lunes, 10 de enero de 2011

Karl Marx - El Capital - Tomo 1-17

SECCIÓN SEXTA

EL SALARIO

CAPÍTULO XVII

COMO EL VALOR 0 PRECIO DE LA FUERZA DE TRABAJO SE CONVIERTE EN  SALARIO


Visto superficialmente, en el plano de la sociedad burguesa, el salario percibido por el obrero se presenta como el precio del trabajo, como una determinada suma de dinero que se paga por una determinada cantidad de trabajo. Se habla del valor del trabajo, llamando precio necesario o natural de éste a su expresión en dinero. Y se habla también de los precios comerciales del trabajo; es decir, de los pre­cios que oscilan por encima o por debajo de su precio necesario.
Pero, veamos, ¿qué es el valor de una mercancía? La forma materializada del trabajo social invertido para su producción. ¿Y cómo se mide la magnitud de su valor? Por la magnitud del trabajo que encierra. ¿Cómo determinaríamos, pues, el valor de una jor­nada de trabajo de 12 horas, por ejemplo? Si dijésemos que por las 12 horas de trabajo contenidas en una jornada de trabajo de 12 horas, incurriríamos en una lamentable redundancia.1
Para poder venderse en el mercado como mercancía, es evidente que el trabajo tendría que existir antes de ser vendido. Ahora bien, si el obrero pudiese dar a su trabajo una existencia independiente, vendería mercancía y no trabajo.2
Aun prescindiendo de estas contradicciones, un intercambio di­recto de dinero, es decir, de trabajo materializado, por trabajo vivo, anularla la ley del valor, ley que precisamente se desarrolla en toda su plenitud a base de la producción capitalista, o destruiría la propia producción capitalista, basada justamente en el trabajo asalariado. Supongamos, por ejemplo, que una jornada de trabajo de 12 horas se represente por un equivalente en dinero de 6 chelines. Podrían ocurrir dos cosas. Que se cambiasen equivalentes, en cuyo caso el obrero percibiría por su trabajo de 12 horas 6 chelines. El precio de su trabajo sería, en este caso, igual al precio de su producto. En estas condiciones, el obrero no produciría plusvalía alguna para el com­prador de su trabajo; los 6 chelines no se convertirían en capital y la base de la producción capitalista desaparecería, cuando es precisa­mente sobre esta base sobre la que el obrero vende su trabajo y sobre la que éste adquiere el carácter de trabajo asalariado. Mas podría también ocurrir que percibiese por 12 horas de trabajo menos de 6 chelines, es decir, menos de 12 horas de trabajo. Doce horas de trabajo se cambiarían, en este caso, por 16, por 6, etc. Esta equipa­ración de magnitudes desiguales equivaldría a destruir la ley de de­terminación del valor. No, tal contradicción –una contradicción que se destruye a sí misma– no puede jamás proclamarse siquiera como ley.3
De nada sirve argumentar que el intercambio de más trabajo por menos trabajo se debe a la diferencia de forma, ya que en un caso se trata de trabajo materializado y en otro caso de trabajo vivo.4 Esta pretendida explicación es tanto más inaceptable cuanto que el valor de una mercancía no se determina por la cantidad de trabajo real­mente invertido en ella, sino por la cantidad de trabajo vivo nece­sario para producirla. Supongamos que una mercancía representa 6 horas de trabajo. Al inventarse una máquina que permita produ­cirla en 3 horas, el valor de esta mercancía, aun el de la ya producida, descenderá a la mitad. Ahora, las 6 horas de trabajo social necesario han quedado reducidas a 3. Como se ve, lo que determina la mag­nitud de valor de una mercancía es la cantidad de trabajo necesario para su producción, y no la forma objetiva que este trabajo reviste.
En efecto, el poseedor de dinero no se enfrenta directamente, el mercado de las mercancías, con el trabajo, sino con el obrero. Lo que éste vende es su fuerza de trabajo. Tan pronto como su trabajo comienza a ponerse en acción, ha dejado de pertenecerle a él y no puede, por tanto, vender lo que ya no le pertenece. El trabajo es la sustancia y la medida inmanente de los valores, pero de suyo carece de valor.5
Cuando decimos “valor del trabajo”, no sólo descartamos en absoluto el concepto del valor, sino que lo convertimos en lo con­trario de lo que es. Se trata de una expresión puramente imaginaria. como cuando hablamos, por ejemplo, del valor de la tierra. Sin embargo, estas expresiones imaginarias brotan del mismo régimen de producción. Son categorías en que cristalizan las formas exteriores en que se manifiesta la sustancia real de las cosas. En casi todas las ciencias es sabido que muchas veces las cosas se manifiestan con una forma inversa de lo que en realidad son; la única ciencia que ignora esto es la economía.6
La economía política clásica tomó de la vida diaria, sin pararse a criticarla, la categoría del –precio del trabajo–,  para preguntarse después: ¿Cómo se determina este precio? Pronto se dio cuenta de que los cambios operados en el juego de la oferta y la demanda, en lo tocante al precio del trabajo, como respecto al de cualquier otra mercancía, no explican más que eso: sus cambios, es decir, las osci­laciones de los precios del mercado por encima o por debajo de una determinada magnitud. Sí la oferta y la demanda se equilibran y las demás circunstancias permanecen invariables, las oscilaciones de precio cesan. Pero, a partir de este momento, la oferta y la demanda ya no explican nada. El precio del trabajo, suponiendo que la oferta y la demanda se equilibren, es su precio natural, precio cuya determinación es independiente de las relaciones de la oferta y la demanda y sobre el cual debe, por tanto, recaer nuestra investigación. Otras veces, se toma un período relativamente largo de oscilaciones de los precios vigentes en el mercado, por ejemplo un año, y se descubre que todas estas alternativas se nivelan en una magnitud constante. Esta mag­nitud tiene que determinarse, naturalmente, de otro modo que las divergencias que se compensan entre sí. Este precio, que está por encima de los precios fortuitos de trabajo en el mercado, que los preside y los regula, el “precio necesario” (fisiócratas) o “precio natural del trabajo (Adam Smith), sólo puede ser, al igual que ocurre con las demás mercancías, su valor expresado en dinero. De este modo, la economía política creía poder penetrar en el valor del tra­bajo partiendo de sus precios fortuitos. Luego, se determinaba este valor, como en otra mercancía cualquiera, por el costo de producción. Pero, ¿cuál es el costo de producción del obrero, es decir, lo que cuesta producir o reproducir el obrero mismo? Insconscientemente, la economía política confundía este problema con el primitivo, pues se limitaba a dar vueltas y más vueltas alrededor del costo de produc­ción del trabajo como tal, sin moverse del sitio. Por tanto, lo que ella llama valor del trabajo (value of labour) es, en realidad, el valor de la fuerza de trabajo, que reside en la personalidad del obrero y que es algo tan distinto de su función, del trabajo, como una máquina de las operaciones que ejecuta. Obsesionados por la diferencia entre los precios del trabajo en el mercado y lo que llamaban su valor, con la relación entre este valor y la cuota de ganancia, con los valores mercancías producidos mediante el trabajo, etc. los economistas no veían que la marcha del análisis no sólo les había hecho remontarse desde los precios del trabajo en el mercado hasta su pretendido valor, sino que les había llevado a diluir nuevamente éste valor del trabajo en el valor de la fuerza de trabajo. La inconsciencia acerca de este resultado de su propio análisis, la aceptación sin crítica de las categorías "valor del trabajo", "precio natural del trabajo", etc., como últimas y adecuadas expresiones del concepto investigado del valor, llevó a la economía política clásica, como hemos de ver, a enredos y contradicciones insolubles, al mismo tiempo que brindaba a la economía vulgar una base segura de operaciones para su superficia­lidad, atenta solamente a las apariencias.
Vemos, ante todo, cómo el valor y los precios de la fuerza de trabajo se transfiguran en forma de salarios.
Sabemos que el valor diario de la fuerza de trabajo se calcula tomando como base una determinada duración de vida del obrero, a la que corresponde una determinada duración de la jornada de trabajo. Supongamos que la jornada habitual de trabajo es de 12 horas y el valor diario de la fuerza de trabajo 3 chelines, expresión en dinero del valor en que se traducen 6 horas de trabajo. Si a este obrero se le pagasen 4 chelines, se le pagaría el valor de su fuerza de trabajo puesta en movimiento durante 12 horas. Pues bien, expresado este valor diario de la fuerza de trabajo como valor del trabajo de un día, tendremos que: el trabajo de 12 horas tiene un valor de 3 chelines. Por tanto, el valor de la fuerza de trabajo determina el valor de éste o, expresado en dinero, su precio necesario. Y, por el contrario, si el precio de la fuerza de trabajo difiere de su valor, diferirá también de lo que se llama su valor el precio de trabajo.
Como el valor de trabajo no es más que una expresión impro­pia para designar el valor de la fuerza de trabajo, se desprende por sí mismo que el valor del trabajo tiene que ser siempre más reducido que su producto de valor, pues el capitalista hace que la fuerza de trabajo funcione siempre más tiempo del necesario para reproducir su propio valor. En el ejemplo que poníamos más arriba, el valor de la fuerza de trabajo puesta en acción durante 12 horas es de 3 chelines, valor para cuya producción necesita 6 horas. En cambio, su producto de valor son 6 chelines, puesto que funciona durante 12 horas al cabo del día y su producto de valor no depende de lo que ella valga, sino de lo que dure en función. Por donde llegamos al resultado, poco satisfactorio a primera vista, de que un trabajo que arroja un valor de 6 chelines posee un valor de 3.7   
Observemos además que el valor de 3 chelines en que se traduce la parte retribuida de la jornada de trabajo, es decir, un trabajo de 6 horas, se presenta como el valor o precio de la jornada total de trabajo de 12 horas, en la que se contienen 6 horas de trabajo no retribuido. Como se ve, la forma del salario borra toda huella de la división de la jornada de trabajo en trabajo necesario  y trabajo exce­dente, en trabajo pagado y trabajo no retribuido. Aquí, todo el tra­bajo aparece como si fuese trabajo retribuido. En el trabajo feudal, se distinguían en el tiempo y en el espacio, de un modo tangible, el trabajo que el siervo realizaba para sí, y el trabajo forzado que rendía para el señor del suelo. En el trabajo de los esclavos, hasta la parte de la jornada en que el esclavo no hacia más que reponer el valor de lo que consumía para vivir y en que por tanto trabajaba para si, se presentaba exteriormente como trabajo realizado para su dueño. Todo el trabajo del esclavo parecía trabajo no retribuidos. Con el trabajo asalariado ocurre lo contrario: aquí, hasta el trabajo excedente o trabajo no retribuido parece pagado. Allí, el régimen de propiedad oculta el tiempo que el esclavo trabaja para sí mismo; aquí, el régimen del dinero esconde el tiempo que trabaja gratis el obrero asalariado.
Júzguese, pues, de la importancia decisiva que tiene la transformación del valor y precio de la fuerza de trabajo en el salario, es decir, en el valor y precio del trabajo mismo. En esta forma exterior de manifestarse, que oculta y hace invisible la realidad, invirtiéndola, se basan todas las ideas jurídicas del obrero y del capitalista, todas las mistificaciones del régimen capitalista de producción, todas sus ilusio­nes librecambistas, todas las frases apologéticas de la economía vulgar.
Aunque la historia universal necesite mucho tiempo para des­cubrir el secreto del salario, nada más fácil de comprender que la necesidad, la razón de ser de esta forma exterior.
A simple vista, el intercambio de capital y trabajo se desenvuelve igual que la compra y la venta de cualquier otra mercancía. El com­prador entrega una determinada suma de dinero, el vendedor un artículo de otra clase. La conciencia jurídica reconoce, a lo sumo, una diferencia material, que se expresa en las fórmulas jurídicamente equivalentes de do ut des, do ut  facias, facio ut des y facio ut facias.  (109)
Además, como el valor de cambio y el valor de uso son de por sí magnitudes inconmensurables, la expresión de “valor del trabajo”, “precio del trabajo”, no es más ni menos irracional que la de “valor del algodón” o “precio del algodón”. Añádase a esto que al obrero se le paga después de ejecutar su trabajo. En su función de medio de pago, el dinero realiza, después, el valor o precio del artículo en­tregado, es decir, en este caso concreto, el valor o precio del trabajo vendido. Finalmente, el “valor de uso” que el obrero entrega al capitalista no es realmente la fuerza de trabajo, sino su función, un determinado trabajo útil: trabajo de sastrería, de zapatería, de hila­do, etc. El hecho de que este mismo trabajo, considerado en otro aspecto, sea un elemento general creador de valor, condición que lo distingue de todas las demás mercancías, no está al alcance de la conciencia vulgar.
Situémonos, en el punto de vista del obrero que por 12 horas de trabajo percibe, por ejemplo, el producto de valor de 6 horas de trabajo, digamos 3 chelines: para él, su trabajo de 12 horas es, en realidad, el medio adquisitivo de los 3 chelines. El valor de su fuerza de trabajo podrá variar con el valor de sus medios habituales de vida, subiendo de 3 a 4 chelines o bajando de 3 chelines a 2, como puede también ocurrir que, aun permaneciendo invariable el valor de su fuerza de trabajo, el precio de ésta suba a 4 chelines o baje o 2, al variar el juego de la oferta y la demanda; pero, por mucho que varíe su precio o su valor, arroja siempre 12 horas de trabajo. Por tanto, todos los cambios operados en la magnitud del equivalente que recibe se le representan, lógicamente, como cambios operados res­pecto al valor o precio de sus 12 horas de trabajo. Esta circunstancia llevó, por el contrarío, a Adam Smith, que veía en la jornada de trabajo una magnitud constante, 9 a afirmar que el valor del trabajo era constante por mucho que variase el valor de los medios de vida y que, por tanto, la misma jornada de trabajo podía traducirse para el obrero en una cantidad de dinero mayor o menor.
En cambio, si nos fijamos en el capitalista, vemos que lo que quiere es obtener mucho trabajo por la menor cantidad posible de dinero. Por tanto, prácticamente, al capitalista sólo le interesa la diferencia entre el precio de la fuerza de trabajo y el valor creado por la función de ésta. Pero como él procura comprar todas las mercan­cías lo más baratas que puede, cree que su ganancia proviene siempre de esta sencilla malicia, es decir, del hecho de comprar las cosas por menos de lo que valen y de venderlas por más de su valor. No cae en la cuenta de que sí realmente existiese algo como el valor del trabajo y, al adquirirlo, pagase efectivamente este valor, el capital no exis­tiría, ni su dinero podría, por tanto, convertirse en capital.
Además, el verdadero movimiento de los salarios presenta fenó­menos que a primera vista parecen demostrar que lo que se paga no es el valor de la fuerza de trabajo, sino el valor de su función, el tra­bajo mismo. Estos fenómenos pueden clasificarse en dos grandes grupos. Primero: casos en que el salario cambia al cambiar la dura­ción de la jornada de trabajo. Podría pensarse perfectamente que no se paga el valor de la máquina, sino el de su funcionamiento, ya que cuesta más alquilar una máquina por una semana que por un día. Segundo: las diferencias individuales en los salarios de distintos obreros que ejecutan la misma función. Estas diferencias individuales se presentan también, aunque sin dar margen a ilusiones, en el sis­tema de la esclavitud, en el que, franca y sinceramente, sin ambages, se vende la propia fuerza de trabajo. Lo que ocurre es que en el sis­tema de la esclavitud las ventajas de la fuerza de trabajo superior al nivel medio o el quebranto de la que no alcanza este nivel, favorecen o perjudican al propietario del esclavo, mientras que en el sistema del trabajo asalariado redundan en favor o en perjuicio del propio obrero, ya que en un caso es él mismo quien vende su fuerza de trabajo, mientras que en el otro caso la vende un tercero.
Por lo demás, la forma exterior “valor y precio del trabajo o salario”, a diferencia de la realidad sustancial que en ella se exterio­riza, o sea, el valor y el precio de la fuerza de trabajo, está sujeta a la misma ley que todas las formas exteriores y su fondo oculto. Las primeras se reproducen de un modo directo y espontáneo, como formas discursivas que se desarrollasen por su cuenta; el segundo es la ciencia quien ha de descubrirlo. La economía política clásica tocó casi a la verdadera realidad, pero sin llegar a formularla de un modo cons­ciente. Para esto, hubiera tenido que desprenderse de su piel burguesa.



Pie de pagina capítulo XVII

1 Ricardo es lo suficientemente ingenioso para rehuir la dificultad que a pri­mera vista se interpone ante su teoría, a saber: que el valor depende de la cantidad de trabajo invertido en la producción. Interpretado estrictamente este principio, re­sultaría que el valor del trabajo depende de la cantidad de trabajo desplegado para su producción, lo que es, indudablemente, un contrasentido. Por eso Ricardo, con un giro hábil, hace que el valor del trabajo dependa de la cantidad de trabajo necesaria para producir el salario: afirma, para decirlo en sus mismos términos, que el valor del trabajo se debe tasar por la cantidad de trabajo necesaria para producir el salario, queriendo con ello aludir a la cantidad de trabajo que se necesita para producir el dinero o las mercancías que el obrero percibe. Con la misma razón podría decirse que el valor del paño no se tasa por la cantidad de trabajo invertida en su producción. sino por la cantidad de trabajo invertida en producir la plata que se entrega a cambio del paño. (A Critical Dissertation on the Nature etc. of Value, pp. 5 0 y 5 1.)
2 “Aunque se diga que el trabajo es una mercancía, no puede confundirse con esas mercancías que se producen para cambiarlas y se lanzan al mercado, donde se cambian en las proporciones correspondientes por otras mercancías que en él se en­cuentran: el trabajo se crea en el momento mismo en que acude al mercado; más aún. acude al mercado antes de crearse.” (Observations on some verbal disputes, etc., pp. 75 y 76.)
3 “Si consideramos el trabajo como una mercancía y el capital. o sea, el pro­ducto del trabajo, como otra mercancía. y si los valores de ambas responden a can­tidades iguales de trabajo. resultará que cambiaremos una cantidad dada de trabajo... por una cantidad equivalente de capital, engendrada por una cantidad igual de tra­bajo: cambiaríamos el trabajo pretérito... por la misma suma que el trabajo actual. Pero el valor del trabajo, considerado en relación con otras mercancías... no se de­termina por cantidades iguales de trabajo” (E. G. Wakefield, en su edición de A. Smith, Wealth of Nations. Londres, 1836, I, p. 231, Nota.)
4. "Se debería convenir [¡Una nueva edición del "Contrato Social"!] que siempre que se cambie trabajo realizado por trabajo a realizar, éste [es decir, el capitalista] habría de percibir un valor mayor que aquel [el obrero]." (Sismonde de Sismondi, De la Richiesse Commerciale, Ginebra, 1803, I. p.37)
5. "El trabajo, medida exclusiva del valor... fuente de toda riqueza, No es una mercancía. (Th. Hodgskin, Popular Political Economyc, p. 188.)
6. No se puede decir sin revelar la impotencia del análisis. que estas expresiones sean simplemente una “licencia poética”. Por esto, comentando la frase de Proudhon: Slise atribuye al trabajo valor no es como verdadera mercancía, sino en atención a los valores que se cree potencialmente contenidos en ella. El valor del trabajo es una expresión metafórica, etc.”, he observado yo: “En la mercancía trabajo, que es una espantosa realidad, sólo ve este autor un giro gramatical. Según esto, la sociedad actual, basada en la mercancía trabajo, estaría cimentada sobre una licencia poética, sobre una frase metafórica, Si la sociedad quiere acabar con todas las injusticias contra las que tanto se debate, ya lo sabe: no tiene más que acabar con todas las ex­presiones malsonantes, cambiar el lenguaje y dirigirse con este fin a la Academia. para que ésta redacte una nueva edición de su diccionario.” (C. Marx, Misére de la Philosophie, pp. 34 y 35.) Más cómodo es todavía, naturalmente, no atribuir ningún sentido a la palabra valor, lo que permite incluir en esta categoría. sin escrúpulo alguno, todo lo imaginable. Así hace, por ejemplo, J. B. Say: ¿Qué es “valor ­(valeur) ? Respuesta: “Lo que una cosa vale.‑ ¿Y “precio”? Respuesta: “El valor de una cosa expresado en dinero.” ¿Por qué “el trabajo de la tierra... tiene un valor? Porque se le asigna “un precio”. Por tanto, valor es lo que una cosa vale y la tierra tiene un “valor” porque se “expresa” su valor “en dinero”. Es. como se ve. un método muy sencillo para explicarse el cómo y el por qué de las cosas.
7 Cfr. mi obra Contribución a la Crítica de la Economía Política, p.40, donde apunto que, analizando el capital, se plantea el problema de saber “cómo la produc­ción. sobre la base del valor de cambio determinado por el simple tiempo de trabajo. conduce al resultado de que el valor de cambio del trabajo es siempre inferior al valor de cambio de su producto”.
8 El Morning Star, órgano librecambista de Londres, candoroso hasta la nece­dad. no se cansaba de repetir durante la guerra norteamericana de Secesión, dando rienda suelta a su indignación moral. que los negros de los “Estados confederados” trabajaban completamente de balde. Habría que haberle invitado a comparar el costo diario de entretenimiento de cualquiera de estos negros con el de un obrero libre del East End de Londres, por ejemplo.
9 Este autor sólo alude de pasada a las variaciones de la jornada de trabajo al hablar del salario por piezas.

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