sábado, 8 de enero de 2011

MACHISMO Y REVOLUCION.


Luisana Gómez Rosado

Apuntes imprescindibles para una ética revolucionaria no sexista

Algunos y algunas revolucionarios/as de ayer,  hace rato olvidaron sus propias luchas, hoy son tirapiedras a los procesos transformadores, a la nueva institucionalidad emergente y a los nuevos movimientos. Son ecos, voces de una historia de la que formaron parte y que desconocen.
Al igual que algunos de los actuales revolucionarios,  padecen de ginopia, una incapacidad para mirar las opresiones que sufren las mujeres y personas sexo-diversos/as por razones de género. Los opositores/as de oficio aprovechan cualquier evento para descollar caústicas opiniones sexistas, machistas, homófobas y misóginas contra el proceso.

Otros para defenderlo, recurren a la misma lógica con argumentos dignos de una retrógrada  ultraderecha. En el derecho a la libertad de expresión el machismo está equitativamente distribuido. La lógica sexista galopa la polarización política y quizás sea el único tema en que exista un consenso entre ambos bandos.

     El orden patriarcal continúa intacto pese las nuevas realidades. Nuevas formas de sexismo benévolo emergen centradas en la glorificación de la mujer-madre y la permisividad ciega ante la violencia machista. Las contradicciones en las relaciones de poder entre hombres y mujeres plagan todos los ámbitos y sectores. La lucha de clases está atravesada por conflictos de género.  Ídem la revolución pendiente.

     Una revolución que no cambie la vida cotidiana no es tal. La vida privada debe ser el espejo de la vida pública, y no el muro que oculta las miserias humanas.  La actitud revolucionaria debe ser un estilo de vida coherente en todos los espacios y relaciones sociales Un revolucionario o una revolucionaria  debe expresar un profundo compromiso con su vida como práctica cotidiana de las nuevas relaciones de la sociedad en construcción. El reto es transformarse a si mismo/a. El proyecto emancipador se inicia cada mañana, en la casa, desde los eventos más sencillos de la vida y las relaciones más cercanas, la familia. Si la revolución no es vida cotidiana es un desiderátum.

     La prevalencia de la violencia contra las mujeres, su cotidianidad, su extensión, la gravedad de su presencia en la familia venezolana es un mal endémico que llama a una profunda reflexión. Se trata de comprender que, aún con las enormes transformaciones socio-económicas alcanzadas, resta una deuda pendiente: la violencia de género.

La violencia que está matando, lesionando, vulnerando a  miles de mujeres atrapadas en el ciclo de la violencia sexista. La que deja en la orfandad o el abandono tantos niñas y niños, con traumas de por vida. Muchas mujeres sobreviven, pero tendrán que atender sus profundas cicatrices corporales, psicológicas y morales.

Convivir con una historia de violencia la hace un mal social crónico. La persistencia de la violencia de género es incompatible con una revolución en marcha. Porque la causa de la violencia contra las mujeres es la ausencia de igualdad ante la vida que posibilita la violación sistemática de sus derechos humanos. El machismo campante encuentra en la complicidad una nueva forma de clientelismo sexista. Se apoyan entre camaradas, aún cuando maltratan, golpean o asesinan a las mujeres. La tolerancia machista conspira contra la esperanza socialista.

     Ser un revolucionario implica asumir una nueva masculinidad, apartada de las pruebas machistas del patriarcado. Compartir y respetar las luchas de las mujeres en todos los espacios sociales y sobre todo en el hogar, lugar de opresión y  escenario de múltiples violencias. Implica derrotar la violencia asumiendo el control de las emociones, profundizando la conciencia de género, y  construir nuevas relaciones con las mujeres. Saber buscar ayuda cuando ésta irrumpe. Compartir los roles domésticos para construir una equitativa división del trabajo. Pretender ser revolucionario y no comprender las luchas feministas es una contradicción insalvable. Uno que alardee de serlo y a la vez es violento es una vergüenza colectiva, pero no un revolucionario. Una verdadera actitud revolucionaria  no puede ser cómplice de la  violencia machista, tampoco la homófoba. La lucha por la igualdad y equidad de género es  inseparable de todas las demás luchas emancipadoras.

Muchos hombres y mujeres públicos/as, se autodenominan revolucionarios/as, porque son militantes, funcionarios/as, activistas de movimientos o seguidores/as del presidente. Comprender su rol, participar de los cambios, tomar posición en estos temas sensibles al género, a las mujeres,  la sexo- diversidad es una dura prueba a su autoimagen y su auto-concepto. El protagonismo es otro mal, resabio de actitud patriarcal, que empaña este proceso. Egos sobrealimentados por el poder, miopes o ciegos a las transformaciones personales que una revolución impone. El asunto ético-moral que la complicidad machista revela en ellos, y en algunas femenarcas,1 comporta una asignatura pendiente. El machismo está desfigurando a los revolucionarios y colocándolos a la par de sus opositores. Solo las franelas y las auto-denominaciones los distinguen en el tema donde todos están aplazados.

Las revoluciones se construyen con el esfuerzo de inteligencias libres de prejuicios sexistas, no ególatras, sensibles a los dramas de las humanas, que aceptan el riesgo de asumir una posición, un compromiso, sumar esfuerzos, sumergirse en el caudal revolucionario conscientes de su aporte, y encontrar la propia revolución en su vida cotidiana. Sin el aporte de las mujeres no hay revoluciones. Sin transformación del orden patriarcal tampoco socialismo.
     Sin feminismo no hay revolución.

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