lunes, 10 de enero de 2011

Karl Marx - El Capital - Tomo 1-14

SECCIÓN QUINTA


LA PRODUCCION DE LA PLUSVALIA
ABSOLUTA Y RELATIVA
CAPÍTULO XIV
PLUSVALIA ABSOLUTA Y RELATIVA

Empezamos estudiando el proceso de trabajo (véase capítulo quinto) en abstracto, independientemente de sus formas históricas, como un proceso entre el hombre y la naturaleza. Decíamos allí: “Si analizamos todo este proceso desde el punto de vista de su resultado, del producto, vemos que ambos factores, los medios de trabajo y el objeto sobre que éste recae, son los medios de producción, y el trabajo un trabajo productivo.” Y en nota, añadimos: “Este con­cepto del trabajo productivo, tal como se desprende desde el punto de vista del proceso simple de trabajo, no basta, ni mucho menos, para el proceso capitalista de producción.” Esta tesis es la que hemos de desarrollar ahora.
Cuando el proceso de trabajo es puramente individual, se con­centran en un solo obrero todas las funciones que más tarde se disocian. Este obrero se vigila a sí mismo en la apropiación indi­vidual de los objetos que le ofrece la naturaleza para los fines de su vida. Más tarde, es vigilado en esta actividad. El individuo no puede actuar sobre la naturaleza sin poner en acción sus músculos bajo la vigilancia de su propio cerebro. Y, así como en el sistema fisiológico colaboran y se complementan la cabeza y el brazo, en el proceso de trabajo se aúnan el trabajo mental y el trabajo ma­nual. Más tarde, estos dos factores se divorcian hasta enfrentarse como factores antagónicos y hostiles. El producto deja de ser fruto directo del productor individual para convertirse en un producto social, en el producto común de un obrero colectivo; es decir, de un personal obrero combinado, cuyos miembros tienen una inter­vención más o menos directa en el manejo del objeto sobre que recae el trabajo. Con el carácter cooperativo del propio proceso de trabajo se dilata también, forzosamente, el concepto del trabajo productivo y de su agente, el obrero que produce. Ahora, para tra­bajar productivamente ya no es necesario tener una intervención manual directa en el trabajo; basta con ser órgano del obrero colec­tivo, con ejecutar una cualquiera de sus funciones desdobladas. La definición que dábamos del trabajo productivo, definición deri­vada del carácter de la propia producción material, sigue siendo aplicable al obrero colectivo, considerado como colectividad, pero ya no rige para cada uno de sus miembros, individualmente considerado.
De otra parte, el concepto de trabajo productivo se restringe. La producción capitalista no es ya producción de mercancías, sino que es, sustancialmente, producción de plusvalía. El obrero no produce para sí mismo, sino para el capital. Por eso, ahora, no basta con que produzca en términos generales, sino que ha de producir concretamente plusvalía. Dentro del capitalismo, sólo es productivo el obrero que produce plusvalía para el capitalista o que trabaja por hacer rentable el capital. Si se nos permite poner un ejemplo ajeno a la órbita de la producción material, diremos que un maestro de escuela es obrero productivo sí, además de moldear las cabezas de los niños, moldea su propio trabajo para enriquecer al patrono. El hecho de que éste invierta su capital en una fábrica de enseñanza en vez de invertirlo en una fábrica de salchichas, no altera en lo más mínimo los términos del problema. Por tanto, el concepto del tra­bajo productivo no entraña simplemente una relación entre la actividad y el efecto útil de ésta, entre el obrero y el producto de su trabajo, sino que lleva además implícita una relación específicamente social e históricamente dada de producción, que convierte al obrero en instrumento directo de valorización del capital. Por eso el ser obrero productivo no es precisamente una dicha, sino una desgracia. En el libro cuarto de esta obra, en el que estudiaremos la historia de la teoría, veremos más de cerca que la economía política clásica ha con­siderado siempre la producción de plusvalía como característica funda­mental y decisiva del obrero productivo. Por eso su definición del obrero productivo cambia al cambiar sus ideas acerca del carácter de la plusvalía. He ahí por qué los fisiócratas entendían que sólo era productivo el trabajo agrícola, porque a su juicio sólo este trabajo creaba plusvalía. Para los fisiócratas sólo existía plusvalía en la forma de renta de la tierra.
La producción de plusvalía absoluta se consigue prolongando la jornada de trabajo más allá del punto en que el obrero se limita a producir un equivalente del valor de su fuerza de trabajo y haciendo que este plustrabajo se lo apropie el capital. La producción de plusvalía absoluta es la base general sobre que descansa el sistema capi­talista y el punto de arranque para la producción de plusvalía relativa. En ésta, la jornada de trabajo aparece desdoblada de antemano en dos segmentos: trabajo necesario y trabajo  excedente. Para prolongar el segundo se acorta el primero mediante una serie de métodos, con ayuda de los cuales se consigue producir en menos tiempo el equiva­lente del salario. La producción de plusvalía absoluta gira toda ella en torno a la duración de la jornada de trabajo: la producción de plusvalía relativa revoluciona desde los cimientos hasta el remate los procesos técnicos del trabajo y las agrupaciones sociales.
La producción de plusvalía relativa supone, pues, un régimen de producción específicamente capitalista, que sólo puede nacer y des­arrollarse con sus métodos, sus medios y sus condiciones, por un pro­ceso natural espontáneo, a base de la supeditación formal del trabajo al capital. Esta supeditación formal es sustituida por la supeditación real del obrero al capitalista.
Basta con aludir a las formas intermedias, en que la plusvalía no le es arrancada al productor por la coacción directa, ni brota tam­poco de la supeditación formal del obrero al capital. Bajo estas formas, el capital no se ha adueñado todavía directamente del proceso de trabajo. Junto a los productores independientes, que ejercen su oficio de artesanos o labran la tierra en las formas tradicionales y a la manera patriarcal, aparecen, chupando parasitariamente sus ener­gías, el usurero o el comerciante, el capital usurario o el capital comercial. En las sociedades en que esta forma de explotación pre­domina, excluye el régimen de producción capitalista, sí bien puede, por otra parte, marcar el tránsito hacia él, como ocurrió en la baja Edad Media. Finalmente, hay ciertas formas intermedias que, como demuestra el ejemplo del moderno trabajo a domicilio, se producen fragmentariamente, aunque con fisonomía radicalmente nueva, sobre el fondo de la gran industria.
Si para la producción de plusvalía absoluta basta con la simple supeditación formal del trabajo al capital, con que, por ejemplo, el artesano que antes trabajaba para si o como oficial al servicio de un maestro, trabaje ahora como obrero asalariado bajo el control directo de un capitalista, hemos visto también cómo los métodos empleados para la producción de plusvalía relativa son a la vez mé­todos de producción de plusvalía absoluta. Más aún, la prolonga­ción desmedida de la jornada de trabajo es, como hemos compro­bado, el producto más genuino de la gran industria. Y, en términos generales, podemos decir que el régimen específicamente capitalista de producción deja de ser un simple medio de producción de plus­valía relativa tan pronto como se adueña de una rama entera de producción, y más aún al adueñarse de todas las ramas de producción decisivas. A partir de este momento, se erige en la forma general, socialmente imperante, del proceso de producción. En estas condi­ciones, sólo se manifiesta como método especial de producción de plusvalía relativa en dos casos: al adueñarse de industrias que hasta entonces sólo se hallaban sometidas formalmente al capital, es decir, en sus campañas de propaganda, y al revolucionar continuamente, por el cambio de los métodos de producción, las industrias que ya le pertenecen.
Desde cierto punto de vista, la distinción entre plusvalía abso­luta y relativa puede parecer puramente ilusoria. La plusvalía relativa es absoluta en cuanto condiciona la prolongación absoluta de la jornada de trabajo, después de cubrir el tiempo de trabajo, nece­sario para la existencia del obrero. Y la plusvalía absoluta es relativa en cuanto se traduce en un desarrollo de la productividad del trabajo, que permite limitar el tiempo de trabajo necesario a una parte de la jornada. Pero si nos fijamos en la dinámica de la plusvalía, esta apariencia de identidad se esfuma. Una vez instaurado el ré­gimen capitalista de producción y erigido en régimen de producción general, la diferencia entre la plusvalía absoluta y relativa se pone de manifiesto tan pronto se trata de reforzar, por los medios que sea, la cuota de plusvalía. Suponiendo que la fuerza de trabajo se pague por su valor, nos encontraremos ante esta alternativa: dada la fuerza productiva del trabajo y dado también su grado normal de intensidad, la cuota de plusvalía sólo se podrá aumentar prolon­gando de un modo absoluto la jornada de trabajo; en cambio, sí partimos de la duración de la jornada de trabajo como algo dado, sólo podrá reforzarse la cuota de plusvalía mediante un cambio relativo de magnitudes de las dos partes que integran aquélla, o sean, el trabajo necesario y el trabajo excedente; lo que a su vez, sí no se quiere reducir el salario por debajo del valor de la fuerza de trabajo, supone un cambio en el rendimiento o intensidad de éste.
Sí el obrero necesita todo su tiempo para producir los medios de vida indispensables para su sostenimiento y el de su raza, no le quedará ningún tiempo libre para trabajar gratuitamente al servicio de otro. A menos que su trabajo haya alcanzado cierto grado de rendimiento, el obrero no gozará de tiempo disponible, y sin tiempo disponible, sobrante, no habrá plusvalía ni habrá, por tanto, capi­talistas, como no habría habido tampoco esclavistas ni barones feu­dales, como no habría existido, para decirlo en otros términos, la clase de los grandes terratenientes.1
Cabe, pues, hablar de una base natural de la plusvalía, pero sólo en el sentido muy general de ausencia de obstáculos naturales abso­lutos que impidan a una persona desentenderse del trabajo necesario para su propia subsistencia y echar ese fardo sobre los hombros de un semejante, a la manera como puede decirse que no hay, por ejemplo, ningún obstáculo natural absoluto que impida a unos hombres ingerir como alimento la carne de otros.2 No existe ninguna razón para asociar a esta productividad natural del trabajo, como a veces se hace, ideas de carácter místico. Hasta que el hombre no se sobrepone a su primitivo estado animal, hasta que, por tanto, su trabajo no se socializa en cierto grado, no se dan las condiciones en que el trabajo sobrante de unos puede convertirse en base de vida de otros. En los comienzos de la civilización, las fuerzas productivas adquiridas del trabajo son pequeñas, pero también lo son las necesidades, que se desarrollan con los medios necesarios para su satisfacción y a base de ellos. Además, en aquellos tiempos, la proporción del sector social que vive del trabajo ajeno es cada vez menor, comparada con la masa de los productores directos. Esta proporción crece en términos absolutos y relativos conforme se va desarrollando la fuerza social productiva del trabajo.3 Por lo demás, el régimen del capital brota en un terreno económico que es fruto de un largo proceso de evolución. La productividad real del trabajo de que arranca este régimen como de su base no es precisamente un don de la naturaleza, sino producto de una historia que llena miles de siglos.
Si prescindimos de la forma más o menos progresiva que presenta la producción social, veremos que la productividad del trabajo dependen de toda una serie de condiciones naturales. Condiciones que se refieren, unas u otras, a la naturaleza misma del hombre, como la raza, etc., y a la naturaleza circundante. Las condiciones de la naturaleza exterior se agrupan económicamente en dos grandes categorías: riqueza natural de medios de vida, o sea, fecundidad del suelo, riqueza pesquera, etc., y riqueza natural de medios de trabajo, saltos de agua, ríos navegables, madera, metales, carbón, etc. En los comienzos de la civilización es fundamental y decisiva la primera clase de riqueza natural; al llegar a un cierto grado de progreso, la primacía corresponde a la segunda. No hay más que comparar, por ejemplo, a Inglaterra con la India, o, si queremos referirnos al mundo antiguo, a Corinto y Atenas con los países ribereños del mar Negro.
Cuanto más reducidas sean las necesidades naturales de indis­pensable satisfacción y mayores la fecundidad natural del suelo y la bondad del clima, menor será el tiempo de trabajo necesario para la conservación y reproducción del productor, y mayor podrá ser, por consiguiente, el remanente de trabajo entregado a otros después de cubrir con él sus propias necesidades. Hablando de los antiguos egipcios, escribe Diodoro: “Es verdaderamente increíble cuán poco esfuerzo y gastos les ocasiona la crianza de sus hijos. Les condi­mentan el primer alimento que se les viene a la mano; les dan tam­bién a comer la parte inferior del arbusto del papiro, sin más que tostarla al fuego, y las raíces y tallos de las plantas que crecen en las charcas, unas veces crudas y otras veces cocidas o asadas. La mayoría de los niños van descalzos y desnudos, pues el clima es muy suave. A ningún padre le cuesta más de veinte dracmas criar a un hijo. Así se explica que la población, en Egipto, sea tan nume­rosa, razón por la cual pueden ejecutarse tantas obras grandiosas.”4 Sin embargo, las grandes construcciones del antiguo Egipto no se debieron tanto a la densidad de su población como a la gran proporción en que ésta se hallaba disponible. Del mismo modo que el obrero individual puede suministrar tanto más trabajo excedente cuanto más se reduzca su tiempo de trabajo necesario, así también cuanto menor sea la parte de la población obrera que haya de tra­bajar en la producción de los medios indispensables de vida, mayor será la parte disponible para la ejecución de otras obras.
Arrancando de la producción capitalista como factor dado y siempre que las demás condiciones permanezcan invariables y la duración de la jornada de trabajo sea una y fija, la cantidad de trabajo excedente variará con las condiciones naturales del trabajo y principalmente con la fertilidad del suelo. Mas, de aquí no se sigue, ni mucho menos, por deducción a la inversa, que el suelo más fruc­tífero sea el más adecuado para que en él se desarrolle el régimen capitalista de producción. Este régimen presupone el dominio del hombre sobre la naturaleza. Una naturaleza demasiado pródiga “lleva al hombre de la mano como a niño en andaderas”. No le obliga por imposición natural, a desenvolver sus facultades.5 La cuna del capitalismo no es el clima tropical, con su vegetación exuberante, sino la zona templada. La base natural de la división social del trabajo, que mediante los cambios de las condiciones naturales en que vive, sirve al hombre de acicate de sus propias necesidades, capacidades, medios y modos de trabajo, no es la fertilidad abso­luta del suelo, sino su diferenciación, la variedad de sus productos naturales. La necesidad de dominar socialmente una fuerza natural, de administrarla, de apropiársela o someterla mediante obras creadas por la mano del hombre y en gran escala, desempeña un papel deci­sivo en la historia de la industria. Así acontece, por ejemplo, con el régimen de las aguas en Egipto,6 Lombardía, Holanda, etc. O en India, Persia, etc., donde la irrigación por medio de canales artificiales no sólo suministra al suelo el agua indispensable para su cultivo, sino que deposita además en él, con el limo, el abono mineral de las montañas. El secreto del florecimiento industrial de España y de Sicilia bajo los árabes era precisamente la canalización.7
La bondad de las condiciones naturales no hace más que crea la posibilidad, nunca la realidad del trabajo excedente y, por tanto, de la plusvalía o del plusproducto. La diversidad de las condiciones naturales del trabajo hace que la misma cantidad de trabajo satis­faga en distintos países distintas masas de necesidades,8 y que, por tanto, en condiciones por lo demás análogas, el tiempo de trabajo necesario sea distinto. Esas condiciones sólo actúan sobre el tra­bajo excedente como frontera natural; es decir, señalando el punto en que puede comenzar el trabajo para otros. Esta frontera natural retrocede a medida que gana terreno la industria. En el seno de la sociedad europea occidental, donde el obrero sólo obtiene permiso para trabajar por su propio sustento a cambio de rendir trabajo excedente para otros, acaba creyéndose fácilmente que la facultad de rendir un producto sobrante es algo innato al trabajo humano.9 Pero, fijémonos por ejemplo en los habitantes de las Indias orientales, del archipiélago asiático, donde el sagú crece como árbol silvestre en la selva. “Cuando los indígenas, abriendo un agujero en el tronco, se convencen de que la médula está ya madura, derriban el árbol y dividen el tronco en varios trozos, extraen la médula, la mezclan con agua, la cuelan y obtienen de este modo, lista para el uso, la harina de sagú. Un árbol da generalmente unas 300 libras y puede dar hasta 500 y 600. Por tanto, estos indígenas van al bosque y cortan el pan, como en nuestros países se corta la leña para el fuego.10 Supongamos que uno de estos cortadores de pan del Asia oriental necesite 12 horas de trabajo a la semana para satisfacer todas sus necesidades. Lo que el favor de la naturaleza le brinda directamente es mucho tiempo libre. Para poder emplear este tiempo productivamente en su provecho, tienen que darse toda una serie de circunstancias históricas; para invertirlo en trabajo excedente al servicio de otros deberá concurrir, además, una coacción exterior. Si se implantase allí la producción capitalista, nuestro hombre tendría que trabajar tal vez 6 días de la semana con el fin de apropiarse para sí el producto de un día de trabajo. La prodigalidad de la naturaleza no explicaría ahora por que trabajaba 6 días de la semana o por qué rendía 5 días de trabajo excedente. Sólo explicaría por qué su tiempo de trabajo necesario quedaba reducido a un día por semana. Pero su producto sobrante no brotaría, ni mucho menos, de una facultad misteriosa, innata al trabajo humano.
Lo mismo que con las fuerzas productivas históricamente des­arrolladas, sociales, ocurre con las fuerzas productivas del trabajo que brinda la naturaleza: son consideradas como fuerzas productivas del capital que se las anexiona.
Ricardo no se cuida de investigar los orígenes de la plusvalía. La considera como algo inherente al régimen capitalista de producción, como la forma natural que cobra a sus ojos la producción social. Y cuando habla de la productividad del trabajo, no busca en ella la causa determinante de la existencia de plusvalía, sino simplemente la causa a que responde la magnitud de ésta. En cambio, su escuela proclama en voz alta que la fuerza productiva del trabajo es la causa determinante de la ganancia (léase: plusvalía). Lo cual representa, en todo caso, un progreso respecto a los mercantilistas, quienes derivan el remanente de precio de los productos después de cubrir su costo de producción del cambio, del hecho de venderse por más de su valor. Sin embargo, tampoco la escuela de Ricardo re­solvió el problema; no hizo más que eludirlo. En realidad, un cierto instinto les decía a aquellos economistas burgueses que era peligroso ahondar demasiado en el candente problema de los orígenes de la plusvalía. Pero, ¿qué decir cuando, medio siglo después de Ricardo, viene Mr. John Stuart Mill y, con gran aparato, pro­clama su superioridad sobre los mercantilistas repitiendo, mal re­petidos, los pobres subterfugios de los primeros vulgarizadores de Ricardo?
Mill dice: “La causa de la ganancia está en que el trabajo pro­duce más de lo necesario para su sustento.” Hasta aquí, es la vieja canción. Pero Mill quiere poner también algo de su cosecha: “0, para variar la forma de esta tesis: la razón de que el capital arroje una ganancia está en que el alimento, el vestido, las materias primas y los instrumentos de trabajo duran más tiempo del necesario para producirlos.” Mill confunde aquí la duración del tiempo del trabajo con la duración de sus productos. Según esta afirmación, un pana­dero cuyos productos sólo duran un día no podría extraer jamás a sus obreros la misma ganancia que un constructor de maquinaria, cuyos productos duran veinte y más años. Sí los nidos de los pájaros no resistiesen más tiempo que el indispensable para construirlo, los pájaros tendrían que componérselas sin nidos.
Establecida esta verdad fundamental, Mill establece su superioridad sobre los mercantilistas:  "Vemos, pues, que la ganancia nace no del episodio de los cambios, sino de la fuerza productiva del trabajo; la ganancia total de un país depende siempre de la fuerza productiva del trabajo, medie o no un cambio. Si las profesiones no estuvieran divididas, no habría compras ni ventas, pero habría siempre una ganancia como se ve, el intercambio, la compra y la venta, condiciones fundamentales de la producción capitalista, se reducen a un puro accidente, admitiéndose la posibilidad de una ganancia sin compra ni venta de la fuerza de trabajo.
Continuemos: “Si el conjunto de los obreros de un país pro­ducen un 20 por 100 más de lo que representa la suma de sus salarios, la ganancia será del 20 por 100, cualquiera que sea el nivel de precios de las mercancías.” Por una parte, esto es la más com­pleta de las perogrulladas, pues sí los obreros producen para sus capitalistas una plusvalía del 20 por 100, es evidente que la ganancia guardará con la suma total de los salarios percibidos por los obreros una proporción de 20 por 100. Y, por otra parte, es absolutamente falso que la ganancia sea “del 20 por 100”, Tiene que ser necesaria­mente más pequeña, pues la ganancia se calcula siempre sobre la suma total del capital desembolsado. Supongamos por ejemplo, que el capitalista haya desembolsado 500 libras esterlinas, 400 en instrumentos de producción y 100 en jornales, y que la cuota de plusvalía, sea, como se dice, del 20 por 100; en este caso, la cuota de ganancia será de 20:500, es decir, del 4 y no del 20 por 100.
He aquí ahora una prueba magnífica de cómo enfoca Mill las diversas formas históricas de la producción social: “Doy siempre por supuesto el actual estado de cosas, que es, con raras excepciones, el que reina en todas partes, 11 consistente en que el capitalista carga con todos los desembolsos, incluyendo la retribución del obrero. ¡Extra­ña aberración óptica, ver instaurado en todas partes un estado de cosas que hasta hoy sólo impera con carácter excepcional en la tierra! Pero, continuemos. Mill nos hace el favor de conceder que “no es absolutamente necesario que ocurra así” Por el contrario. “El obrero podría esperar a que se le pagasen incluso todos sus jornales al entre­gar el trabajo terminado, sí dispusiese de los medios necesarios para su sustento durante todo ese tiempo. Pero, en este caso el obrero sería ya, en cierto modo, un capitalista que invertiría capital en un negocio, aportando una parte de los fondos necesarios para su pro­secución.” Con la misma razón podría decirse que el obrero que se adelanta a sí mismo no sólo los medios de vida, sino también los instrumentos de trabajo, es, en realidad, su propio obrero asalariado. 0 que el labrador norteamericano que cultiva la tierra para sí mismo en vez de cultivarla para un señor es su propio esclavo.
Después de demostrarnos con la claridad que hemos visto cómo la producción capitalista existiría siempre aun cuando no existiese, Mill es lo bastante consecuente para probar que este régimen de pro­ducción no existe ni aun cuando existe: “Y aun en el caso anterior [cuando el capitalista adelanta al obrero todos sus medios de sub­sistencia] el obrero puede ser considerado bajo el mismo punto de vista (es decir, como capitalista). Pues, al suministrar su trabajo por un precio inferior al del mercado, [!] puede entenderse que ade­lanta a su patrono la diferencia, [!] etc.”12 En realidad, el obrero adelanta al capitalista su trabajo gratis durante una semana, etc., para percibir al final de la semana, etc., su precio en el mercado; y esto convierte al obrero, según Mill, ¡en capitalista! En tierra llana hasta un montón de arena puede parecer una colina; por el calibre de sus “personajes intelectuales” podemos medir todo el adocenamiento en que ha caído la burguesía.




Notas al pie del Cap. XIV
1 “Hasta la existencia de una determinada clase de capitalistas depende de la productividad del trabajo.”(Rarnsay, An Essay on the Distribution, etc., p. 206.) “Si el trabajo de cada hombre sólo bastase para subvenir a su alimento, no podría existir propiedad.” (Ravenstone, Tboughts on the Fundinq Systern, etc., páginas 14 y 15.)

2 Según un cálculo reciente, solamente en las regiones ya explotadas viven todavía, por lo menos, 4 millones de caníbales.
3 “Entre los indios salvajes de América. casi todo lo producido pertenece al obrero. El 99 por 100 se abona en la cuenta del trabajo. En Inglaterra, el obrero no percibe seguramente ni dos terceras partes de lo que produce”  (The Advan­tages of the East India Trade, etc., p. 73.)

 4 Diodoro Sículo, Biblioteca Histórica, libro I, cap. 80.

5 “Como la primera (la riqueza natural) es la más grata y beneficiosa, hace al pueblo negligente, orgulloso y expuesto a todos los despilfarros; en cambio, la segunda impone el celo, la ciencia, la pericia y la sabiduría de los estados.” (England's Treasure by Foreign Trade. Or the Balance of our Foreig Trade is the Rule of our Treasure  Written by Thomas Mun of London, Merchant, and now published for. The. Common good by his son John Mun. Londres, 1669. pp. 181 y 182.) “No puedo imaginarme tampoco que haya peor maldición para un pueblo que vivir sobre una zona de tierra en la que la producción de medios de subsistencia y de alimentos se realice en gran parte de un modo espontáneo y el clima exija o admita pocos cuidados en lo tocante a vestido y techo ... Claro está que también puede darse el extremo contrario. Un suelo que no dé fruto, por mucho que se le trabaje, es tan malo como el que sin trabajarlo da productos abundantes.” (An Inquiry into the Present High Price, etc., Londres 167, p. 10.)

6  La necesidad de calcular los períodos de las alternativas del Nilo dio origen a la astronomía egipcia y, con ella, al predominio de la casta sacerdotal como árbitro de la agricultura. “El solsticio es el punto del año en que comienza a subir de nivel el Nilo y que, por tanto, los egipcios tienen que observar con el mayor cuidado... Este punto crítico del año era el que tenían que precisar, para ajustar a él sus faenas agrícolas. Tenían que buscar, pues, en el cielo, forzosamente, un signo visible que les indicase su retorno.” (Cuvier, Discours sur les révolutions de la surface du globe, ed. Hoefer, París, 1863, p. l4l.)

7  Una de las bases materiales en que descansaba el poder del estado indio sobre los pequeños organismos de producción incoherentes y desperdigados era el régimen del suministro de aguas. Los dominadores mahometanos de la India su­pieron ver esto mejor que sus sucesores ingleses. Baste recordar el hambre de 1866, que costó la vida a más de un millón de hindúes en el distrito de Orissa, presidencialía de Bengala

8  No hay dos países en el mundo que produzcan la misma cifra de artículos de primera necesidad en la misma abundancia y con el mismo gasto de trabajo. Las necesidades de los hombres aumentan o disminuyen con la dureza o la suavidad del clima en que viven; por tanto, la proporción de la industria (proportion of trade) que se ven obligados a ejercer los habitantes de los distintos países no puede ser nunca la misma, ni cabe fijar el grado de diversidad más que según los grados de calor y de frío. Podemos, pues, concluir en términos generales, que la cantidad del trabajo indispensable para la subsistencia de un cierto contingente de hombres es mayor en los climas fríos y menor en los climas cálidos; en aquéllos, no sólo necesitan los hombres ir mejor vestidos, sino que, además, el suelo tiene que estar mejor cultivado que en éstos.” (An Essay on the Governing Causes of the natural rate of  Interest. Londres, 1750. p. 60.) El autor de esta importantísima obra anónima es J. Massie. De ella tomó Hume su teoría del interés.
    
9 “Todo trabajo tiene necesariamente [como si esta  facultad figurase también entre  los droits y devoir du citoyen ] (108) que dejar un sobrante”  (Proudhon).

10  F. Shouw, Die Erde, die Pflanzen und der Mensch, 2° ed. Leipzig, 1854, p. 148.

11 En carta de 28 de noviembre de 1878 dirigida a Danielson, traductor ruso de El Capital, advierte Marx que debiera añadirse: “donde los obreros y los capi­talistas son dos clases separadas”. La cita era incompleta. Marx prosigue: “Las dos oraciones siguientes, a saber: ¡Extraña aberración óptica ver instaurado en todas partes un estado de cosas que hasta hoy sólo impera con carácter excepcional en la tierra! Pero, continuemos, deben tacharse, y la oración siguiente debe formularse de este modo: 'Mr. Mil nos hace el favor de creer que no es absolutamente necesario que ocurra así, ni aun dentro del sistema económico en que los obreros y los capitalistas son dos clases separadas”
El hecho de que la acotación que Marx pide que se tache no guarda relación con la afirmación anterior de Mill, no destruye, naturalmente, su valor general. (Ed.)

12 J. St. Mill, Principles of Political Economy, Londres, 1868, pp. 252‑253 ss. [Libro II, cap. IV, 5.] (  Los pasajes citados han sido traducidos de la edición francesa de El Capital.–F. E


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