desde la Edad Media e incluso desde la Antigüedad, el mundo ha estado dividido en zonas económicas más o menos centralizadas, más
Hay traducción al castellano: El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía -mundo europea en el siglo XVI, SigloXXI, Madrid, 1979. [T.]
o menos coherentes, es decir, en diversas economías-mundo que coexisten.
Estas economías coexistentes, que no mantienen entre sí más que intercambios sumamente limitados, se reparten el espacio habitado del planeta a una y otra parte de regiones limítrofes bastante amplias cuya travesía, en general, ofrece pocas ventajas al comercio, salvo raras excepciones. Hasta Pedro el Grande, Rusia constituye por sí misma una de estas economías, que vive, en lo esencial, por sí misma y para sí misma. El inmenso Imperio turco, hasta finales del siglo XVIII, es también una de estas economías-mundo. Por el contrario, el Imperio de Carlos V o de Felipe II no es una de ellas, pese a su inmensidad: se halla incluido desde su nacimiento en la vasta red de la economía, antigua y vivaz, constituida a partir de Europa. Porque antes de 1492, antes del viaje de Cristóbal Colón, Europa, más el Mediterráneo, con sus antenas dirigidas hacia el Lejano Oriente, constituye también ella una economía-mundo, centrada entonces en las glorias de Venecia. Se ampliará con los grandes descubrimientos, se anexionará el Atlántico con sus islas y costas, y después, tras una larga conquista, el interior del continente americano; multiplicará asimismo sus lazos con las economías-mundo, aún autónomas, que constituían entonces la India, Insulindia y China. Al mismo tiempo, en la misma Europa, el centro de gravedad se desplazará de sur a norte, a Amberes, y después a Amsterdam y no —fíjense bien en ello— a los centros del Imperio hispánico o portugués: Sevilla y Lisboa.
Sería entonces posible colocar sobre el mapa y la historia del mundo un papel de calco transparente sobre el que, para una época determinada, un trazo a lápiz delimitase a grandes rasgos las economías-mundo ya establecidas. Como estas economías cambian lentamente, tenemos tiempo de sobra para estudiarlas, observarlas vivir y sopesarlas. Lentas en deformarse, muestran una historia profunda del mundo. Esta historia profunda, nos limitaremos a evocarla, ya que el problema que nos ocupa consiste únicamente en mostrar cómo las sucesivas economías-mundo, edificadas en Europa a partir de la expansión europea, explican o no los juegos del capita-9 2 EL TIEMPO DEL MUNDO
lismo y su propia expansión. Nos permitiremos anticipar que estas economías-mundo típicas han sido las matrices del capitalismo europeo y, después, del capitalismo mundial. Al menos, esa es la explicación hacia la cual yo voy a encaminarme, con bastante prudencia y también con bastante lentitud.
Una historia profunda. No la descubrimos nosotros, sino que únicamente la ponemos en evidencia. Lucien Febvre hubiera dicho: "Le otorgamos su dignidad". Y esto ya es mucho. Se persuadirán ustedes de ello si insisto sucesivamente en los cambios de centro, en los des-centramientos de las economías-mundo y, más tarde, en la división de toda economía-mundo en zonas concéntricas.
Cada vez que se produce un descentramiento, tiene lugar un
recentramiento, como si una economía-mundo no pudiese vivir sin un centro de gravedad, sin un polo. Pero los descentramientos y recentramientos son escasos, y por ello, tanto más importantes. En el caso de Europa y de las zonas anexionadas por ella, se operó un centramiento hacia 1380, a favor de Venecia. Hacia 1500, se produjo un salto brusco y gigantesco de Venecia a Amberes y después, hacia 1550-1560, una vuelta al Mediterráneo, pero esta vez a favor de Genova; finalmente, hacia 1590-1610, una transferencia a Amsterdam, en donde el centro económico de la zona europea se estabilizará durante casi dos siglos. Entre 1780 y 1815 se desplazará hacia Londres, y en 1929, atravesará el Atlántico para situarse en Nueva York.
En el reloj del mundo europeo, la hora fatídica habrá sonado por lo tanto cinco veces y, en cada ocasión, estos desplazamientos se realizaron a través de luchas, choques y fuertes crisis económicas. Por lo general, son los malos tiempos económicos los que acaban destruyendo el antiguo centro, ya amenazado, y los que confirman el surgimiento de uno nuevo. Todo esto, evidentemente, sin una regularidad matemática; una crisis insistente constituye una prueba: los fuertes la superan y los débiles sucumben en el intento. El centro no se derrumba, pues, a cada golpe que recibe. Al contrario, las crisis del siglo XVII acabaron normalmente beneficiando a Amsterdam. Hoy vivimos, desde hace algunos años, una crisis mundial que se anuncia fuerte y duradera. Si Nueva York sucumbiese ante esta prueba —cosa que no creo—, el mundo debería encontrar o inventar un centro nuevo; si los Estados Unidos resisten, como todo parece anunciar, pueden salir robustecidos de esta prueba, ya que las restantes economías corren el peligro de sufrir mucho más que ellos con la conjunción hostil que atravesamos.
En todo caso, centramiento, descentramiento y recentramiento parecen estar ligados, normalmente, a crisis prolongadas de la economía general. Es por lo tanto a través de estas crisis como tenemos que abordar el difícil estudio de los mecanismos de conjunto debido a los cuales se invierte la historia general. Un ejemplo, observado de cerca, nos dispensará de la obligación de hacer un comentario demasiado largo. Tras una serie de avatares, accidentes políticos y en razón mismo de la no consolidación del centro del mundo en Amberes, el Mediterráneo entero se desquitó a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. La plata que, al llegar en grandes cantidades de las minas americanas, pasaba hasta entonces prioritariamente de España a Flandes por el Atlántico, tomó a partir de 1568 el camino del mar Interior, y Genova se convirtió en su centro redistribuidor. El Mediterráneo conoció entonces una especie de Renacimiento económico, desde el estrecho de Gibraltar hasta los mares de Levante. Pero el "siglo de los genoveses", como se ha llamado a este periodo, duró poco. La situación se deterioró, y las ferias genovesas de Piacenza que, durante casi medio siglo, habían sido el gran centro de dearing de los negocios europeos, pierden desde antes de 1621 su papel principal. El Mediterráneo vuelve a convertirse, como era lógico suponer tras los grandes descubrimientos, en un espacio secundario, y permanecerá como tal a partir de entonces.
Esta decadencia del Mediterráneo, un siglo después de Cristóbal Colón, y por lo tanto al término de una enorme y sorprendente tregua, es uno de los
problemas cruciales suscitados por el grueso libro que publiqué, hace ya mucho tiempo, sobre el espacio mediterráneo. ¿Qué fecha podemos asignarle a este reflujo: 1610, 1620, 1650?; y, sobre todo, ¿qué proceso interviene en ello? Esta segunda pregunta, la más importante, ha sido resuelta de forma brillante y exacta, desde mi punto de vista, en un artículo de Richard T. Rapp (The Journal of Economic History, 1975). Uno de los más hermosos artículos, afirmaría yo con gusto, que me ha sido dado leer desde hace mucho tiempo. Lo que nos demuestra es que el mundo mediterráneo, a partir de los años 1570, fue hostigado, atropellado y saqueado por navíos y mercaderes nórdicos, y que éstos no construyeron su primera fortuna gracias a las Compañías de Indias o a sus aventuras por los siete mares del mundo. Se volcaron sobre las riquezas existentes en el mar Interior y se apoderaron de ellas empleando todos los medios, mejores o peores. Inundaron el Mediterráneo de productos baratos, a menudo mercancías de mala calidad, pero que imitaban a conciencia los excelentes tejidos del Sur, adornándolos incluso con sellos venecianos universalmente famosos a fin de venderlos con este label en los mercados ordinarios de Venecia. A causa de esto, la industria mediterránea perdía simultáneamente su clientela y su reputación. Imagínense lo que ocurriría si, durante veinte, treinta o cuarenta años, algunos países nuevos tuvieran la posibilidad de aprovecharse sistemáticamente y sin escrúpulo de los mercados exteriores, e incluso interiores, de los Estados Unidos al vender en ellos sus productos con la etiqueta de made in USA.
En resumen, el triunfo de los nórdicos no se debió ni a una mejor concepción de los negocios, ni al juego natural de la competencia industrial (aunque es cierto que contaron con la ventaja de sus salarios inferiores), ni al hecho de su paso a la Reforma. Su política consistió simplemente en ocupar el lugar de los antiguos ganadores, recurriendo también a la violencia. ¿Hace falta decir que esta regia sigue vigente? El reparto violento del mundo que denunció Lenin durante la primera Guerra Mundial, es menos nuevo de lo que él suponía. ¿Y acaso no sigue siendo una realidad en el mundo actual? Los que se hallan en el centro, o muy cerca del centro, poseen todos los derechos sobre los demás.
Y eso nos lleva a la segunda cuestión anunciada: la partición de toda economía-mundo en zonas concéntricas, cada vez más desfavorecidas a medida que nos alejamos de su polo triunfante.
El esplendor, la riqueza y la alegría de vivir se reúnen en el centro de toda economía-mundo, en su mismo núcleo. Allí es donde el sol de la historia da brillo a los más vivos colores; allí donde se manifiestan los altos precios, los salarios altos, la Banca, las mercancías "reales'', las industrias provechosas y las agriculturas capitalistas; allí donde se sitúa el punto de partida y el de llegada de los largos tráficos, la afluencia de metales preciosos, de monedas sólidas y de títulos de crédito. Toda una modernidad económica avanzada se concentra en este núcleo: el viajero se da cuenta de ello cuando contempla Venecia en el siglo XV, o Amsterdam en el XVII, o Londres en el XVIII, o Nueva York en la actualidad. Las técnicas avanzadas también se encuentran, por lo general, allí, y la ciencia fundamental que las acompaña está con ellas. Las "libertades" residen en él, sin que sean enteramente mitos o realidades. ¡Recuerden lo que se ha entendido por
libertad de vida en Venecia, o por libertades en Holanda, o por libertades en Inglaterra!
Este nivel de vida baja de tono cuando llegamos a los países intermedios, vecinos, competidores o emuladores del centro. Encontramos allí pocos campesinos libres, pocos hombres libres, intercambios imperfectos, organizaciones bancarias o financieras incompletas y manejadas a menudo desde fuera, así como industrias relativamente tradicionales. Por muy hermosa que parezca la Francia del siglo XVIII, su nivel de vida no puede compararse al de Inglaterra. John Bull, "sobrealimentado" y comedor de carne, usa zapatos; el francés Jacques Bonhomme, enclenque y comedor de pan, macilento y envejecido antes de tiempo, anda con zuecos.
Pero, ¡qué lejos estamos de Francia cuando abordamos las regiones marginales! Hacia 1650, para tomar un punto de referencia, el centro del mundo es la minúscula Holanda o, mejor dicho, Amsterdam. Las zonas intermedias, secundarias, son el resto de la Europa muy activa, es decir, los países del Báltico, del mar del Norte, Inglaterra, Alemania del Rhin y del Elba, Francia, Portugal, España e Italia al norte de Roma. Las regiones marginales son, al norte, Escocia, Irlanda y Escandinavia, toda la Europa situada al este de la línea Hamburgo-Venecia, y también la parte de Italia al sur de Roma (Napóles y Sicilia); finalmente, al otro lado del Atlántico, la América europeizada, zona-marginal por excelencia. Si exceptuamos Canadá y las colonias inglesas de América del Norte en sus principios, el Nuevo Mundo se halla, en su totalidad, bajo el signo déla esclavitud. Del mismo modo, los márgenes de la Europa central, hasta Polonia y más allá, constituyen la zona de la segunda servidumbre, es decir, de una servidumbre que, tras haber desaparecido casi por completo, al igual que en Occidente, fue restablecida en el siglo XVI. En resumen, la economía-mundo europea, en 1650, supone la yuxtaposición y la coexistencia de sociedades que van desde la ya capitalista, como la holandesa, hasta las sociedades serviles y esclavistas que ocupan los peldaños más bajos de la escala. Esta simultaneidad, este sincronismo, replantean todos los problemas a la vez. De hecho, el capitalismo vive de este escalonamiento regular: las zonas externas nutren a las zonas intermedias y, sobre todo, a las centrales. ¿Y qué es el centro sino la punta culminante, la superestructura capitalista del conjunto de la edificación? Como hay reciprocidad de perspectivas, si el centro depende de los suministros de la periferia, ésta depende a su vez de las necesidades del centro que le dicta su ley. Fue, pese a todo, la Europa occidental la que transfirió y volvió a inventar la esclavitud a la antigua dentro del marco del Nuevo Mundo y la que, debido a exigencias de su economía, "indujo" a la segunda servidumbre en la Europa del este. De ahí el peso de la afirmación de Immanuel Wallenstein: el capitalismo es una creación de la desigualdad del mundo; necesita, para desarrollarse, la complicidad de la economía internacional. Es hijo de la organización autoritaria de un espacio evidentemente desmesurado. No hubiera crecido con semejante fuerza en un espacio económico limitado. Y quizás no hubiese crecido en absoluto de no haber recurrido al trabajo ancilar de otros.
Esta tesis supone una explicación distinta del habitual modelo sucesivo: esclavitud, servidumbre, capitalismo. Sienta una simultaneidad, un sincronismo
demasiado singular como para no ser una teoría de largo alcance. Pero no lo explica todo, no puede explicarlo todo. Aunque sólo sea acerca de un punto que me parece esencial en los orígenes del capitalismo moderno, me refiero a lo que ocurre más allá de las fronteras de la economía-mundo europea.
En efecto, hasta finales del siglo XVIII, con la aparición de una auténtica economía mundial, Asia conoció por su parte unas economías-mundo sólidamente organizadas y explotadas: pienso en la China, en el Japón, en el bloque Insulindia-India y en el Islam. Siempre se dice y es exacto, por lo demás, afirmarlo, que las relaciones entre estas economías y las europeas son superficiales, que no implican más que a algunas mercancías de lujo —pimientas, especias y seda, fundamentalmente— intercambiadas por otras especies monetarias, y que todo ello cuenta poco en vista de las masas económicas presentes. Sin duda, pero estos intercambios estrechos, supuestamente superficiales, son los que se reserva, de una y otra parte, el gran capital; y esto tampoco es —no puede serlo—una casualidad. Llego incluso a pensar que toda economía-mundo se manipula a menudo desde fuera. La larga historia de Europa lo repite con insistencia, y nadie piensa que se equivoca al destacar la llegada de Vasco de Gama a Calicut en 1498, la escala de Cornelius Houtman en Bantam, la gran ciudad de Java, en 1595, la victoria de Robert Clive en Plassey en 1757, que entrega Bengala a Inglaterra. El destino tiene botas de siete leguas. Golpea desde lejos.
He hablado ya, para el caso de Europa, de una sucesión de economías-mundo a propósito de los centros que las han creado y animado alternativamente. Es preciso señalar que, hasta 1750 aproximadamente, estos centros dominadores fueron siempre ciudades o ciudades-Estado. Porque bien podemos decir de Amsterdam, que domina el mundo de la economía aún a mediados del siglo XVIII, que fue la última de las ciudades-Estado, de las poleis de la historia. Las Provincias Unidas, por detrás de ella, no ejercen más que una sombra de gobierno. Amsterdam reina sola, como un faro luminoso que contempla el mundo entero, desde el mar de las Antillas hasta las costas del Japón. Por el contrario, hacia mediados del Siglo de las Luces, comienza una era diferente. Londres, nueva soberana, ya no es una ciudad-Estado, sino la capital de las Islas Británicas, que le aportan la fuerza irresistible de un mercado nacional.
Hay, por lo tanto, dos fases: la de creaciones y dominaciones urbanas y la de creaciones y dominaciones "nacionales". Todo esto vamos a verlo muy rápidamente, no sólo porque están ustedes al corriente de estos hechos tan conocidos, no sólo porque les he hablado ya de ellos, sino también porque sólo cuenta, a mi entender, el conjunto de estos hechos conocidos, ya que, a la vista de este conjunto, es cuando se plantea y se aclara de una forma bastante nueva el problema del capitalismo.
Europa giró sucesivamente, hasta 1750, alrededor de ciudades esenciales, transformadas por su mismo papel en monstruos sagrados: Venecia, Amberes, Genova y Amsterdam. Sin embargo, ninguna ciudad de esta categoría domina todavía la vida económica en el siglo XIII. Y no porque Europa no constituya toda-
vía una economía-mundo estructurada y organizada. El Mediterráneo, conquistado durante una época por el Islam, volvió a abrirse a la cristiandad, y el comercio de Levante proporcionó a Occidente esa antena larga y prestigiosa sin la cual no existe seguramente ninguna economía-mundo digna de tal nombre. Dos regiones-piloto se individualizaron claramente: Italia al sur, y los Países Bajos al norte. Y el centro de gravedad del conjunto se estabilizó entre estas dos zonas, a mitad de camino, en las ferias de Champagne y de Brie, ferias éstas que son ciudades artificiales añadidas a una casi gran ciudad —Troyes— y a tres ciudades secundarias: Provins, Bar-sur-Aube y Lagny.
Sería demasiado afirmar que este centro de gravedad se sitúa en el vacío, tanto más cuanto que no se halla demasiado alejado de París, por aquel entonces una gran plaza mercantil en pleno apogeo de la monarquía de San Luis y del excepcional florecimiento de su Universidad. Giuseppe Toffanin, historiador del humanismo, no se equivocó en su libro, cuyo título es característico: II secólo senza Roma, entendiendo por él el siglo XIII, durante el cual Roma perdió, en beneficio de París, su primacía cultural. Pero es evidente que el esplendor de París, en aquella época, tiene algo que ver con las ruidosas y activas ferias de Champagne, lugar de reunión internacional casi continuo. Los paños y telas del Norte, de los Países Bajos en el sentido amplio —vasta nebulosa de talleres familiares que trabajan la lana, el cáñamo y el lino, desde las riberas del Marne hasta Suyderzee— se intercambian con la pimienta, las especias y el dinero de los mercaderes y prestamistas italianos. Estos intercambios restringidos de productos de lujo bastan, sin embargo, para poner en movimiento un enorme aparato de comercios, industrias, transportes y crédito, y para hacer de estas ferias el centro económico de la Europa de su tiempo.
El declive de las ferias de Champagne se acentúa, hacia finales del siglo XIII, por razones diversas: el establecimiento de una conexión marítima directa entre el Mediterráneo y Brujas a partir de 1297 —el mar vence a la tierra—; la revalorización de la vía norte-sur de las ciudades alemanas, por el Simplón y el Saint-Gothard, y la industrialización, finalmente, de las ciudades italianas: éstas se contentaban hasta entonces con teñir los paños de color crudo del Norte y, a partir de ese momento, los fabrican, desarrollándose en Florencia el Arte de la lana. Pero, sobre todo, la grave crisis económica que acompañará pronto a la tragedia de la Peste Negra, en el siglo XIV, desempeñará su acostumbrado papel: Italia, el socio más poderoso de los intercambios de Champagne, saldrá triunfante de la prueba. Se convertirá, o volverá a convertirse, en el innegable centro de la vida europea. Se hará cargo de todos los intercambios entre el Norte y el Sur, además de que las mercancías que le llegan del Lejano Oriente por el Golfo Pérsico, el mar Rojo y las caravanas de Levante le abren a priori todos los mercados de Europa.
En realidad, la primacía italiana se dividirá durante mucho tiempo entre cuatro poderosas ciudades: Venecia, Milán, Florencia y Genova. Hasta la derrota de Genova en 1381, no comienza el reinado, largo pero no siempre tranquilo, de Venecia. Durará, sin embargo, más de un siglo, mientras Venecia reine sobre las plazas de Levante, y sea el principal distribuidor, para Europa entera, que acude a ella, de los codiciados productos de Oriente Medio. En el siglo XVI, Amberes
suplanta a la ciudad de San Marcos, al convertirse en almacén de la pimienta que Portugal importa en grandes cantidades por la vía Atlántica; y, en consecuencia, el puerto del Escaut se transforma en un enorme centro, dueño de los tráficos del Atlántico y de la Europa del Norte. Después, diversas razones políticas que sería demasiado largo enumerar aquí, y que van unidas a la guerra de los españoles en los Países Bajos, darán el puesto dominante a Genova. En cuanto a la fortuna de la ciudad de San Jorge, no se fundamenta en el comercio del Levante, sino en el del Nuevo Mundo, en el de Sevilla y en los raudales de plata de las minas americanas, en cuyo redistribuidor europeo se convierte. Finalmente, Amsterdam pone a todos de acuerdo: su larga preponderancia —más de siglo y medio—, ejercida desde el Báltico hasta el Levante y las Molucas, depende en lo esencial de su dominio incontestable sobre las mercancías del Norte por un lado y, por otro, sobre las especias finas: canela, clavo, etc., cuyas fuentes en el Lejano Oriente acaparó con bastante rapidez en su totalidad. Estos casi-monopolios le permiten actuar a su antojo prácticamente en todas partes.
Pero dejemos estas ciudades-imperio para centrarnos rápidamente en el problema de los mercados y economías nacionales.
Una economía nacional es un espacio político transformado por el Estado, en razón de las necesidades e innovaciones de la vida material, en un espacio económico coherente, unificado y cuyas actividades pueden dirigirse juntas en una misma dirección. Sólo Inglaterra pudo realizar tempranamente esta proeza. Se habla con respecto a ella de revoluciones: agrícola, política, financiera, industrial. Hay que añadir a esta lista, asignándole el nombre que se quiera, la revolución que creó su mercado nacional. Otto Hintze, criticando a Sombart, fue uno de los primeros en señalar la importancia de esta transformación, que se debió a la relativa abundancia, dentro de un territorio bastante exiguo, de medios de transporte, sumándose la navegación de cabotaje a la apretada red de ríos y canales y a los numerosos carros y bestias de carga. Por mediación de Londres, las provincias inglesas intercambian los productos y los exportan, además de que el espacio inglés se liberó muy pronto de aduanas y peajes interiores. Finalmente, Inglaterra se unió con Escocia en 1707, y con Irlanda en 1801.
Esta proeza, pensarán ustedes, ya fue realizada por las Provincias Unidas, pero su territorio era minúsculo e incapaz incluso de alimentar a su población. Este mercado interior no tenía gran importancia para los capitalistas holandeses, enteramente volcados hacia el mercado exterior. En cuanto a Francia, encontró demasiados obstáculos: su retraso económico, su relativa inmensidad, su renta per capita demasiado baja, sus difíciles comunicaciones interiores y, finalmente, su centramiento imperfecto. Un país demasiado amplio, por lo tanto, en relación con los transportes de la época, demasiado diverso y demasiado organizado. A Edward Fox, en un libro que ha tenido mucha repercusión, no le fue difícil demostrar que existían al menos dos Francias: una de ellas marítima, viva y ágil, inmersa de lleno en el desarrollo del siglo XVIII, pero poco conectada con el interior del país, al estar sus miradas vueltas hacia el mundo exterior; y la otra continental, rural, conservadora y acostumbrada a los horizontes locales, que desconocía las ventajas económicas del capitalismo internacional. Y esta segunda Francia es la que mantuvo con regularidad en sus manos el poder
político. Además de que el centro gubernamental del país, París, situado en el interior de sus tierras, no es ni siquiera la capital económica de Francia; este papel fue desempeñado durante mucho tiempo por Lyon, desde el establecimiento de sus ferias en 1461. Se inició un deslizamiento a finales del siglo XVI a favor de París, pero no hubo continuidad. Hasta 1705, con la "bancarrota" de Samuel Bernard, París no se convierte en el centro económico del mercado francés, y hasta 1724, tras la reorganización de la Bolsa de París, no comenzará a desempeñar su papel. Pero ya es tarde, y el motor, aunque se acelera en tiempos de Luis XVI, no llegará ni a animar ni a subyugar al conjunto del espacio francés.
Inglaterra tuvo un destino mucho más sencillo. No hubo más que un centro económico y político, Londres, a partir del siglo XV, y éste, al desarrollarse con rapidez, modela al mismo tiempo el mercado inglés a su conveniencia, es decir, según conviene a los grandes mercaderes de productos agrícolas.
Por otra parte, su insularidad ayudó a Inglaterra a separarse de los demás países y a liberarse de la injerencia del capitalismo extranjero. Esto se consiguió fácilmente frente a Amberes gracias a Thomas Gresham, con la creación del Stock Exchange en 1558. Se consiguió también frente a los hanseátícos en 1597, con ocasión del cierre del Stalhof y de la supresión de los privilegios de sus antiguos huéspedes. También fue fácil con respecto a Amsterdam, a partir de la primera Acta de Navegación, en 1651. Por esta época, Amsterdam domina lo esencial del comercio europeo. Pero Inglaterra contaba frente a ella con un medio de presión: los veleros holandeses, debido al régimen de vientos, necesitaban hacer escala constantemente en los puertos ingleses. Es, sin duda, esto lo que explica que Holanda haya aceptado de Inglaterra medidas proteccionistas que no aceptó de nadie más. En todo caso, Inglaterra supo proteger su mercado nacional y su naciente industria mejor que ningún otro país de Europa. La victoria inglesa sobre Francia, lenta en afirmarse pero precoz en iniciarse (en mi opinión, desde el tratado de Utrecht de 1713), se manifiesta claramente a partir de 1786 (tratado de Edén) y se hace triunfal en 1815.
Con el advenimiento de Londres se pasó una hoja de la historia económica de Europa y del mundo, ya que el montaje de la preponderancia económica de Inglaterra, preponderancia que se extendió también al leadership político, marca el final de una era multisecular, la de las economías con dirección urbana, y también la de aquellas economías-mundo que, pese al desarrollo y la codicia de Europa, habían sido incapaces de dominar desde el interior al resto del universo. Lo que consigue Inglaterra a costa de Amsterdam no es sólo la continuación de sus pasadas hazañas, sino su superación.
Esta conquista del universo fue difícil y entrecortada de accidentes y dramas, pero la preponderancia inglesa se mantuvo y superó todos los obstáculos. Por primera vez, la economía mundial europea, arrollando a las demás, pretenderá dominar la economía mundial e identificarse con ella a través de un universo en el cual se borrará todo obstáculo, ante el inglés primero y ante el europeo después. Y todo esto hasta 1914. André Siegfried, nacido en 1875 y que tenía, por tanto, veinticinco años a principios de siglo, recordará con deleite,
mucho más tarde, que había dado por entonces la vuelta a un mundo sembrado de fronteras, ¡con tan sólo una tarjeta de visita como carnet de identidad! Milagro de la pax britannica por la cual, evidentemente, cierto número de hombres pagaba un alto precio...
La Revolución industrial inglesa, de la que aún tenemos que hablar, fue, para la preponderancia de la isla, un baño de juventud, un nuevo contrato con el poder. Pero no teman, no voy a meterme de lleno en este enorme problema histórico que, en realidad, llega hasta nosotros y nos asedia. La industria sigue a nuestro alrededor, siempre revolucionaria y amenazadora. Tranquilícense: no voy a exponerles más que los comienzos de este enorme movimiento y evitaré sumirme en las brillantes controversias en las que caen los historiadores anglosajones, ellos los primeros y también los demás. Además, el problema que se me plan-tea es más bien limitado: quiero señalar en qué medida la industrialización inglesa sigue los esquemas y modelos que yo he dibujado y en qué medida se integra en la historia general del capitalismo, tan rica ya en lances imprevistos.
Precisemos bien que el término revolución se emplea aquí, como siempre, en sentido contrario. Una revolución, según su etimología, es el movimiento de una rueda, de un astro que gira, y es un movimiento rápido: desde el momento en que se inicia sabemos que está destinado a acabar muy pronto. Ahora bien, la Revolución Industrial fue, por excelencia, un movimiento lento y poco discernible en sus comienzos. El propio Adam Smith vivió rodeado de las señales precursoras de esta Revolución sin darse cuenta de ello.
El que la Revolución fuese muy lenta y, por lo tanto, difícil y compleja, ¿no nos lo explica acaso el ejemplo que vemos en el tiempo presente? Ante nuestros ojos, una parte del Tercer Mundo se industrializa, pero a través de un inusitado esfuerzo y tras innumerables fracasos y retrasos que nos parecen, agrión, anormales. Unas veces es el sector agrícola el que no ha llegado a modernizarse; otras, falta mano de obra calificada o bien la demanda del mercado se revela insuficiente; en otras ocasiones, los capitalistas agrícolas han preferido las inversiones exteriores a las locales; o bien el Estado resulta ser dilapidador o prevaricador; o la técnica importada es inadecuada, o se paga demasiado cara, lo que encarece los precios de coste; o las necesarias importaciones no se compensan con las exportaciones: el mercado internacional, por tal o cual motivo, ha resultado hostil, y dicha hostilidad se ha salido con la suya. Ahora bien, todos estos avatares se producen cuando ya no es necesario inventar la Revolución, cuando ya los modelos se encuentran a disposición de todo el mundo. Todo debería por lo tanto, ser fácil apriori. Pero nada funciona fácilmente.
De hecho, la situación de todos estos países, ¿no nos recuerda más bien a lo que sucedió antes de la experiencia inglesa, es decir, el fracaso de tantas revoluciones antiguas virtualmente posibles en el plano técnico? El Egipto ptolemeico conoció la fuerza del vapor de agua, pero sólo la utilizó para divertirse. El mundo romano dispone de una gran herencia técnica y tecnológica que, en más de una ocasión, atravesaría, sin que nos diéramos cuenta de ello, los siglos de la alta Edad Media, para revivir en los siglos XII y XIII. Durante estos siglos de
renacimiento, Europa aumenta en forma fantástica sus fuentes de energía al multiplicar los molinos de agua, que Roma ya había conocido, y los de viento: esto ya supone una revolución industrial. Parece ser que China descubrió en el siglo XIV la fundición con carbón de coque, pero esta virtual revolución no tuvo ninguna continuidad. En el siglo XVI, todo un sistema de extracción y achicamiento de agua se instala en las profundas minas, pero estas primeras fábricas modernas, industrias antes de tiempo, tras haber seducido al capital, serán rápidamente víctimas de la ley de rendimientos decrecientes. En el siglo XVII, el empleo del carbón mineral se extiende por Inglaterra, y John U. Nef tenía razón cuando hablaba, a propósito de esto, de una primera Revolución inglesa, pero incapaz de extenderse y de traer consigo amplias transformaciones. En cuanto a Francia, las señales que anuncian un progreso industrial son ya muy claras en el siglo XVlll: los inventos técnicos se suceden y la ciencia fundamental es allí tan brillante al menos como al otro lado del Canal de la Mancha. Pero sin embargo, es en Inglaterra donde se dan los pasos decisivos. Parece como si todo se hubiera desarrollado por sí mismo, de furnia natural, y éste es el problema apasionante que nos plantea la primera Revolución industrial del mundo, la mayor ruptura de la historia moderna. Pero, ¿por qué Inglaterra?
Los historiadores ingleses han estudiado tanto estos problemas que el historiador extranjero se pierde fácilmente en medio de disputas que comprende cuando las analiza una por una, pero cuya suma no simplifica la explicación. Lo único seguro es que las explicaciones fáciles y tradicionales han sido desechadas. La tendencia general es, cada vez más, la de considerar la Revolución Industrial como un fenómeno de conjunto, y un fenómeno lento, que implica en consecuencia unos orígenes lejanos y profundos.
Si los comparamos con los crecimientos difíciles y caóticos de los que hablaba hace un instante, en las zonas poco desarrolladas del mundo actual, ¿no es extraño que el buorn de la Revolución maquinista inglesa, de la primera producción masiva, haya podido desarrollarse a finales del siglo XVIII y a comienzos del siglo XIX como un fantástico crecimiento nacional sin que, en ninguna parte, el motor se agarrote, sin que, en ningún sitio, se produzcan estrangulamientos? Los campos ingleses se vaciaron de hombres al mismo tiempo que mantenían su capacidad de producción; los nuevos industriales encontraron la mano de obra, cualificada y no cualificada, que necesitaban; el mercado interior continuó incrementándose pese a la subida de los precios; la técnica continuó proponiendo con regularidad sus servicios cuando eran necesarios; los mercados exteriores se abrieron en cadena, uno tras otro. E incluso las ganancias decrecientes, la fuerte caída, por ejemplo, de los beneficios de la industria del algodón tras el primer boom, no provocaron crisis alguna: los enormes capitales acumulados se invirtieron en otras partes y los ferrocarriles sucedieron al algodón.
En definitiva, todos los sectores de la economía inglesa respondieron a las exigencias de esta repentina aceleración de la producción: no hubo bloqueos ni averías. Entonces, ¿no habría que considerar a toda la economía nacional? Además, en Inglaterra la revolución del algodón surgió del suelo, de la vida ordinaria. Los descubrimientos fueron hechos, normalmente, por artesanos. Los
industriales son, con bastante frecuencia, de origen humilde. Los capitales invertidos, cuyo préstamo era fácil de obtener, fueron al principio de pequeño volumen. No fue la riqueza adquirida, no fue Londres ni su capitalismo mercantil y financiero lo que provocó la sorprendente mutación. Londres no asumirá el control de la industria hasta después de 1830. Observamos así perfectamente, con un amplio ejemplo, cómo la fuerza, la vida de la economía de mercado e incluso de la economía de base, de la pequeña industria innovadora y, en no menor grado, del funcionamiento global de la producción y de los intercambios, son las que soportan sobre sus espaldas lo que pronto se llamará capitalismo industrial. Éste no pudo crecer, tomar forma y fuerza sino al compás de la economía subyacente.
No obstante, la Revolución industrial inglesa seguramente no hubiera sido lo que fue sin las circunstancias que hicieron entonces de Inglaterra, prácticamente, la dueña incontestada del vasto mundo. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas, como ya sabemos, contribuyeron ampliamente a ello. Y si el boom del algodón se fue desarrollando en forma intensa y duradera, fue porque el motor fue relanzado sin cesar gracias a la apertura de nuevos mercados: la América portuguesa y española, el Imperio turco, las Indias, etc. El mundo fue, sin quererlo, el cómplice eficaz de la Revolución inglesa.
De forma que la polémica tan exacerbada entre los que no aceptan más que una explicación interna del capitalismo y de la Revolución industrial, debida a una transformación de las estructuras socioeconómicas, y los que no quieren ver más que una explicación externa (la explotación imperialista del mundo, concretamente), me parece superflua. Al mundo no lo explota cualquiera. Es necesaria una potencia previa lentamente madurada. Pero seguro que esta potencia, si bien se forma mediante un lento trabajo sobre sí misma, se refuerza con la explotación del prójimo y, a lo largo de este doble proceso, la distancia que la separa de las demás aumenta. Las dos explicaciones (interna y externa) van, pues, inextricablemente unidas.
Ha llegado ya el momento de concluir. No estoy seguro, hasta aquí, de haberles convencido. Pero dudo todavía más de poder convencerles ahora, al confiarles, para finalizar mis explicaciones, lo que opino del mundo y del capitalismo de hoy a la luz del mundo y del capitalismo de ayer, tales como yo los veo y tales como he tratado de describirlos. Pero, ¿no es necesario acaso que la explicación histórica llegue hasta los tiempos presentes y se justifique a través de este encuentro?
Cierto es que el capitalismo actual ha cambiado de talla y de proporciones de una forma fantástica. Se ha puesto a la altura de los intercambios básicos y de los medios actuales, también ellos fantásticamente agrandados. Pero mutatis mutandis, dudo que la naturaleza del capitalismo haya cambiado de arriba abajo.
Tres pruebas me sirven de apoyo:
• El capitalismo sigue basado en la explotación de los recursos y posibilidades internacionales o, dicho de otra forma, existe dentro de los límites del mundo, o al menos tiende a abarcar al mundo entero. Su gran proyecto actual es el de reconstruir este universalismo.
Sigue apoyándose, obstinadamente, en monopolios de hecho y de derecho, pese a las violencias desencadenadas a este respecto en contra suya. La organización, como decimos hoy, continúa sorteando el mercado. Pero es erróneo considerar que esto constituya un hecho verdaderamente nuevo.
Más aún, pese a lo que se afirma normalmente, el capitalismo no engloba a toda la economía, a toda la sociedad que trabaja; nunca las encierra a ambas dentro de un sistema, el suyo, que sería entonces perfecto: la tripartición de la que he hablado —vida material, economía de mercado, economía capitalista (esta última con enormes añadidos) — conserva un sorprendente valor actual de discriminación y de explicación. Basta, para convencerse de ello, conocer por dentro algunas actividades presentes características, situadas a niveles distintos. En el nivel inferior, incluso en Europa, donde aún existen tantos autoconsumos, tantos servicios que la contabilidad nacional no integra, tantos puestos artesanales. En el nivel medio, veamos el ejemplo de un fabricante de ropa hecha: se encuentra sometido, tanto en su producción como en la venta de su producción, a la estricta e incluso feroz ley de la competencia; un momento de descuido o de debilidad por su parte, y le supone la ruina. Pero yo podría citarles para el último nivel, entre otras, a dos enormes firmas comerciales que conozco, supuestamente competidoras —y únicas competidoras en el mercado europeo, una de ellas francesa y la otra alemana. Ahora bien, les es perfectamente indiferente que los encargos vayan a una u otra, ya que hay una fusión de sus intereses, cualquiera que sea la vía adoptada con este fin.
Me reafirmo, por consiguiente, en mi opinión, a la cual me he ido adhiriendo personalmente poco a poco: a saber, que el capitalismo deriva por antonomasia de las actividades económicas realizadas en la cumbre o que tienden hacia la cumbre. En consecuencia, este capitalismo de altos vuelos flota sobre la doble capa subyacente de la vida material y de la economía coherente de mercado, representa la zona de las grandes ganancias. He hecho, pues, de él, un superlativo. Pueden ustedes reprochármelo, pero no soy el único que mantiene esta opinión. En su folleto escrito en 1917, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin afirma en dos ocasiones: "El capitalismo es la producción mercantil en su más alto nivel de desarrollo: decenas de miles de grandes empresas lo son todo, y millones de pequeñas empresas no son nada". Pero esta verdad, evidente en 1917, es una vieja, una viejísima verdad.
El defecto de los ensayos de periodistas, economistas y sociólogos, suele consistir en no tener en cuenta las dimensiones y perspectivas históricas. ¿No hacen acaso muchos historiadores lo mismo, como si el periodo que están estudiando existiera de por sí, como si fuera un principio y un fin? Lenin, que tenía una mente perspicaz, escribe lo siguiente en el mismo folleto de 1917: "Lo que caracterizaba al antiguo capitalismo, en el que reinaba la libre competencia, era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo actual, en el que reinan los monopolios, es la exportación de capitales". Estas afirmaciones son
más que discutibles: el capitalismo ha sido siempre monopolista, y mercancías y capitales no han cesado nunca de viajar simultáneamente, al haber sido siempre los capitales y el crédito el medio más seguro de lograr y forzar un mercado exterior. Mucho antes del siglo XX, la exportación de capitales fue una realidad cotidiana; en Florencia desde el siglo XII y en Augsburgo, Amberes y Genova en el XVI. En el siglo XVIII, los capitales recorren Europa y el mundo. ¿Es necesario decir que no todos los medios, procedimientos y astucias del dinero nacen en 1900 o en 1914? El capitalismo los conoce todos y, tanto ayer como hoy, su característica principal y su fuerza consisten en poder pasar de un ardid a otro, de una manera de actuar a otra, en recargar diez veces sus baterías según las circunstancias coyunturales y en seguir permaneciendo al mismo tiempo suficientemente fiel y semejante a sí mismo.
Lo que, por mi parte, siento, no como historiador sino como hombre de mi tiempo, es que tanto en el mundo capitalista como en el mundo socialista no se quiera distinguir capitalismo de economía de mercado. A aquellos que, en Occidente, critican los defectos del capitalismo, los políticos y economistas responden que es un mal menor, el reverso inevitable de la libre empresa y de la economía de mercado. No lo creo en absoluto. A los que, por el contrario, siguiendo una tendencia sensible incluso en la URSS, les preocupa la pesadez de la economía socialista y quisieran facilitarle un poco más de "espontaneidad" (yo traduciría: un poco más de libertad), se les responde que es éste un mal menor, el reverso obligatorio de la destrucción del azote capitalista. Tampoco lo creo. Pero, ¿acaso es posible la sociedad que yo considero ideal? ¡En cualquier caso, no creo que cuente con muchos partidarios en este mundo!
Me gustaría concluir mis explicaciones con esta afirmación general si no tuviera una última confidencia de historiador que hacerles.
La historia es el cuento de nunca acabar, siempre está haciéndose, superándose. Su destino no es otro que el de todas las ciencias humanas. No creo, por lo tanto, que los libros de historia que escribimos sean válidos durante decenios y decenios. No hay ningún libro escrito de una vez por todas, como ya sabemos.
Mi interpretación del capitalismo y de la economía se basa en muchas horas pasadas en archivos y en numerosas lecturas, pero, finalmente, en unas cifras que no son suficientemente numerosas ni están bastante ligadas unas con otras; se basa en lo cualitativo más que en lo cuantitativo. Las monografías que nos ofrecen curvas de producción, tasas de beneficios y tasas de ahorro, que elaboran serios balances de empresas, aunque nada más sea una estimación aproximada del desgaste del capital fijo, son escasísimas. He buscado en vano, acudiendo a colegas y amigos, informaciones más precisas para estos distintos campos. Pero he cosechado muy pocos éxitos.
Ahora bien, siguiendo esta dirección es como podemos, desde mi punto de vista, encontrar una vía de salida fuera de las explicaciones a las que me he ceñido a falta de otra cosa mejor. Dividir para comprender mejor, dividir en tres planos o tres etapas, supone mutilar y forzar la realidad económica y social, mucho más compleja. En realidad, es el conjunto lo que habrá que tomar para
comprender a un mismo tiempo las razones del cambio de las tasas de crecimiento que se produce a la vez que el maquinismo. Una historia totalizadora, globalizadora sería posible si lográsemos incorporar al campo de la economía del pasado los métodos modernos de cierta contabilidad nacional, de cierta macroeconomía. Seguir la evolución de la renta nacional y de la renta nacional per capita, reconsiderar una obra histórica pionera como es la de Rene Baehrel sobre la Provenza de los siglos XVII y XVIII, tratar de establecer correlaciones entre "presupuesto y renta nacional", tratar de medir la distancia —diferente según las épocas— entre producto bruto y producto neto siguiendo los consejos de Simón Kuznets, cuyas hipótesis al respecto me parecen fundamentales para comprender el desarrollo moderno —tales son las tareas que quisiera proponer a los jóvenes historiadores. En mis libros he abierto de cuando en cuando una ventana a esos panoramas que únicamente se adivinan; pero una ventana no es suficiente. Sería indispensable realizar entonces una investigación, si no colectiva, al menos coordinada.
Lo cual no quiere decir, claro está, que esta historia de mañana vaya a ser la historia económica ne varietur. La contabilidad es, como mucho, un estudio del flujo, de las variaciones de la renta nacional, y no la medición de la masa de los patrimonios y de las fortunas nacionales. Ahora bien, esa masa, también asequible, debe ser estudiada. Siempre quedará, para los historiadores, para todas las demás ciencias humanas y para todas las ciencias objetivas, una América que descubrir.
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